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esteban ierardo

En algún lugar del tiempo, y entre la música y el cine

I

En algún lugar del tiempo, los límites y lo imposible se desvanecen; en algún lugar del tiempo, un amante vive en el pasado con la única persona que lo acerca al sabor de todas las lluvias de primavera. Lugar de los sentimientos en una ficción cinematográfica, y el desafío de la música para expresar esa profundidad de las emociones.

Algunos devalúan la música del cine por su falta de autonomía, por su “servidumbre” respeto a la imagen. Pero muchos referentes de la música clásica vertieron su genio en las imágenes del cine. Son muchísimos los ejemplos de este proceso estético, pero aquí disfrutaremos con evocar el film Somewhere in Time, con la música de John Barry como ejemplo de la maestra expresión de la emoción, que nos recuerda la superioridad de la sensibilidad artística respecto al mero acto de comprensión intelectual; y que también nos acercará a otros ejemplos de lo musical emocional a través de la imagen fílmica, y ciertos caminos en la filosofía y psicología de la música.

II

Somewhere in Time fue filmada en 1980, por el francés Jeannot Szwarc, con el protagónico de Christopher Reeve (el quizá mejor intérprete de Superman), Jane Seymour, Chistopher Plummer y Teresa Wright. El film es la adaptación de la obra de Richard Matheson (1926-2013), Bid time return (Pídele al tiempo que vuelva).   

Matheson, de origen noruego, es autor del guion de Duel (1971), un camionero que persigue a un conductor en la carretera, una amenaza anónima, sombra que nunca cobra rostro ni identidad, la primera película de Steven Spielberg; La casa infernal (1971), que Stephen King caracterizó como “la más aterrorizante novela sobre una casa embrujada jamás escrita”; El hombre menguante (1977), una metáfora sobre la pequeñez del hombre respecto a la inmensidad cósmica; Soy leyenda, ficción distópica (1988); su novela Más allá de los sueños, adaptada por Vincent Ward (1998); y los guiones de varios episodios de la mítica serie de Bob Serling, La dimensión desconocida (su primera etapa entre 1959 y 1964, con cinco temporadas).

Somewhere in Time adquirió la condición de película de culto en su mixtura de un fantástico viaje en el tiempo con romance, drama y la gravitación superlativa de su banda sonora, motivo de nuestro posterior interés.

La historia se sitúa en el Grand Hotel en la isla Makinac que se encuentra en el lago Hurón, en la región de los Grandes Lagos, en el Estado de Míchigan, Estados Unidos. Histórico hotel, imponente, de fines del siglo XIX, visitado, en su momento, por grandes personalidades como Thomas Alba Edison, o Mark Twain. Lugar en las cercanías de las aguas, bajo un amplio cielo, entre árboles, playa y rocas. Allí, un club de fans del film, que existe desde 1990, colocó una placa con la inscripción “¿Eres tú?”, en conmemoración del primer encuentro de Elise y Richard, los protagonistas del filme.

En la ficción, el dramaturgo Richard Collier (Christopher Revee) se desplaza en el tiempo desde 1972 hasta 1912. Ante el retrato en el hotel de una bella mujer del pasado, una gran atracción lo invade; a la vez, una misteriosa anciana le entrega un reloj de oro, le pide que regrese, y fallece ese mismo día. Una sucesión de hallazgos y comprobaciones le hace descubrir en una biblioteca, entre revistas de actrices de antaño, que la sorpresiva anciana fue la misma mujer cuya fotografía lo deslumbró en el hotel.

Por una cinta de audio y la autohipnosis, Richard juega a tentar lo imposible: el viaje hacia el pasado. Descubre entonces una habilidad desconocida de su mente: la de, por la concentración y la imaginación y acaso la desesperación, proyectarse hacia el ayer, hacia un mundo perdido, con su mobiliario, cortinas y salones de otrora, vestuario y relojes. Allí se encuentra con su amor predestinado, Elise Mckenna (Jane Seymour), personaje tan ficticio como Richard, pero acaso inspirado libremente en la actriz de teatro Maude Adams (1872-1953), que tuvo gran éxito interpretando a Peter Pan.

Richard llega al Grand Hotel en el tiempo de la Belle époque, antes de la Primera Guerra Mundial. Entonces, la música alcanzará una especial inspiración en su expresión de un amor excelso, siempre imposible, siempre sueño y nostalgia.

Más allá de su encanto propio Somewhere in Time es, entonces, especial ejemplo de la fuerza expresiva de la música, y de la música en el cine. Su banda de sonido pertenece a John Barry (1933-2011), compositor inglés, hijo de un proyeccionista de cine mudo. Sus primeras clases de composición las recibió de Francis Jackson, el organista de la Catedral de York (1).

Conocido por muchos por sus composiciones para films de James Bond, o por Danza con Lobos (Óscar a la mejor banda sonora original, 1990), pero que también derramó su don en El león en invierno (Óscar a la mejor banda sonora original, 1968), e incluso en el tema de la popular serie Dos tipos audaces (The persuaders). 

En su música apeló a la variación XVIII “Andante cantábile” de la Rapsodia sobre un tema de Paganini, op. 43, de Serguei Rajmáninov (1873-1943), dirigida por él mismo, e interpretada por el popular pianista Roger Williams.

Rajmáninov fue uno de los grandes compositores posrománticos, uno de los máximos interpretes del piano del siglo XX; nacido en una familia de músicos, y graduado del Conservatorio de Moscú.

La rapsodia que evoca a Paganini es un conjunto de 24 variaciones sobre el último de los caprichos para violín del músico italiano que, antes y después, inspirará otras bandas de sonido (2).

III

La expresión emocional de la música no se desliga del significado de lo musical, antes de su relación con la imagen fílmica.

Es oportuno recordar que, en el comienzo de las civilizaciones, la significación de la música nació en un contexto mágico, ritual, religioso, como en el retumbar del tambor chamánico en la remota Asia central. En la cultura griega antigua, como pilar de la filosofía occidental, lo musical se asoció con Pitágoras, quien entendió que el cosmos se sostiene sobre un fundamento matemático-racional. La música en clave pitagórica fue la “música de las esferas”, la que se atribuía al movimiento de los cuerpos celestes. Así, la música devino expresión del orden superior del universo. O, entre los antiguos, la música fue también músculo para la elevación moral. El filósofo Damón entendía lo musical como un camino educativo que conduce el espíritu hacia la virtud.

Estas primeras manifestaciones del significado de lo musical atravesaron la edad media. Y en el origen de la modernidad, en el Renacimiento, el canto predominante era el polifónico. Pero luego, lentamente, esto cambió: el canto de las voces polifónicas superpuestas que no permitían comprender la letra de lo cantado, viró hacia la claridad de una sola voz individual que expresaba las emociones, la pluralidad delicada de los sentimientos.

El gran compositor medieval Guillaume de Machaut (1300-1377), impulsó el desarrollo del motete y la canción secular, además de componer la Messe de Nostre Dame. Y Machaut ya había manifestado durante la era medieval:

“Pues quien de sentimiento no hace su obra, desfigura su canto” (3).

Es decir que, si el canto no está infundido por una energía emocional, la obra musical se desvanece en lo inexpresivo e insignificante.

Por el canto individual, la música entre el Renacimiento (siglo XVI) y el barroco (siglo XVII), se acercó a la expresión de los sentimientos, como en el melodrama y en la ópera que empezó por las investigaciones de la Camerata florentina o la Camerata Bardi. Tendencia que el veneciano Claudio Monteverdi (1567-1643) llevó a otro nivel. Las puertas de la música como expresión emocional se abrieron definitivamente por la  Seconda pratica introducida por Monteverdi como parte de una verdadera revolución musical:

“A partir de entonces, la música ya ni expresa el orden cósmico, el sentimiento de lo divino y la eternidad, la imagen de un mundo que se enrolla en sí misma; ahora expresa las palabras y los sentimientos de un hombre o de una mujer, situaciones poéticas o dramáticas caracterizadas. La música ya no es percibida como reflejo o semejanza, se convierte en discurso, en representación, en expresión de la emoción” (4).

La música ya no es solo reflejo del orden divino, discurso o representación de una realidad matemática pitagórica celestial, sino también “expresión de la emoción”. El palacio del sonido ahora emociona como el relucir de cristales, o los arcoíris, o como corazón convertido en centro palpitante de la música:

“El corazón es el reino de la música, a él se dirige la música, pues: con el fin de que se la entienda de modo inmediato, la música le habla al corazón, sin necesidad de intermediarios, haciendo uso de un lenguaje universal…” (5).

El corazón de la música como lenguaje universal que expresa las emociones; las “razones del corazón”, de las que hablará Pascal. Pero al nivel de la filosofía de la época dominada por el racionalismo cartesiano, las emociones no tenían un estatus propio definido; eran lo contrario de la razón, de la única facultad “saludable” de la mente; las emociones se vinculaban a los apetitos, pasiones y afectos que debían ser comprendidos, pero también reprimidos, en Descartes; o transformados, en Spinoza.

Incluso en tiempos no tan lejanos, Robert C. Solomon, profesor de filosofía de la Universidad de Texas en Austin, en The Passions: emotions and the meaning of life (1976), manifestaba que aún en la segunda mitad del siglo XX, para muchos pensadores occidentales las emociones se las asimilaba a procesos somáticos e irracionales. El residuo del divorcio entre razón y emoción, en el que tanto insistió el racionalismo moderno.

Señal, también, de cierto carácter inasible de las emociones a pesar de los intentos de definirlas dentro del ámbito de la psicología, la filosofía, o la musicoterapia.

Pero por el arte, por la música en sus diversos estilos, o en este caso por la música del cine, lo emocional, independientemente a sus categorizaciones analíticas, es parte de la sensibilidad que se expande y que, como veremos al final, acaso contribuye al desarrollo personal y la humanización.

IV

La alta emocionalidad de la banda de Somewhere in Time, como el sonido cinematográfico emotivo en generales continuación entonces de toda una dilatada evolución anterior de la música: desde el reflejo del orden celeste universal hacia la manifestación de la hondura de la emoción.

El cine es el arte de las imágenes que llega a su plenitud a través de su fusión con el acorde musical. La alta potencia emocional del cine aflora, por ejemplo, desde lo épico, la ansiosa expectativa ante la aventura, el suspenso del misterio a resolverse, o la angustia por la dramática pérdida amorosa.

Por eso, por la música del cine, muchos músicos de formación clásica o no, conscientemente o no, han explorado la sutil gama expresiva de lo emotivo. Mérito de músicos maestros del decir emocional por el sonido como Ennio Morricone, en The Good, the Bad and the Ugly, la obra musical Chi Mai (que emplea en el famoso tema de la película «El profesional»), entre tantas otras; o Georges Delerue, en Agnes of God, el tema de amor del film Salvador, o “Libera me” de Black robe; Hans Zimmer y El Rey Arturo con Clive Owen, The last samurai, y también otras tantas composiciones; Max Richter y sus álbumes Hostiles o The first man; John Williams y Saving Private Ryan; Rachel Portman y su Final Salute de Hart’s war; Johan Johansson y Sicario; Philip Glass y Koyaanisqatsi (6); Thomas Newman y Scent of a Woman; o Michel Jarre y Dead Poets Society y Jacob’s Ladder, entre muchos otros ejemplos posibles.

Dos músicos polacos y un húngaro, de matriz clásica, también contribuyeron a elevar el lenguaje de la música de cine emotiva hasta incluso lo místico religioso o cósmico, como, por un lado, la Sinfonía No.3 o Sinfonía de las lamentaciones del polaco Henryk Gorecki, inspirada en el dolor de la madre que se separa del hijo, y los ecos del sentir de la región polaca de Silesia, incluido en muchos soundtraks, como en El árbol de la vida de Terrence Malick, o La gran belleza, de Paolo Sorrentino.

Otro polacoZbigniew Preisner y la Lacrimosa de su Requiem for my friend, homenaje a su amigo, el gran director Krzysztof Kieślowski, que suena también en la mencionada The Tree of Life, de Malick. Para Kieślowski compuso la música de sus grandes películas como La doble vida de VerónicaAzul y Rojo.

O el húngaro György Sándor Ligeti. La música puede suscitar también emociones ante la naturaleza, como tanto le gustó destacar al romanticismo, con su música referida a los ríos, tormentas, lo pastoral o la noche. La naturaleza implica lo ambiental, y esta dimensión se magnifica al proyectar el espíritu hacia el cosmos. En este sentido, Ligeti fue compositor de piezas atmosféricas, de una espiritualidad ambiental o espacial, de las que Stanley Kubrick sacó buen partido en su obra máxima: 2001. Odisea en el espacio.

El cine es, en principio, primacía del movimiento (kiné) en el tiempo y el espacio; el reino del ojo, el color, la luz, la sombra, lo visual. Pero, a la vez, también el séptimo arte nutre la sensibilidad emocional a través de la música, sin la cual el plano de la imagen solo sería un río sin corriente, un cauce seco, sin vida.

V

Cuando la dimensión emocional de lo musical se eleva a una magnitud filosófica, la música, por ejemplo, para Beethoven, es “revelación del absoluto como encarnación de lo infinito. Beethoven reconoce a la música la más elevada función unificadora y un valor de mensaje eterno: en la música vive ‘una sustancia eterna, infinita, que no es de todo aprehensible’” (7).

Lo no aprehensible en el misterio de la música nos acerca a la intuición de lo infinito; y también lo hace cuando ese sentimiento de lo hondo e ilimitado es sugerido desde la expresión musical de las emociones.

A su vez, el pensamiento sobre la música, o en este caso sobre la emoción musical, puede complementarse con un ángulo psicológico para la comprensión de sus efectos. Lo emotivo musical puede ser fuerza estimulante de la energía corporal, por las emociones activadas por la música, y que la mirada neurocientífica actual ubica en el área subcortical del cerebro; o el fluir emocional musical induce la sedación física, y una actitud contemplativa de una realidad espiritual, poética o divinizada.

Y también, desde una perspectiva de la evolución, a muchos sorprende que la música, practicada desde antes de la agricultura, no genere emociones necesarias para la supervivencia y la adaptación a un entorno. Si tiene un valor adaptativo, es por su conferir salud física, mental, alivio o expresión espiritual. La corriente de las emociones liberadas por la música no nos “adapta”, entonces, mejor a un medio, pero sí puede acercarnos a una relación más gratificante con la vida, y a un modo de autodescubrimiento o autoconocimiento, que más sensibiliza o humaniza al sapiens.

Como el filósofo alemán Max Scheller (1874-1928) sugería, el hombre en su desarrollo ético personal se humaniza, supera el odio y el resentimiento; y lo hace incluso por la belleza de la música que mejora al humano, lo induce a una mayor sensibilidad y al recuerdo de los valores que laten en su interioridad (8).

El especial estímulo de lo emocional en la dinámica del cine y su música, así, puede ser parte de este proceso de mayor humanización por la percepción de las emociones.

Y algo de eso quizá busca Richard en Somewhere in Time al perseguir el llamado del amor en un hotel sobre un lago, en otro momento del tiempo, cuando toda la intensidad de su afecto no puede ser expresada por las palabras; pero sí por la música, por la música del cine cuando refleja emociones tan hondas como el mar.


Citas, notas:

(1)La banda de sonido de la que hablamos puede ser escuchada en: https://www.youtube.com/watch?v=paU0yFZ-l3E

(2) Otras bandas donde resuena el tema de Rájmaninov como El Peñon de las Ánimas (1942): Rhapsody (1954);  Dead Again  (1991); Groundhog Day (1993); o Ronin (1998).

(3) Citado en Bernard Foccroulle, “La música y el nacimiento del individuo moderno”, en El nacimiento del individuo en el arte, Nueva Visión, Buenos Aires, p.37.

(4) Ibid., p. 44.

(5) Enrico Fubini, La estética musical desde la Antigüedad hasta el siglo XX, Arte y Música, Alianza editorial, p.187.

(6) Philip Glass, fuera de la música del cine, es también prolífico autor. Por ejemplo, su obra Itaipú es especialmente recomendable por su potencia coral como medio de expresión de la emoción, inspirado en la fuerza del río Paraná que fluye en una de las represas hidroeléctricas más grandes del mundo, en la frontera entre Brasil y Paraguay.

(7) E. Fubini, op, cit, p. 278.

(8) A las ideas de Max Sheller les dedicaremos algún artículo en el futuro.

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