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Adrian Ferrero

El universo pictórico de Silvia Herrero: entre la felicidad y el desconcierto

La pintora argentina Silvia Herrero nació en Villa María, Córdoba. Vive en Longchamps, Buenos Aires. Desde 1999 realizó más de 30 muestras colectivas, entre ellas Salón De Arte Contemporáneo, Arte Internacional en Galería de las Naciones en CABA, Centro De Arte Contemporáneo de Rosario, Galería Sol Victoria, Entre Ríos, Arte Contemporáneo MACA en Adrogué (Argentina) Hotel Praktik Metropol, Galería Ulmacarisa, Espacio Argazuela, I Encuentro WAG SPAIN, Goyart Gallery, todas en Madrid, Galería Montjuic de Barcelona, Galería Crearium de Monzón, Cámara de Comercio de Granada (España), Castillo Museo de Kaunas (Lituania). Con el Movimiento Internacional Neutral – Ism realizó junto con artistas elegidos de todo el mundo muestras en el Mediolanum Museum de Padova, Palazzina Azzurra de San Benedetto De Tronto, NeutralIsm –Museum de Nereto, Alba City Gallery de Alba Adriática (Italia), y Ca l’antiga enTeià, Barcelona(España). Ha realizado muestras individuales en la Galería Bowen de Bilbao, España, Galería Arte Urbano de Ciudad de Córdoba, Casa De Cultura , Almirante Brown, Buenos Aires, y Museo Caraffa, Córdoba. A lo largo de su carrera ha ganado premios y menciones por sus obras en dieciocho salones. Una de sus obras ha sido elegida como portada del libro de poemas “Pólvora de paz”, de Alvaro Olmedo

Las pinturas de la artista plástica argentina Silvia Herrero, de trayectoria internacional, como se habrá podido apreciar, tienen la infrecuente virtud, cuando las contemplamos, de trabajar a partir de lo inesperado. El origen de la belleza reside en el lugar menos pensado pero siempre con perspectiva de conjunto, por más que por aquí y por allí se distingan de manera insular formas o figuras sugestivas que, aun así, interpretadas a través de nuestros ojos y de nuestra particular intelección se identifican de un modo singular: el que les atribuyamos. En las pinturas de Silvia Herrero, puede que por aquí y por allí seamos capaces de distinguir figuras que creemos (y solo creemos) reconocer no por su fisonomía, simplemente como se trata de las partes de un todo mayor que se independizan pero a la vez preservan su identidad en el seno de la tela. Sin embargo, Silvia Herrero ya ha previsto la instancia del acercamiento visual del espectador, calculándola. En tal sentido, su ojo es el test perfecto para pensar en sus espectadores, en las personas que también se detendrán en su pintura. Ella deberá ser más astuta y más aventajada a la hora de pintar para devenir una pintora exigente, lo que de hecho es. Por otra parte, los sorprendentes títulos generan un diálogo implícito y explícito a la vez, en contrapunto entre palabra e imagen, pintura sobre palabra, que no es jamás el previsible. Más bien resulta inquietante, desconcertante, insospechado, heterodoxo, sutil, gratificante, llamando a la curiosidad. .Pero jamás se trata de un ejercicio convencional. Sus trazos, que van del negro al rojo, del rojo al azul o el blanco, nos dejan sencillamente pasmados, en primer lugar, luego absortos frente a la contemplación de dicha alquimia. Hay un cierto tipo de mirada que propician estos cuadros. Me refiero a que actúan del mismo modo en que lo hace la figura retórica de la metáfora, una metáfora no concreta sino abstracta (más sugestiva aún). Y que en este caso actúa de modo instantáneo: cruza sentidos, generando algo completamente nuevo. Cruza significados produciendo un lenguaje estético completamente novedoso.

Simultáneamente, las series o álbumes juegan con la afinidad más que con la similitud. No pretenden más que producir el máximo de sentido con una economía de recursos que no abigarra el lienzo. Esta afinidad establece un juego consistente en buscar lo que jamás sabremos si hallaremos: las correspondencias, un lugar en una serie.

En el caso de las creaciones de Silvia Herrero, se trata de decir lo justo. Ni más, ni menos. Lo adecuado, lo oportuno. Pero también de decirlo de un modo sobrio, elegante y eficaz. No hay excesos aquí. No. Está todo perfectamente calibrado para que entre el cuadro imaginado (la representación mental que lentamente comienza a descubrirse, a descorrer el velo de sus formas en la medida en que se lo pinta) y el cuadro realizado no exista un hiato que separe la imagen mental (elaborada) de la representación pictórica (según una estética de la errancia, porque se trata de estímulos que no remiten a la parálisis, a la quietud en términos generales). Se la presiente una pintora muy presente en sus pinturas, según una estética del detalle, en virtud de la cual su mirada no deja nada abandonado al azar.

El hecho de que se trate de pintura abstracta no constituye un dato menor. Nos permite contemplarnos en ellas como en un espejo: ver lo que queremos ver o lo que seamos capaces de ver (en todo caso). Hay una particular inminencia en los cuadros de Silvia Herrero. Está a punto de acontecer la pintura aunque de hecho ya ha tenido lugar.

Yo no soy un crítico de arte, no podría serlo porque carezco de la formación para un estudio de tal profesión realizado con idoneidad y técnicas, pero sí puedo interpretar mediante una lectura de escritor un conjunto de estímulos visuales. El ejercicio del crítico de arte supone como primera medida una capacidad para la apreciación (no solo de la mirada), motivo por el cual estas notas tan solo aspiran a devolverle, a restituirle a Silvia Herrero las infinitas formas bajo la cuales sus obras me han provocado una conmoción, un temblor, un shock, difícilmente olvidable. Producto de sus espléndidas, esquivas creaciones. Porque hay un “efecto Herrero” que no juega con el humor o los estados de ánimo excesivos. Más bien estamos frente a una pintora económica que mide cada trazo, que cuidadosamente administra su arte con armonía (lo que no es sinónimo de que sus cuadros necesariamente sean apacibles, algunos son como tornados o potentes ráfagas de invierno). Y entre esos trazos que a mí se me antojaban un mar encrespado y la definición que a cambio dictó la artista con su título, ella dio un paso más allá. En efecto, fue diferente, audaz desde el punto de vista del universo de los significados sociales, irreverente pero también de una infinita serenidad. Porque en los cuadros de Silvia Herrero no encontraremos nunca sensaciones abruptas, tensa, sino más bien una tela que llama a un cierto sosiego, por más que en ella arda una luz ardiente e incandescente (pienso en el fuego) o la sospecha de una tragedia metaforizada en dos trazos maestros. Y es precisamente allí donde se juega el arte de la percepción. Con sus títulos tiene lugar entonces la función de anclaje, diría el semiólogo, crítico y escritor francés Roland Barthes: el lenguaje fija por fin un sentido en el marasmo del cuadro a solas, antes eran múltiples, porque llamaban a una connotación infinita. Es entonces cuando de pronto se especifica, se aclara, se vislumbran nuevos sentidos, encaminados por sus palabras que efectivamente especifican, circunscriben, acotan, según el modo en que ella sugiere (porque simplemente invita a que nos sumemos merced a lo plural de esas formas, de esos trazos, de esos colores. Y este conjunto que un espectador detecta (que ella ha previsto con astucia) en ocasiones remite vagamente a objetos o paisajes de la realidad empírica, morosamente. Trazos y formas que en virtud de la polisemia, lo dicen todo.

Es un arte que no invita a las palabras sencillamente porque invita con cortesía a la contemplación en la que están ausentes los conceptos racionales. Más bien, en todo caso, desata cadenas asociativas. Una contemplación unánime que no descansa, que es perdurable, porque nos retiramos de ese lugar de espectadores bajo el efecto, bajo el impacto de un contacto intenso que nos produjo la pintura quedando inscripta en nuestra retina, en nuestro sistema perceptivo. Es por ese motivo que sus cuadros son sencillamente inolvidables.

En resumen, diría entonces que el modo en que Silvia Herrero titula a sus pinturas desplaza su significado literal (quiero decir: echar una primera mirada en busca de lo que un conjunto de trazos vagamente sugieren a partir de un primer contacto con ellos) para introducirnos en su universo estético, desplazado, corrido, en diagonal. El anclaje desconcierta entonces más aún porque forma parte del efecto de extrañamiento que produce la obra misma y su definición bajo ese título. El anclaje puede llegar, incluso, a ser paradojal y desacomodar, desplazar al espectador del sitio confortable en el que se encontraba sosegado, uno en el que se pensaba plagado de certezas. Y en este juego (que es en vaivén: de los colores y formas hacia la síntesis y condensación de un título y viceversa) según el cual Silvia Herrero despista al espectador, lo moviliza, dinamiza sus sensaciones, lo sacude ligeramente, no de modo abrupto, no de modo brusco o agresivo. Mucho de ello tiene que ver con sus asombrosas palabras que se sitúan allende los bordes. Invita, entonces, a magnitudes ilimitadas. Estos títulos que, puestos en ese sitio, polisémicamente convidan a trazar hipótesis respecto de qué significó para ella pintarlos o, en todo caso, mostrarlos públicamente, para nosotros, sus receptores. Pero más aún: ¿qué significó en la soledad de su atelier durante la lenta, paciente, morosa, ceremonia del alumbramiento, la rectificación, la ratificación de los matices, en la medida en que pintar consiste en ir descubriendo una serie de imágenes, plasmar otras, al mismo tiempo que uno va identificando eso que quería pintar pero también eso que irrumpió como un foco de interés para consagrarnos a sus contornos y sus colores.

Observamos estos cuadros en estado de gracia, lo que vale por decir, en un estado de mágica felicidad y de inocencia. Con cada cuadro volvemos a nacer a la percepción. Dichoso el espectador entonces que manifieste asombro, el fin último de este arte a mi modesto entender según Silvia Herrero.

Y cuando digo que como espectadores quedamos fuera de lugar, es porque nos reflejamos en el cuadro como en un espejo desordenado, vemos lo que al fin y al cabo solo somos capaces de ver. Pero estos cuadros tienen la infrecuente virtud de decirnos muchas cosas, en una proliferación indetenible de significados de naturaleza sugerente. Esto es: los cuadros de Silvia Herrero, teniendo en cuenta su naturaleza abstracta, no especifican figuras sino que abren el ancho mundo de los signos (con todos sus atributos) hacia infinitas combinaciones y posibilidades. Y en este impulso que sus pinturas promueven, que van del lienzo a nuestra mirada y de nuestra mirada al lienzo para de allí abarcativamente captar la noción de universo, el espectáculo resulta definitivamente sobrecogedor. Es entonces cuando llega el momento del agradecimiento de un espectador, profano o experto. Por la felicidad, por la dicha de sus pinturas, que afectan tanto a la emoción como al mundo magnífico de las ideas.

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