El domingo 21 de febrero los bolivianos estaban llamados a las urnas para ratificar o desestimar una petición de reforma constitucional auspiciada por el Presidente, que buscaba ampliar su período de permanencia en el cargo. Evo Morales y su partido, el MAS, diseñaron una reforma que modificara el artículo 168 de su Constitución, permitiendo la posibilidad de reelección del aymara en el más alto cargo de gobierno del país andino.
Este referendum se produce en un momento de fortaleza del presidente y su equipo. Morales y su vicepresidente, García Linera, cuentan hoy en día con un amplio apoyo institucional y popular. Su victoria aplastante en las elecciones de 2014 y el control por parte del MAS de las cámaras legislativas le permiten gobernar sin tener las manos atadas, pero es que además su gobierno es fuertemente apoyado desde una ciudadanía que experimenta las mejoras económicas y sociales del país y que contrastan con las de otros aliados regionales como Venezuela, Ecuador o Argentina. El caso de Bolivia es siempre paradigmático, si bien Morales tiene un discurso fuertemente confrontativo y beligerante, su praxis política y económica está a años luz de la agresividad argentina o venezolana, siendo incluso bastante más laxa que la ecuatoriana. Esa combinación de cierto “orden no-aparentado” junto con el histórico subdesarrollo del país hicieron que, durante y después del boom de las materias primas, Bolivia se haya desarrollado adecuadamente y que su presidente reciba un apoyo mayoritario de sus compatriotas, aunque siempre con matices.
Se debe explicar este intento de perpetuarse de Morales en un sentido de sintonía regional. El aymara se ha equiparado institucionalmente con otros de sus colegas populistas de izquierda como Hugo Chávez, pero también de derechas como Álvaro Uribe, que buscaron apoyarse en su popularidad y su poder para mantenerse en el estrado. Cierta tradición personalista y caudillista en Latinoamérica hace que algunos gobernantes, cuando se ven fuertes y apoyados, sienten la necesidad de perpetuarse en el poder.
Morales intentó subirse al tren de la efervescencia discursiva para acabar con un elemento institucional y democrático de contrapeso tan necesario en un sistema tan personalista, como son las limitaciones de mandato en los presidencialismos. Los motivos de este movimiento eran profundamente ideológicos, pero es innegable que también guardan un componente de egolatría. Sus afirmaciones de que los “neoliberales” no debían volver al poder en Bolivia son ideológicamente aceptables, pero de ahí a inferir que el único individuo capaz de frenarlos es él, hay un trecho que no se puede salvar sin caer en una explicación personalista.
Evo Morales, consciente de su poder institucional, su apoyo popular y la inexistente competencia carismática a su figura en el país, decidió que era hora de dejar atrás la posición de Presidente y asumir un liderazgo mayor. El problema es que la mayoría de los bolivianos supieron entender que lo que se votaba no era Evo Si o Evo no, sino si por un buen bagaje de gobierno valía la pena aflojar los tornillos del entramado democrático boliviano.
Esta lectura también debe asumirla la disgregada y heterogénea oposición a Morales y ese sector de los medios de comunicación tan maltratados por el presidente. La derrota, en los términos en los que se desarrolla, es para que Morales la asuma, pero no signfica que esté deslegitimado ni, mucho menos, escasamente apoyado por los bolivianos. Si el numero de votos del Sí se tradujeran a unas elecciones, Morales muy probablemente las ganaría nuevamente con claridad.
En definitiva, lo que los bolivianos decidieron hace unos días fue mandar varios mensajes a su clase política. La primera es que la endeble y desestructurada oposición tiene escaso poder de acción ahora mismo, pero sobre todo afirmó que estaban contentos con este período de gobierno aunque le recordaron a Morales que la presidencia no la tenía cedida a perpetuidad, sino solamente en alquiler.