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En el vacío

En el vacío de las calles y de las plazas de las mayores ciudades del mundo, en la solidaridad programada, breve y fiestera de aplausos a las 8 de la tarde en honor a los sanitarios y personal en activo, en el sálvese quien pueda del liderazgo mundial, cada país gestionando a su manera su cortijo, hay mucho para reflexionar, y mucha angustia que aquietar por los grandes interrogantes que presenta este momento histórico.

Filósofos y algún que otro psicólogo advierten de que los derechos humanos están en jaque cuando nos trasladan al mundo reclusivo de Michel Focault en «Vigilancia y castigo. Nacimiento de la presión», en el que expone mecanismos masivos de control social y castigo disciplinario. También los analistas nos traen a la memoria el «Leviatán» de Thomas Hobbes y su famoso contrato social, con un ensalzamiento del Estado paternalista, en el que el individuo cede parte de su libertad a cambio de seguridad.

La terminología bélica que se está usando para definir y combatir la pandemia desde el primer momento, pretende otra autoridad y acentúa el estado de alarma que puede llegar a confundirse con el de excepción. Más aún cuando se utilizan las imágenes del despliegue militar en tareas encomiables de limpieza y en la creación de hospitales de campaña. Los controles policiales en las calles, las aparatosas batas y cobertores sanitarios en los hospitales, las instalaciones repletas de camas colocadas en fileras nos transportan a un mundo de ficción.

Es una «guerra» sui generis, pues no hay escasez de alimentos ni existen heridos por arma de fuego, ni desplazados forzosos. Sí que hay penuria médica, de falta de abastecimiento, pues faltan mascarillas, respiradores y tests de detección del virus. La carrera contrarreloj es provisionarse de estos materiales -ya sea de fabricación propia o de segundos países- con rapidez y prontitud. Invocar el lenguaje hiperbólico belicista acentúa el pánico, la incertidumbre y la previsión de una devastación humana y económica sin precedentes, pero también lo desdramatiza, pues parece ilusorio. Pero por si no nos queda claro, se advierte de forma redundante como lo hizo el presidente del gobierno español, Pedro Sánchez: «Estamos ante la gran crisis de nuestras vidas». En su batalla proeuropea, advierte que la UE se cohesiona, se reconstruye y se fortalece, o pasa a los anales de la historia.

De momento, su posición combativa en defensa de los resucitados eurobonos de deuda pública no obtiene el quorum de los países con mayor poder financiero, entre ellos Holanda y Alemania. La Europa transfronteriza acepta un fondo de solidaridad sanitario, pero desentiende de cualquier iniciativa integradora. La asintonía no solo se respira en el ámbito regional, sino también mundial, sin pronunciamientos ni declaraciones de órganos como el Consejo de Seguridad de la ONU que otros momentos sí que han dado pie a iniciativas y actuaciones de una gran repercusión mundial.

Mientras el debate empieza a centrarse en la recuperación económica post-pandemia, se banalizan las muertes, que se cuentan a miles, pero ya no nos producen sobrecogimiento. En la reclusión de nuestras casas, nos hemos convertido en espectadores. Se desairea la vejez (los ancianos son las mayores víctimas de esta pandemia), que en otros tiempos y en otras culturas ha sido motivo de veneración y respeto, asociado a la sabiduría y el conocimiento. En este mundo actual del rendimiento y la inmediatez, envejecer es un estorbo, la etapa oscura y no productiva que precede la muerte.

En medio del quehacer adicto a las pantallas que acarrea el confinamiento, ya no sabemos donde terminan los límites de la realidad y la ficción. En nuestras retinas, pasan la hartura de noticias como el metraje de la bombina de una película. Inmunes al espanto inicial, aletargados por la inmensidad de la tragedia, ya estamos preparados para que todo concluya y nos llegue el suplicio final.

Podríamos decir que hemos llegado al Ecuador de la crisis, pues ya los medios de comunicación empiezan a hablar del «día después», que es cuando saldremos del sopor que produce estar en la zona de confort. Es cuando se presentan los mayores interrogantes sobre lo qué sucederá cuando se abrirán gradualmente los negocios y las calles admitirán de nuevo a sus viandantes. Son muchos quienes dicen que el mundo será distinto al que era. No sé si es posible que en tres meses o poco más de receso y parón el mundo pueda cambiar de forma tan drástica, a no ser que los cambios ya se estuvieran fraguando sigilosamente. Lo que sí parece claro en estos días es que se han robustecido la ciencia y la tecnología como hilos conductores de nuestro futuro, con la biotecnología como referencia y la interconexión virtual como base de las comunicaciones.

Pero en el aire quedan muchas más preguntas sin responder. He aquí algunas de ellas: ¿Cómo será la recuperación económica, a través de un plan de restructuración al estilo Marshall como apuntan muchos? ¿Los países volverán a cooperar comercialmente a niveles anteriores o se volverán más autosuficientes? ¿Se reforzará el Estado del bienestar para no dejar a nadie atrás en la hecatombe económica que vendrá y que ya muchos predecían antes de la pandemia? ¿Seguirá corriendo en nuestras venas esta solidaridad que se despliega en momentos de crisis? ¿Veremos recuperadas nuestras libertades plenas después de esta reclusión, que nos ha confinado a las personas, pero también a ciertos derechos inherentes a la democracia? ¿Participaremos como ciudadanos en la creación de un mundo más igualitario? ¿Habrán nuevos liderazgos que acompañen a los países y sus gobiernos a este nuevo entramado internacional? ¿Pondremos toda la carne en el asador para crear políticas para contener el cambio climático y generar energías limpias para las generaciones futuras? ¿Se redefinirá la educación para que sea una fuerza motriz capaz de promover los próximos cambios?

Necesitaríamos una bola de cristal, pero en el vacío, todo es posible, hasta incluso lo imposible.

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