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En el jardín de infancia con Mercè Rodoreda y Marcel Proust (II)

“Todo se había vaciado de mí”, reconoce en su parálisis Isabel, enmarcada por un jardín igualmente inamovible —“en el jardín no se movía una sola hoja”— el día cuando reconoce, presionada por su hija, que nunca la había querido. En este estadio de su vida, los sentimientos de Isabel hacia Maria permanecen “oscuros y vagos” pues ella estaba, como Marcel en la última soirée en casa de la princesa de Guermantes, fusionando todas las etapas de su existencia, antes de que la campanilla dejara de sonar. A diferencia de Marcel, sin embargo, Isabel, aunque rica, como la mayoría de las mujeres de su época no estaba en control de su situación financiera, con lo cual carecía del poder masculino para controlar la casa y el jardín; de ahí que Sant Gervasi se transformara en una prisión, y la vida para Isabel-Mercè se tornara “dura y desagradable”.

Expulsada de su paraíso, Isabel se encuentra “vieja” y en manos de los otros —Crisantema, la criada, y Lluís— quienes perciben como “manías” y “neurastenia” el doloroso proceso de recobrar(se) al cual se aboca, con la intención de sanar las heridas infringidas sobre su cuerpo y su psiquis.

La mujer es vista una vez más por lo masculino como “culpable” y perturbada. Isabel como “the madwoman in the attic”, en palabras de Sandra Gilbert y Susan Gubar, es la heroína en quien Rodoreda simbólicamente traspondrá su propio resentimiento hacia la intolerancia del orden patriarcal que le robó el jardín y le impuso los valores burgueses de la época. Por ello la “malady” de la protagonista se asocia, en un plano más amplio, con la alienación de la mujer catalana de la vida productiva, al permanecer encerrada tras las rejas de los balcones cubiertos de geranios del Barri Gòtic, los jardines amurallados de Sarrià y Sant Gervasi, y las galerías cubiertas llenas de palmeras y los patios interiores en los edificios modernistas que Ildefons Cerdà había concebido al derruirse las murallas de la Barcelona medieval. Contrariamente, los “déséquilibres” de Marcel son vistos como una expresión del poder del autor para castigar a su madre, la abuela y las amantes cuando no satisfacían sus deseos, con lo cual su “malady” se transforma en un mecanismo activo en la subversión de las imposiciones del falocentrismo.

Cual si no le quedara Tiempo, Isabel, deseosa de alterar el orden patriarcal y romper finalmente con la imagen angelical que Lluís y Joaquim habían creado para ella, recuerda, en un último esfuerzo, los días cuando jugaban juntos en el jardín junto al mar de su infancia y se tejió el triángulo afectivo. Aquí Rodoreda, empleando las técnicas proustianas, recrea tales episodios desde la perspectiva masculina, pero dejando que Isabel sea la protagonista de los juegos y permanezca en control de la mirada del otro, pues aún no ha hipotecado su jardín.

Como Gilberta, cuando Marcel la observa “por encima de los jazmines y de los alhelíes”, Isabel es vista la primera vez por Lluís en el jardín de su padre. La mirada del niño “que querría tocar, capturar, llevarse el cuerpo que está mirando, y con él el alma”, permanece fija sobre un componente de la toilette de Isabel: “un lazo de un azul violento”. Este “elemento descriptivo” del vestido de Isabel permanece, como el “vivísimo azul” de los ojos de Gilberta para Marcel, como una imagen indeleble en la mente de Lluís. Consciente de tal efecto, la protagonista, a medida que va creciendo, irá dominando el discurso del vestido, fundiendo la poderosa simbología de lazos, vestidos veraniegos y trajes de gala con el lenguaje de las flores.

Tal amalgama de ropas y flores, a menudo presente en obras subsecuentes, germina y se expande en Isabel i Maria; cual si Rodoreda, al conservar este texto siempre cerca e inconcluso, hubiera querido perpetuar el modo como aquellos elementos estimularían sus sentidos, que quedarían violentamente anestesiados durante largos años por culpa de la Guerra Civil. Un sentimiento espoleado siempre por el “deseo de ver” inscrito en el cuestionario proustiano.

De hecho, si el lazo azul marca el primer encuentro entre Isabel y Lluís, la muselina blanca le da forma al triángulo, acercando a los hermanos y a la niña la tarde cuando ella, toda de blanco, y los muchachos, con su primer par de pantalones largos también blancos, caminan por la playa “como si los tres fuésemos por siempre un solo retrato”. Aquí Isabel mantendrá a Lluís bajo su hechizo, al pedirle que le anude el lazo, y conserve su mano en la suya aún después de terminado el paseo. Sin embargo, poco después de esta escena, la rivalidad de los hermanos por la atención de Isabel aumentará, y el jardín de infancia devendrá un campo de batalla, separándolos irremediablemente y acelerando el autoexilio de Lluís en Burdeos.

A su regreso a Barcelona, siete años después, Lluís, consciente del casamiento entre Isabel y su hermano, será recibido en la torre de Isabel por algunos de los habitantes del jardín de infancia, es decir, las flores color magenta de la buganvilia. Antes de encontrarse con su objeto y tras mirar con envidia el lujoso tren de vida de la pareja, Lluís observa la planta como “una cortina de hojas donde, de tanto en tanto, se veía una flor magenta abierta tardíamente”. En la siguiente escena, Lluís mira a Isabel, de pie en el comedor, vestida con “un elaborado y vaporoso vestido color humo, y una rosa de seda, del color de las rosas, en el pecho”.

Esta sucesión de eventos, unidos por la mirada proustiana de Lluís, enlaza los dos jardines donde el trío pasó su infancia y primera adolescencia. Bajo el escrutinio de Lluís, deseoso de tocar el cuerpo y el alma de la amada, el intrincado vestido de Isabel simboliza el caos del jardín primigenio, reforzado por las connotaciones eróticas de las flores abiertas entre el follaje; con lo cual su reconocimiento igualmente registra a Isabel como una mujer que exitosamente ha trasformado su cuerpo pubescente en un “cuerpo civilizado” a ser descifrado según sus propias reglas. Como “construcción floral” independiente, el suyo es además un cuerpo oloroso, en tanto las flores de la buganvilia que Lluís olió aquella primera noche “no tenían perfume alguno”. Por esta razón, Isabel crece en Lluís, como Mlle. Vinteuil en Marcel, como “un producto necesario y natural de ese particular suelo”.

La intensa mezcla, de esencias proveniente de las flores y los vestidos de Isabel, revitaliza el triángulo de deseo y renueva los juegos sexuales, con lo cual ella vuelve a ser “el ángel” de Joaquim y Lluís, aun cuando está aún en control de su propio jardín. Por ello su poder de subvertir “la completa subordinación del cuerpo al espíritu”, que su condición como criatura celestial exige, permanece inalterable, tal cual se observa en la escena del desayuno una semana después del regreso de Lluís. Aquí Rodoreda enfatiza el método proustiano de recuperación del Tiempo mediante el perfume de las flores, trayendo a aquel presente ciertos elementos del vestido de Isabel niña impresos en la memoria de Lluís, el vestido blanco y los lazos en el pelo: “Cuando bajé a desayunar, ella estaba sentada a la mesa esperándome. Llevaba una bata de seda blanca toda bordada de crisantemos blancos, y el cabello atado en la nuca con una cinta de terciopelo negro”.

Con esta estrategia la autora confiere momentáneamente sobre Isabel el poder de las mujeres proustianas sobre Marcel, para siempre hechizado por ciertos detalles en las toilettes de Mme. de Guermantes o Mme. Swann, que igualmente había percibido por primera vez en la infancia cuando las veía pasearse en sus carruajes por la Avenue du Bois.

El jardín decae

El vestido negro con rosas rojas en la cintura que Isabel lleva la noche cuando Joaquim anuncia su embarazo, marca el punto álgido del poder de la heroína sobre los dos hombres y, consecuentemente, el momento de mayor esplendor de su jardín. Por un instante, la imagen de una Isabel triunfante se combina en la memoria de Lluís con la que conservaba de la amada en el jardín de infancia, fusionándose así ambos espacios en el Tiempo. Sin embargo, el nacimiento de Maria le robará a Isabel su belleza, su jardín, y su poder sobre los dos hermanos, “como si (…) la hubiese vaciado de sí misma”. Solo las rojas flores de la buganvilia germinarán como “una ola de fuego”, reteniendo entre sus pétalos la vida de Isabel, dispersa en ellas y en ciertos objetos fetiche como “un abanico blanco con una flor roja (…) como si fuera el ala de un pájaro manchada de sangre”. De hecho, Isabel llevará ese abanico cuando le pida sin éxito a su médico que la haga abortar, dejando así a merced del Tiempo los dos eventos más destructivos en su vida: el nacimiento de Maria y la decadencia del jardín.

Poco después del nacimiento de Maria, Joaquim cae en cuenta que ella podría ser la hija de su propio hermano, y se muda inmediatamente con la niña recién nacida a otra casa y otro barrio, anulando violentamente los derechos de su esposa sobre esta, y prohibiéndole a Isabel que la vuelva a ver. Con este gesto Rodoreda, como Proust tras la muerte de su madre, cancelará su pasado y transferirá el jardín de infancia a un nuevo territorio, deslastrado de las obligaciones familiares y los constreñimientos sociales, que emerge en las páginas inacabadas del “Diario de Maria”.

En el jardín de infancia con Maria y Marcel

Al ubicar la segunda parte de la novela en la torre de la calle San Hermenegildo, Rodoreda recobra el jardín primigenio y los instantes de felicidad que la vegetación ha preservado. Violentamente arrancada del incestuoso jardín adulto, Mercè-Maria regresa, “gracias a un momentáneo resplandor de conciencia”, a un lugar en el cual las míticas narrativas maternales y los códigos que marcan las diferencias sexuales se subvierten, tal cual ocurrió en la vida de la autora. Con esta traslación, Joaquim, el tío bueno, asume el papel maternal del abuelo Gurgí de Rodoreda, vistiendo a Maria cuando van a Badalona para recaudar los alquileres de las casas, y educándola en el hogar.

Igualmente, los dos caminos de Marcel serán el jardín delantero y el trasero del Combray de Maria. Su camino de Guermantes alegoriza los momentos de felicidad que pasó jugando en el mítico Edén de la infancia, anteriores a la muerte del tío Joaquim, cuando ella también tenía doce años. Su lado de Méséglise, en cambio, significará la crueldad del mundo exterior, entrevista en las peleas entre los dos tíos, y en los misteriosos encuentros que tiene con extraños la primera vez que camina sola fuera del jardín. Las connotaciones prohibidas que Méséglise, o el camino de Swann, tenían para Marcel, se transponen en el jardín de Maria en las flores abiertas “color de sangre” del eucalipto de la casa vecina, y en el primer rosal que el tío Joaquim le regala diciendo que a veces una flor blanca se abre mostrando un único pétalo “del color del fuego”.

“Por encima de mi cabeza, a gran altura, hay una campanilla que suena. Y suena aún mientras, de puntitas, miro la calle”, nos dice Maria. El sonido de la campanilla acompaña sus primeros pasos fuera del jardín hacia el mundo exterior. Poco después de este episodio, el tío bueno muere y Maria regresa, a los doce años, al incestuoso jardín de Sant Gervasi. La campanilla, no obstante, no dejaría de sonar para Mercè-Maria, y años después, cuando los eventos apartaron a Rodoreda y a sus heroínas por siempre de su jardín, el sonido se convirtió para la autora en una obsesión, tal cual lo había sido para Marcel Proust, hasta que ambos lograron recobrar el Tiempo y sus dos caminos convergieron finalmente.

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