Las nueve décadas fructíferamente vividas de la narradora, cronista y dramaturga venezolana Elisa Lerner (1932) han sido motivo de reciente celebración, en un proceso de relectura y revisitación de una obra con un sitial importante dentro de la producción venezolana de los últimos dos siglos. Títulos como Vida con mamá (teatro, 1976), Yo amo a Columbo (ensayo, 1979), La señorita que amaba por teléfono (novela, 2016), Sin orden ni desconcierto. Homenaje pospuesto a Virginia Woolf (crónicas, 2022) son prueba sensible de su versatilidad y resiliencia para trazar el mapa de lo que Venezuela es y ha sido, y los textos consignan con ironía e inteligencia, desde la pluma siempre aguda de esta autora para quien el brillo resulta ser siempre apariencia.
Aquí los objetos, seres y modos de ser se abordan por el punto donde solo es posible la rotura, algún descosido que nos muestre el forro de las cosas. Incluso situaciones o acciones de un muy comprobado glamour se desgarran en canal cuando el lenguaje de Lerner interviene la hechura precisa. Y de esa brecha ella hace siempre uso para describir un itinerario y embastar, con un hilo propenso a desbaratarlos, temas diversos donde la facilidad (¿fragilidad?) para rasgarse provendrá de la óptica tan improvisada (tan latinoamericana) de la idiosincrasia nacional y desde la cual la autora los acomete.
No en vano su literatura es una literatura del sub; circula por debajo de la otra, la que busca trascender a fuerza de eclipsar el mundo con cursos y recursos de estilo, con el impacto de la ficción o la arrogancia de la biografía. Aunque ello no significa que esta sea una literatura sin pretensiones (¿no nos borra pues al mundo, a la Historia, la sospechosa autosuficiencia de nuestros pueblos?). Su trascendencia reside justamente en esa facultad para moverse entre el desorden y la desorganización (aun de lo aparentemente impecable), en las estrecheces del ser latinoamericano donde, en el empeño por olvidarla, se ha ido acumulando la basura que nadie reciclará nunca. Sucio que Elisa Lerner recupera y a puñitos coloca frente al lector a fin de que no haya más remedio que verlo para poder sortearlo.
País provisional, desmantelable y rearmable entonces (Venezuela empieza siempre mañana. ¿O es que alguien ha escuchado acaso la frase “por segunda vez” para algo?) que ha sido abordado por la autora desde lo diario y el diario. Inmediatez e intimidad prefiguraron en Una sonrisa detrás de la metáfora (1969) y Yo amo a Columbo, por ejemplo, un mundo donde lo que se anticipaba era la inminencia del revés como país petrolero. Algo parecido a la negativa, muy prepotente también, de las autoridades a renegociar la deuda externa y reajustar la paridad del bolívar con respecto al dólar en 1981. Primera advertencia que avizoraba una clara situación de crisis en el corto plazo, llevando a una escalada de precios, hiperinflación, pérdida de poder adquisitivo de la moneda y descontento generalizado en el largo plazo, con las consecuentes manifestaciones contra el gobierno popularmente elegido, hasta el punto de eternizar en la presidencia a un coronel golpista y a sus acólitos, lo cual significó el fin de Venezuela como nación democrática y soberana.
Carriel No. 5 (1983), donde me detendré particularmente, maneja todos estos registros, ya no partiendo de lo circunstancial de un film, libro o incidente foráneo, ni de la referencia a exposiciones, obras teatrales o episodios políticos locales, sino desde el modo como ciertas minorías enfrentan diariamente la domesticidad del país mismo. “Un homenaje al costumbrismo”, subtituló la autora este libro. Una apología a la costumbre podría también apuntarse, pues lo que aquí realmente magnifican sus recuerdos son las características que ella considera propias de la conducta de dos grupos sociales muy específicos, atribuyéndoselas e ironizándolas al describir el posible comportamiento que los condiciona. Esto es, el ser judío o/y homosexual, utilizando para ello el recurso de tomar el lugar de quien se confiesa.
Y si en Yo amo a Columbo ya nos había ofrecido el producto (la manifestación) de una —al decir de José Balza— muy discreta vida privada, Carriel No. 5 describe como itinerario, una Caracas en la cual esa doble condición marca los textos doblegándolos a la historia personal de quien los actúa y se verifica en ellos, desde una amargura que la palabra destila bajo una incisiva ironía, lo cual es obra de una muy vasta soledad. Vasta: adjetivo frecuente en la obra de esta escritora. Cualidad para denotar los espacios amplios y posibles de someter, solo con el apretujamiento que les impone una multitud, o con el lenguaje que quien escribe crea para intervenir una cuartilla, donde el yo personal y el del otro se funden dramáticamente. No por azar Lerner ha escrito también teatro —La bella de inteligencia (1960), En el vasto silencio de Manhattan (1961), El país odontológico (1966), El último tranvía (1984)— y maneja consecuentemente las claves para condicionar la representación.
Cuando en algunas de sus crónicas calificaba como “triste” al amor homosexual y atribuía al judío la particularidad de ser el pueblo más solitario del mundo, se intuía en el lenguaje y la resistencia a narrar en primera persona, la intención de conservar una cierta distancia con respecto a las observaciones que entonces esbozaba sobre ambas minorías. El tiempo, la madurez nos entregaron aquí a una Elisa Lerner más audaz, al manejar aquella pronominal primera persona, con la misma soltura con que se desnudan las mujeres de sus diálogos: “—La mujer no quiere al hombre que la viste. La mujer quiere al hombre que la desviste./ —Pero, en la actualidad, ¿quién desviste a la mujer si, previamente, está desnuda?/ —En estos días ella se desnuda a sí misma y no espera que ningún hombre venga a ayudarla. El mundo del trabajo la ha enseñado a ser pragmática, eficiente. Solo las mujeres dependientes, perezosas, torpes, tardías de movimiento estarán a la espera del hombre que venga a desnudarlas”. (…) —¿No albergas la esperanza de que un macho pueda, aún, hacerte una proposición? —¿Cómo saberlo? —Facilísimo. Cuando una mujer es deseada —¿tienes veinte, tienes treinta años?—, los hombres hablan un lenguaje mudo pero elocuente. Cuando se da el raro caso de que una mujer venezolana sea deseada después de los treinta, el hombre lo expresa en seco lenguaje verbal: —‘Sí, sí, vámonos al hotel’/ —Que yo sepa, el hombre no hace uso de lenguaje alguno, porque ya no propone (no desea)”. Sin embargo, si bien tales observaciones son aquí centro, y le llegan al lector con mayor desenfado, adolecen de una superficialidad proclive a la risa fácil, cuyo tratamiento por parte del escritor exige siempre la metamorfosis gradual en mueca, a fin de mostrarlas en toda su intemperie.
Por eso, cuando leemos “Julio, mi chévere hermano” y “Solitario cassette”, textos donde el lenguaje gira en torno a la homosexualidad como eje, vemos que Elisa Lerner únicamente alude al estereotipo: de mediana edad, solo o en pareja, entre paredes azul celeste y sofás con cojines de plumón donde acomodar ciertas tardes de visita el cuerpo, y suavizar así la línea tan barroca que la inventiva de otros pueblos habría dado a una muy cara, carísima, taza de té. Ello, desde el ángulo cinematográfico y en la línea de películas como The Staircase (1969) de Stanley Donen y The Boys in the Band (1970) de William Friedkin, aproximando entonces los textos más a lo imitativo y repetitivo del kitsch, que a la estrategia irónica y de apertura del camp donde la primera regla es el rechazo a cualquier forma de gueto.
Y es que el paso del tiempo donde se ha logrado una articulación mucho más realista de la cultura gay, pese a estar nuevamente hoy en línea de fuego dado lo excluyente de sociedades antaño más inclusivas, ha llevado a un espectador abierto a comulgar preferentemente con el narcisismo y la ambigüedad de The Devil is a Woman (1935) de Josef von Sternberg, la teatralidad de Rainer Werner Fassbinder en Die bitteren Tränen der Petra von Kant (1972), o la simplicidad de Arthur Hiller en Making Love (1982), para las cuales frases como estas constituirían todo un anacronismo: “—¿Para quien crees tú que son las cenas? Para los homosexuales, querida, que son los únicos, o casi los únicos venezolanos que comen refinadamente y con placer”. (…) “Hoy la moda es una nostalgia homosexual”. (…) “La liberación femenina para nosotros… nosotras… tiene que significar que se nos reconozca nuestro status femenino. Somos mujeres, caramba. Mujercitas como diría, amablemente, Louise M. Alcott”. (…) “Me pareció lindo salir en la crónica social hasta los treinta, A los andróginos les gusta aparecer en la crónica, cumplidos los noventa”. Algo que evidencia una frivolidad puesta a ahogar la natural precisión e ingenio del humor Lerner, perdiéndose en el camino a la autora y cayéndosenos el personaje, cuyos antecedentes le han dado veracidad y un muy bien calculado peso específico ponderado, por ejemplo, en las palabras del Gabriel de La revolución (1971) de Isaac Chocrón. “Todos fuimos bellos al principio —incluso Eloy. Fuimos bellos y deseados. Esa era la maravilla de ser joven: que uno es deseado. Y luego, sin a veces darnos cuenta, todos nos convertimos en algo semejante a mí”.
Y así como tal confesión deja solo al autor con su página, al ciudadano con su obra, que es el cuerpo que pasa y ese mismo autor intenta retener con su única arma, la memoria, idénticamente “El suplicio de una madre” hará diana en el otro asunto destacado en Carriel No. 5, lo judío. Pero la saeta, aunque rozará el centro no se clavará, pues el tratamiento de esa soledad máxima, que tan categóricamente confirió una vez la autora al pueblo hebreo, carece también aquí de la penetración con la cual escribió, pongamos por caso, “Pánico y negocio en los judíos” o “Cómo ser una ‘idische mame’”. Si bien para esta observación, tampoco será válido el argumento de afirmar que ella no se considera escritora sino una gacetillera. La culpa deberá achacársele mejor al abandono temporal de ese espejo secreto que estimula el recuerdo (“En ocasiones, mi memoria es un espejo sucio —y me atrevería a decir— descuidado”). Desatención que afortunadamente se repara en los “Ocho recuerdos de infancia”. Lógico; lo precario del país, la soledad particular —pero no monopólica— de aquellas dos minorías se agolpan, como en los films de Alain Resnais, en un presente biográfico donde el tiempo deja de existir y al escritor únicamente le es dado errar entre lo vivido.
Nadie como Elisa Lerner entonces para mostrar el país desconocido para quienes nacieron a partir de la instauración de la democracia fundacional y ayudar a las nuevas generaciones a comprender el que les pertenece ahora, cuando de aquella democracia apenas quedan girones desperdigados al viento de una tierra invadida y devastada. El “Carriel Sanjuanero” mantiene, así, el nivel de sus mejores crónicas dedicadas a la memoria, cual estadio donde la literatura se vuelve peligrosa pues pone al lector a pensar; lo único bueno en una época tan desesperanzadora como esta. Porque no debemos olvidar que Lerner escribe para seducir y la seducción es lo único que —parafraseando a Jean Baudrillard— siempre queda de “destino, de reto, de sortilegio, de predestinación y de vértigo, y también de eficacia silenciosa, en un mundo de eficacia visible y de desencanto”.