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En el mercado fenicio: el tránsito de la vida y la escritura

Cuando te encuentres de camino a Ítaca,
desea que sea largo el camino,
lleno de aventuras, lleno de conocimientos.

Constantin Cavafis. “Ítaca”.

Viajar. Una de las nociones fundacionales de la cultura occidental (me atrevería a decir que de la cultura, sin distinciones) “reposa” en la idea del viaje. No sé si Homero lo sabía, me gusta pensar que sí: la literatura occidental ha estado rehaciendo constantemente su poema.

Partir y parir tienen, en latín, la misma raíz etimológica. Nacer es un viaje, viajar una forma de nacimiento. En ambos casos damos muerte a cíclopes y aprendemos a ser Nadie; los lestrigones nos encadenan, Circe nos retiene en una isla y nos prepara para la bajada al inframundo. Todo el tiempo bebemos vino. El provenzal viatge, de viaticuum, habla de aquello con lo que nos alimentamos en el camino. El inglés travel, del latín tripalium -un instrumento de tortura romano- comparte origen con travaglio: viajar y vivir es estar sometido a pruebas, implica pasar trabajo. Pero algo allí también nos alimenta, una serie de paisajes desfilando ante nosotros, los altos que hacemos, los personajes que encontramos. Si no no hay viaje, si no no hay vida. Y también la escritura es un viaje, tiene un tiempo  para su hechura, tiene monstruos y magas, se recorre un camino.

La tradición de la literatura de viajes, en Occidente, es casi tan antigua como la escritura misma y recoge obras diversas: desde los diarios y las crónicas de los conquistadores, Las aventuras de Alicia en el País de las Maravillas o novelas donde el viaje es una experiencia menos literal. Todo lo que implica el trinomio partir-viajar-volver se conecta con la hodopórica (1). A diferencia del héroe épico -cuyas pruebas estaban siempre en afuera- el héroe moderno enfrenta a los monstruos de su interior. Para todos, la transformación antes de volver a casa. La tragedia de Gregorio Samsa es, tal vez, no poder regresar a su estado original. Viajar, vivir, es transformarse. Aquello que creímos conocido, nuestro yo, se escinde; el viaje es deconstrucción y reconstrucción.  Escribir y leer lo mismo: uno se pone a prueba ante ello, se deshace y rehace.

Todo el que ha viajado, alguna vez, sabe que se regresa siempre siendo otra persona. También todo el que escribe o lee. El enfrentamiento a lo desconocido necesariamente nos reconfigura. Viajar es enfrentarse a un ritual de iniciación: estados de separación donde un estado se deja atrás y se re-nace a una nueva forma. Y ese renacimiento es, también, una vuelta a uno mismo en la cuál somos -paradójicamente y para decirlo con Heidegger- arrojados al mundo. Un ciclo que parece repetirse hasta la muerte, lo por excelencia desconocido. Un niño haciendo rodar su aro, el mágico círculo que envuelve a Zaratustra. Vivir es lo mismo y el viaje es también metáfora del estar vivos. Incluso cuando se es Gregorio Samsa, cuando uno amanece convertido en insecto.

Y no se trata de misticismos. La reconfiguración de La Odisea, incluso en las versiones más vanguardistas, no hace sino trabajar un el sustrato mítico que -queramos o no- sigue acompañando a las construcciones culturales que históricamente nos acompañan y que no terminamos de desterrar. A nuestra época no le gustan los esencialismos, le tenemos miedo a la palabra mito aunque sólo implique contar un cuento y contarlo de distinta manera. El mito no es sino metáfora de lo que sucede, afuera y adentro y no en vano viaje y literatura son casi paralelos  desde siempre: una dupla que va desde La Epopeya de Gilgamesh y se continúa en Dante, Rabelais, Salgari, London, Hemingway, Conrad, Ungaretti, Calvino, Yourcenar, Tolkien, García Márquez, Borges, Woolf, Carpentier y una interminable lista de escritores. Eso debe tener un sentido que no roza lo azaroso.  Tal vez que la literatura no es sino la vida por escrito y vivir es viajar. A veces eso se mezcla con el viaje literal y nos vamos a La India o nos montamos en el Transiberiano y la estepa nos traga o hacemos el recorrido de los cafés de las películas de David Lynch y comemos tarta de cereza y llevamos un diario. Pero, aunque no nos movamos nunca de nuestra ciudad, de la cuna a la tumba hay  tránsito y este tiene, a su vez, otra serie de tránsitos menores.

En medio de todo, la nostalgia: el regreso a la luz y el dolor por ese regreso, que son las dos lecturas posibles de un término que -como tantas otras cosas en nuestro idioma- heredamos del griego. Retornar a Ítaca es haber edificado una identidad. Kavafis nos pedía que  demoráramos en llegar, que disfrutáramos de puertos y finas especias; pedía que no temiéramos al colérico Poseidón. Ítaca es el fin, el cese. Primero la aventura, la iniciación pues, de todas formas, siempre llegaremos a alguna parte. Y donde habíamos pensado encontrar algo abominable, encontraremos un dios; y donde habíamos pensado matar a otros, nos mataremos a nosotros mismos; y donde habíamos pensado que salíamos, llegaremos al centro de nuestra propia existencia; y donde habíamos pensado que estaríamos solos, estaremos con el mundo (2). Y como el viaje, la escritura requiere paciencia, requiere paradas, erotismo.

Icemos, entonces, velas. Paremos en los mercados fenicios y compremos preciosas mercancías y perfumes sensuales. Luego, si es posible,  escribamos sobre ello.


(1) Término del italianista Luigi Monga para clasificar la literatura de viajes.

(2) Joseph Campbell. El héroe de las mil caras. p. 30.

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