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carlos yusti

En el circo alucinógeno de Richard Brautigan

La biblioteca de los manuscritos rechazados existe y su creador fue el tantas veces rechazado escritor Richard Brautigan. Para dilucidar a donde irían a parar esos manuscritos no aceptados por las editoriales escribió una novela: El aborto. Su trama se desarrolla, casi en su totalidad, en una biblioteca que reúne  obras inéditas, que no han sido publicadas.

Esta historia sirvió al escritor David Foenkinos para escribir Le Mystère Henri Pick, traducida en el 2016 con el título “La biblioteca de los libros rechazados”. Foenkinos no soslaya su deuda con Brautigan y en la primera parte sobre El aborto anota: “El protagonista trabaja en una biblioteca que acepta todos los libros que han rechazado las editoriales. Se puede uno encontrar allí, por ejemplo, con un hombre que ha acudido a dejar un manuscrito tras haber padecido cientos de rechazos. Y de esa forma se van juntando ante los ojos del narrador libros de todo tipo. Se puede dar allí tanto con un ensayo como El cultivo de las flores a la luz de las velas en una habitación de hotel cuanto con un libro de cocina que recoge todas las recetas de los platos que aparecen en la obra de Dostoievski”.

El libro de Foenkinos fue adaptado al cine bajo la dirección de Rémi Bezançon. Inmejorable excusa para repasar a un autor poco común del canon literario norteamericano.

En el año 1964 se publicó su primera novela A Confederate General from Big Sur. El libro pasó inadvertido tanto para la crítica como para los lectores. Pero esto no iba a desalentarlo. Siguió escribiendo y todos sus manuscritos posteriores fueron asimismo rechazados

En 1967 se edita La pesca de la trucha en América. La crítica la elevó a la estratosfera y el público la leyó con fruición adictiva. La escribió durante un viaje de campamento con su mujer y su hija, en el año 1961, aporreando una máquina portátil sobre una mesita plegable, en mitad de los árboles, mosquitos y el canto de los pájaros. Era en sí su primera novela, aunque la segunda en editarse. El libro se publicó en otros idiomas y llegó la fama internacional. Brautigan realizó incontables viajes, compró propiedades y se dio esa buena vida que hasta entonces le había esquivado. Las borracheras, la adulación de sus partidarios e incondicionales y las mujeres, las cuales de repente se disputaban su compañía, aportarían lo necesario para su derrumbe. Ciertos colegas celebraron el éxito del loco que escribía. Los medios lo ubicaron en la acera de la contracultura haciendo foto grupal con Dylan, Ginsberg o Timothy Leary. Pero el sueño se disipó algo rápido. Escribió otros libros solo que la crítica los estimó algo holgazanes y sin aportes sustanciales. Sus lectores no encontraban la magia sicodélica de la trucha y dejaron de leerlo. Los sesenta fueron historia. Ahora los yuppies con sus trajes de marca y sus oficinas de vidrios espejeantes eran el resultado de una etapa convulsa. Brautigan era una especie de dinosaurio atascado en el pasado.

Su vida es tan original como la trama (o personajes) de sus novelas. La foto comprende un padre que se largó cuando el escritor tenía apenas 8 meses. También estaba la madre que un tanto ralentizada (como desganada de vivir) cocinaba. Brautigan pasó una hambre canina hasta los 20 años. Para comer algo decente decidió ir hasta la comisaría más cercana y pidió a los policías de guardia que lo encerraran. Les explicó a lo sorprendidos hombres de la ley su historia. Los policías adujeron que no podían encarcelarlo ya que no había cometido delito alguno. Presa del agobio le cayó a pedradas a las ventanas de un edificio.

No fue encarcelado, pero lo remitieron a un centro siquiátrico. El diagnóstico fue irrefutable: esquizofrenia, paranoia y depresión. El remedio fue algunas sesiones de electroshock (doce para ser exactos). Al final fue liberado. En su nuevo estado zombi, un amigo le recomendó escribir como terapia.

Se marcha a San Francisco con algunos manuscritos en el morral. La era Beat, el LSD, la movida hippie y el amor libre están en alza. A todas estas las editoriales siguen rehusando publicar sus manuscritos; algo deshilachados y en los que no hay nudo, personajes con densidad sicológicas o desarrollo en ese viejo estilo de la novela tradicional. No obstante en ese manicomio contracultural (con greñudos, vistiendo ropa de flores estampadas, de chicas desañalidas que leían poesía y eran una quincallería de bisutería orientalista con macrobiótica incluida, de gente que abogaba por la paz en contraposición de la guerra)  Brautigan consigue encajar a la perfección. Junto a su novia se convierte en una estrella de los campus en algunas universidades. Recita poemas, agita y se vuelve una figura destacada con bastante seguidores. La novela La pesca de la trucha en América es aceptada y sale de la imprenta. Sucede el milagro y sus 5 minutos de fama tocan a su puerta.

Luego todo se descontrol. Se aficionó a beber más de lo normal, la fiesta hippie terminó; llegó la reseca y el olvido. Brautigan seguía escribiendo, pero ya era sólo un objeto abandonado en un rincón, presa del polvo y las telarañas. Al final se colocó una mágnum a la altura de la cabeza y lo demás es solo noticia en la página de suceso del periódico local.

Leer las novelas de Richard Brautigan es como asistir a una especie de circo surrealista. Es un mundo barnizado de pirotecnia alucinógena y extraña poética.

La pesca de la trucha en América es un caos organizado. A veces es un poema en prosa, otras un ensayo. Después son cuentos breves, luego un libro de viaje, luego unas memorias de infancia. Colocarle una etiqueta no es tan sencillo. En su otra novela En azúcar de sandia retoma esa fórmula, pero algo menos farragosa. Publicada en el año 1968, describe la existencia de una comuna, tan en boga en esos años. Pero es una comuna bastante imaginativa. Se llama Yomuerte y su producto principal es la sandía. Se trabaja cuando a los miembros les provoca. El sol tiene un color distinto cada día. Se valora el olvido e incluso hay una especie de almacén de cosas olvidadas llamada la Olvidería.

De una novela a otra Brautigan fue decantando su escritura. Dejó todo ese furor hippie e intentó darle más simplificada elegancia a su estilo para acercarse a un naturalismo menos radical, pero sin dejar el absurdo imaginativo que impregna todo su obra. Los capítulos de sus novelas al final ocupan una o dos páginas. Otra de las característica de su estilo es jugar con los géneros hasta darles una nueva vuelta de tuerca. Así su novela El monstruo de Hawkline, un western gótico repasa el género vaquero mezclado con un monstruo producto de un experimento científico.  Con la novela Un detective en Babilonia, una de mis preferidas, se enfrasca en una de trama policial con investigador privado de fondo. Un detective evade hacia Babilonia para no asumir su deprimente cotidianidad. Al personaje principal de la novela, C. Card, un buen día jugando béisbol una pelota lo golpea en la cabeza y le proporciona la entrada a una Babilonia de fantasía. Babilonia como un escape, como un despiste, pero sobre todo como un metáfora de ese otro lugar donde la vida es menos gris, desencajada y pavorosa.

En las novelas de Brautigan se desliza entrelíneas un humor surrealista ocurrente. Hay bastante desatino, algo de poesía automática y demasiada parábola sicodélica. A sus novelas se les podría aplicar el método paranoico-crítico, ese invento de Salvador Dalí, consistente, según el artista español, en utilizar el delirio para percibir la realidad, interconectando acontecimientos (u objetos) sin conexión aparente y provocar un esplendor intelectual que permita descubrir lo que a simple vista pasaba desapercibido. Al contrario que el paranoico, el artista debía ser consciente del proceso, provocarlo e incluso manipularlo a su antojo.

El poeta beat Lawrence Ferlinghetti consideraba la escritura de Brautigan algo hueca e infantiloide, “Supongo que Richard fue el novelista que los hippies necesitaban en una época analfabeta”. Pero es precisamente esta ingenuidad lo que hace que sus novelas no pasen al olvido. Brautigan no sigue las reglas para escribir novelas. Todo está como torcido y sin perspectiva al igual que en esas pinturas llamadas ingenuas que parecen pintadas por el candor infantil.

Richard Brautigan puede calzar a la perfección en lo que Italo Calvino denominó como  underdog, es decir el “inadaptado patético, de pobre perro tratado a patadas por la vida”. No obstante sus libros vayan en una dirección contraria y muestren ese lado menos lúgubre de la existencia, es algo así como un circo poblado de seres imposibles y situaciones ilógicas.

En la vida real los payasos son trágicos y buscan la presidencia, los tragaespadas cotizan en la bolsa y la gente común cruza la cuerda floja a grandes alturas, para siempre caer al vacío sin red alguna que los espere en la caída. En el circo de Brautigan hay una luz forjada en ese milagro de lo pintoresco. Al parecer es necesario llegarse, de vez en cuando, hasta Babilonia para zafarse de esta realidad también perturbada, pero sumida en esa fúnebre seriedad y de altos ideales de los mediocres que gobiernan en todos los estamentos de la vida.

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