Nuestras vidas son un segmento infinitesimal en la vasta escala de tiempo de la humanidad, y durante ese brevísimo lapso coincidimos con personas de toda índole, algunas de ellas extraordinarias. A menudo cruzamos nuestra existencia sin mayor conciencia de ello. Podemos estar veinte años al lado de alguien sin que apenas nos percatemos de que somos eso: un estornudo vital. Solo cuando se ha marchado entendemos la brevedad de la vida. Deseamos entonces que hubiese habido un después, y en dicho anhelo está la constatación de que hemos desperdiciado el antes. Vivir en la claridad de comprender que este minuto —justo este en que me lees— es irrepetible y por tanto único constituye la clave de una serena hondura existencial.
Ya he dicho en otras ocasiones que habitamos un tiempo líquido en el que nuestra relación con los demás también se licúa. A menudo vivimos entre el aturdimiento y la distracción, por consiguiente, queda poca atención que prestar al otro, fuente inagotable de nuestras dichas e infortunios y el único destinatario racional de lo que somos. En medio de este caos, precisamente, nos perdemos el ser de quienes nos acompañan. Estamos tan ocupados en hacer y parecer que olvidamos el ser y el perecer. En estas condiciones, la vida es un viaje a solas.
Hay un modo de evitar la soledad existencial: mirar con atención al otro en el momento presente. Al hacerlo, nos implicamos en la condición humana. Por cierto que los sentimientos no se actualizan en el ayer o el mañana, solo en el hoy, y ello constituye la base de eso que los psicólogos llaman realización. Con frecuencia la gente cree sentirse realizada si ha comprado un auto, una pluma costosa o una casa. Sin duda alguna que sí: hay un grado alto de satisfacción en lograr las metas materiales que nos trazamos, pero nos realizamos cuando somos capaces de experimentar un sentimiento en la actualidad del ahora.
Se puede sentir algo por un objeto, por ejemplo, cuando le atribuimos un significado especial, un valor sentimental, pero solo las personas pueden otorgarnos el retorno de un sentimiento y la abstracción del mismo bajo una razón de ser. La dimensión afectiva del hombre se completa y adquiere sentido en la otredad.
Decía que en este breve viaje que es la existencia tenemos la fortuna de ir acompañados por algunas personas. A cada cual corresponde la cercanía de una pequeña constelación terrenal y, sin embargo, no pocas veces insistimos en ser astros solitarios. La esencia de la condición humana es la pluralidad. Fuera de esta aquella se empobrece al extremo de hacerse insoportable. Surgen así los decadentistas y apocalípticos. No hay modo de que la vida sea placentera si se la vive mirando con extrema gula al yo. El placer de vivir está en los otros, no en nosotros.
Lo cierto es que, lo queramos o no, viajamos en enjambre. Ser capaces de oír el zumbido de todas las alas por encima del propio es un ejercicio de relatividad existencial, muy útil cuando habitamos un tiempo de absolutos existenciales. Hoy se habla mucho de conectividad y relaciones humanas, pero yo estoy aludiendo a algo más profundo, estable y duradero: la implicación humana, esto es, complicarnos la existencia propia con la del otro y sus circunstancias. No se trata de tener muchos seguidores en las redes sociales y pasarse el día publicando en ellas. El asunto es calzarse el sombrero y salir a la calle a tocar la puerta de alguien que nos necesita.
Personalmente estoy convencido de que vivimos un tiempo de evasiones. Pasamos el día concentrados en nuestros aparatos, conectados con cientos o miles de personas, pero sin tocar fondo. Toda esta tecnología sirve y es maravillosa a fin de profundizar la relación con el otro, solo que pocas veces lo hacemos. Comúnmente elegimos ser surfistas. El buceo existencial asusta porque la hondura de las relaciones humanas atemoriza: exige un compromiso que la liquidez de nuestra era no nos permite. Bauman nos diría que aquellas deben ser lo suficientemente frágiles como para poderlas quebrar cuando nos convenga. Así se nos va lo mejor del viaje.
Olvidamos, eso sí, que la última etapa de esta expedición vital casi siempre es solitaria. Los otros dejan de estar. Quizá se hallen postrados en cama lo mismo que nosotros, encerrados en sus casas, no pocas veces olvidados por quienes un día fueron destinatarios de sus afectos y desvelos. Salvo algunas excepciones, la vejez es otro nombre para la soledad. Entonces queda la memoria de los días idos, el recuerdo del zumbido del enjambre —si atendimos a él— y esa sonrisa, senil y misteriosa, que se dibuja en los labios de los ancianos cuando miran al vacío final del viaje.