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esteban ierardo

El telescopio espacial Webb, y entre nuestro mundo y el universo

El telescopio espacial James Webb, el más poderoso de la historia, se apresta a captar imágenes del universo. Su lente ultrasensible registrará la luz de las primeras estrellas en la honda y fría oscuridad cósmica. Tres décadas demandó su construcción, 10.000 millones de dólares su costo. Despegó en la última navidad de 2021.

Como es habitual, la mejor visión del universo deja a muchos perplejos e indiferentes. ¿Por qué el interés en sofisticados ojos astronómicos que flotan en el espacio en pos de lo muy lejano, cuando lo más importante es mejorar la condición humana aquí en la Tierra? Sin embargo, podría postularse que la mayor sofisticación en el saber sobre las estrellas hace, por constraste, más inaceptables nuestras primitivas injusticias en el siglo XXI; cuanto más de cerca contemplamos los exoplanetas y las nebulosas, más intolerable es la contraposición entre el humano creador de telescopios hiperpeceptivos y el manipulador de su propia especie y agresor de su casa planetaria.

Y el telescopio pronto a iniciar su exploración del cosmos es también parte de la historia del aumento de la percepción visual del sapiens; de la evolución del ojo del cuerpo mediante su ampliación técnica por las prótesis de las vistas telescópicas o microscópicas. El telescopio espacial Webb (1) se enfila hacia las estrellas desde un proceso doble y paralelo. Por un lado, el paso del ojo natural al tecnológico; y, por otro lado, las trasformaciones en los paradigmas del universo observado desde tiempos ancestrales.

Si el telescopio Webb nos acercará a un universo expansivo es porque la concepción astronómica actual es consecuencia de mutaciones cosmológicas anteriores y esenciales: del sistema geocéntrico al heliocéntrico, del universo newtoniano de la gravitación universal al cosmos nacido de una gran explosión y en expansión constante.

Por eso, atravesaremos el doble proceso de evolución de los paradigmas del universo y de aparición del ojo telescópico para, al final, volver al telescopio ahora suspendido en el espacio sideral de cara a la selva de estrellas (2).

El atardecer murió. El Sol se apagó entre nubes y montañas nevadas. La pareja abrigada en piel de mamut encendió el fuego.

La noche moteada de estrellas brilló en la bóveda.
Antes de ser vencidos por el sueño, por largo tiempo, los humanos observaron las luces lejanas.Por el tanto ver imaginaron otros paisajes entre los astros:

un bisonte con vértices de llamas;
o un cazador que arrojaba su lanza;
o, con su arco, una flecha sobre
un mamut de hielo y cólera.

Al proyectarse al espacio nocturno, el humano intuyó que su espíritu desborda a cada momento sus límites corporales.

La astronomía nació como observación a simple vista.

Cuando el sapiens empezó a ver el cielo mezcló tres coordenadas: lo dado, lo imaginado y lo pensado. Desde los inicios, el cielo dado y percibido se mezcló con lo imaginado y proyectado sobre las estrellas; y con lo que se pensó sobre la naturaleza del propio universo desde la antigüedad en India, China, Egipto, la América precolombina o Grecia. Visión del todo compuesta desde un trasfondo mítico, religioso, filosófico y científico.

En sus comienzos, la astronomía no era claramente separable de la astrología, ni de las cosmogonías, de los relatos míticos que imaginaban el origen de las cosas, ni de las predicciones ni tampoco de la observación de los ciclos en la propia naturaleza. Los cambios estacionales y climáticos relacionados también con el sol y la luna, eran relevantes para la caza, la recolección, la supervivencia. En Sajonia, se encontró el disco celeste de Nebra, de 3600 años de antigüedad, que sería la representación más antigua de la bóveda celeste. Muchas construcciones megalíticas, como el círculo de Stonehenge, fueron seguramente observatorios impregnados de ritualismo religioso. Los chinos dividieron por primera vez el cielo en constelaciones; y en Europa, dichos agrupamientos estelares, relacionados con el movimiento anual del Sol, se las llamó constelaciones zodiacales.

Y entre los presocráticos, en la antigua Grecia, en el siglo VI a c, cobró entidad el paradigma geocéntrico. Los griegos educados aceptaron el modelo de la Tierra en el punto central de todo y con forma esférica (forma sugerida por Pitágoras a través de la observación de los eclipses). Platón y Aristóteles robustecieron el modelo geocéntrico. Para el pensador de La república, estrellas y planetas giraban alrededor de la Tierra. Los cuerpos celestes en cuestión eran la Luna, el Sol, Venus, Mercurio, Marte, Júpiter, Saturno, y las estrellas fijas. Desde las matemáticas, Euxodo de Cnido impuso el principio de que los cuerpos celestes se desplazaban en movimientos circulares uniformes. El cielo es ámbito de los dioses, es lo divino, eterno, perfecto; lo que corresponde a esas cualidades superlativas es el círculo, el movimiento circular, regular, perfecto.

Aristóteles partió de Eudoxo. Alrededor de la Tierra esférica, centro de un universo también esférico y finito, se movían los cuerpos celestes visibles. Dichos cuerpos eran acompañados por esferas trasparentes y cristalinas. Esferas compuestas de éter, una sustancia incorruptible. Las velocidades regulares de las esferas permitían la revolución de los cuerpos celestes alrededor de la Tierra.

Las estrellas se encuentran mucho más lejos de lo que suponían los griegos. Por eso, no detectaron el paralaje estelar, el movimiento de las estrellas fijas. Este movimiento fue demostrado recién en el siglo XIX.

Pero lo que sí ya habían advertido los antiguos eran las trayectorias errantes de Venus y Marte, su movimiento a veces hacia adelante, y otras hacia atrás; esto junto a los cambios de claridad de los planetas por un aparente aumento de las distancias, cuestionaba el modelo de los movimientos circulares regulares. En el siglo II dc., el astrónomo helenístico Claudio Tolomeo, de Alejandría, autor de El almagesto, intentó salvar la regularidad del movimiento planetario. Para esto acudió a epiciclos y deferentes (3). Esto aumentó la complejidad del sistema que, en muchos casos, no se correspondía con las observaciones.

De todos modos, el modelo geocéntrico aristotélico ptolemaico fue el paradigma cosmológico aceptado por los astrónomos europeos y musulmanes durante un milenio.

En tiempos de la contemplación aún pre-telescópica, la edad media mostró estricta fidelidad a Aristóteles y Ptolomeo en su representación del cosmos. La Divina comedia de Dante Alighieri versifica el viaje visionario del poeta en un universo de este tipo junto a aditamentos específicamente cristianos. La Iglesia fue guardiana de la Tierra inmóvil, en el centro de un universo esférico y cerrado. Pero el camino hacia las estrellas que escrutará el telescopio Webb empezó a allanarse a partir del siglo XV…

En Cracovia un sacerdote observaba fascinado la noche. Nicolás Copérnico (1473-1543), fue astrónomo, matemático, físico, jurista, diplomático, economista, sacerdote católico. Oriundo de Torún, norte de Polonia, entre 1506 y 1531, escribió su obra principal De revolutionibus orbium coelestium, en la que enuncia su teoría: los movimientos celestes siguen siendo uniformes, eternos, circulares o en epiciclos, pero en el centro del universo está el Sol. Alrededor del astro rey orbitan Mercurio, Venus, la Tierra, la Luna, Marte, Júpiter, Saturno (Urano, Neptuno, Plutón, serán descubiertos muchos después); las estrellas fijas y distantes giran alrededor del Sol; la Tierra ya es pensada con tres movimientos: rotación diaria, revolución anual, inclinación anual de su eje; la distancia Tierra-Sol es muy pequeña comparada con la distancia a las estrellas.

La ruptura filosófica es trascendental: la centralidad jerárquica ya no pertenece a la Tierra y la inteligencia humana sino a la fogosidad solar; es el cambio cardinal del sistema ptolemaico geocéntrico al sistema copernicano heliocéntrico. Copérnico fue consciente de las dificultades que esto podría acarrearle con la Iglesia. Pero murió antes de la publicación de su obra magna. Actualmente, la revolución copernicana es sinónimo de revolución científica en la Europa occidental. Gesto transformador que abre a la modernidad y a una nueva física que derivará luego en Newton.

Aunque Copérnico no lo menciona en De revolutionibus, el gran precursor de la mutación heliocéntrica provino también de Grecia. Nos referimos a Aristarco (310 aC.-230 a.C), nacido en la isla de Samos, en el mar Egeo. Estudió en la legendaria Biblioteca de Alejandría, lugar de reunión de las mentes más preclaras del mundo clásico. Examinó la distancia y tamaño del Sol. Advirtió su mayor dimensión respecto a la Tierra. Arribó así a conclusiones que lo alejaron del sistema geocéntrico. En palabras de Arquímides:

“Aristarco ha sacado un libro…cuya  hipótesis es que las estrellas fijas y el Sol permanecen inmóviles, que la Tierra gira alrededor del Sol en la circunferencia de un círculo…”

Según Plutarco, un contemporáneo de Aristarco propuso procesarlo bajo el cargo de impiedad por poner en movimiento el “Hogar del universo”, o sea la Tierra.

Pero luego de Copérnico, la Tierra ya estaba en movimiento. Era indetenible. Entonces apareció Tycho Brahe (15461601), el gran astrónomo danés, que observó con pasión el cielo nocturno poco antes de la progenie de telescopios que llevarán hasta el Webb.

Brahe se estableció veinte años en la isla de Ven (4). Allí hizo construir Uraniborg, hoy museo, el primer instituto de investigación astronómica. Inventó sus propios instrumentos para medir las posiciones de estrellas y planetas. Poco antes de morir, sus profusos datos observacionales se los entregó a Kepler, el genio alemán a quien invitó a investigar con él en Praga, bajo la protección de Rodolfo II de Habsburgo, Emperador del Sacro Imperio Romano Germánico, gran mecenas del arte y la ciencia.

Para el danés, el Sol y la Luna se mueven en derredor de la Tierra inmóvil, en tanto que Marte, Mercurio, Venus, Júpiter, Saturno, giran en torno al Sol. La inmovilidad terrestre le era sugerida todavía, lo mismo que para los antiguos, por no poder determinar el movimiento de las estrellas, su paralaje, por su gran distancia, y por la falta de comprobaciones visuales directas.

Pero Tycho observó un nuevo habitante del cielo: una supernova en la constelación Casiopea (hoy conocida como SN 1572 o supernova de Tycho). Descubrimiento al que dedicó la extensa obra “Concerniente a la Estrella nueva y nunca antes vista en la vida o memoria de nadie” (De nova et nullius aevi memoria prius visa stella.). La idea antigua de la inmutabilidad del cielo hacía imposible una nueva aparición en la bóveda nocturna. Así, la supernova desacreditaba la concepción pre-moderna.

Cuando Brahe le entregó sus datos del cielo a Kepler, actuaba más allá de sí mismo. En su lecho mortuorio pensó en el futuro. Kepler supo qué hacer con la información del danés nacida de la contemplación amorosa de miles de noches.

Johannes Kepler (1571-1630) conoció las adversidades, las carencias, el frío, la amenaza del hambre. Debió hacer muchos esfuerzos para evitar que quemaran a su madre por brujería; muchas veces, acudió a los horóscopos de la astrología como su único medio de subsistencia; liberó su imaginación en la novela post mortem Somnium, o El sueño, un imaginario viaje a La Luna, una de las primeras obras de ciencia ficción.

Gracias a los datos de Brahe, Kepler finalmente determinó las órbitas reales de los planetas. El estudio del movimiento de Marte lo persuadió de que su órbita era eclíptica, no circular y perfecta. Apeló entonces a la fórmula de la elipse de Apolonio de Pérgamo. Con asombro descubrió que encajaba en los datos observacionales de Brahe. Llegó así a la primera ley del movimiento de los planetas que giran en torno del Sol:

“Los cuerpos celestes tienen movimientos elípticos alrededor del sol, éste está situado en uno de los 2 focos que contiene la elipse” (5).

Mucho se habla de la muerte nietzscheana de Dios en la modernidad, pero poco se advierte la otra muerte que Kepler asumió, aun en contra de sus previas creencias religiosas en cuanto a la perfección divina del cielo. Se sometió a lo observable, lo comprobable. Entonces, sin dudarlo, mató la ilusión de las órbitas circulares perfectas. El giro moderno de la cultura ya no tenía retorno. El edificio antiguo y medieval aristotélico y ptolemaico se desplomaba, finalmente, en el fango y la nada. La elipse en lugar del círculo era la demostración del cielo como geografía mudable, irregular.

Mientras tanto, en 1600 murió en la hoguera el libre pensador Giordano Bruno, declarado hereje por la Iglesia. Las llamas salvajes quemaron su cuerpo, en Campo de’ Fiori, en Roma. Pero sobrevivirá su golpe heterodoxo: el cosmos no tiene jerarquías, ni siquiera en el centro está el Sol y los planetas en su derredor. El espacio detona toda frontera, es infinito (6). Y dentro de ese universo extendido se abrió un nuevo ojo, capaz de hacer visible lo invisible. Así…

El hombre de Pisa se enteró de un instrumento de lentes inventado por el holandés Hans Lippershey. Decidió perfeccionar ese ingenio. Comprobó el aumento del tamaño de los objetos. Entonces, invitó a muchos incrédulos a una demostración. El día sonreía con sol y nubes sobre el Campanile, en la plaza de San Marcos, en Venecia. Entonces, ocurrió lo imposible. Murano, a más de dos kilómetros de la ciudad de los canales, parecía a 300 metros. El éxito del nuevo ojo revive en los telescopios espaciales. La óptica para ampliar la noche.

Cuando Galileo consiguió un telescopio que aumentaba 20 veces los objetos exploró el cielo. A través de sus lentes observó los anillos de Saturno sin identificarlos como tales todavía (cosa que hará Christiaan Huygens después); descubrió cuatro satélites que giran en torno a Júpiter; estudió las fases de la Luna y de Venus; detectó las manchas solares; duplicó la cantidad de estrellas conocidas. En 1610, publicó Siderus nuncius (El mensajero de las estrellas), en Florencia, con el anuncio de sus investigaciones estelares.

Todo confirmaba la falsedad del antiguo modelo aristotélico. La inmutabilidad y perfección del cielo era una vez más confutada: las manchas solares, el aumento de estrellas confirmadas por vía telescópica; los satélites de Júpiter que demostraban que los cuerpos celestes no giran solo alrededor de la Tierra. En sus Diálogos sobre los dos máximos sistemas del mundo, Galileo introdujo estas aserveraciones, que lo expondrán a su célebre juicio por la Inquisición romana.

Pero el poder de la observación no podía desaparecer ya por la coacción del aguijón dogmático. El universo exigió explicaciones racionales, no dependientes de un orden abstracto teológico. Sin embargo, el materialismo mecanicista, que se inicia en siglo XVII con Descartes, supone un camino metodológico más que la impugnación de un posible origen sobrehumano de las cosas. El universo asimilado a la metáfora de una máquina o reloj puede ser creado por Dios, pero funciona por las leyes que deben ser estudiadas y postuladas matemáticamente. Esto es lo que hace Newton, en 1687, en su Philosophiæ naturalis principia mathematica (Principios matemáticos de la filosfía natural), con sus leyes de la mecánica clásica: la ley de inercia, la relación entre fuerza y aceleración y la ley de acción y reacción, todas gobernadas por la ley de la gravedad universal.

La cosmología avanzó con Kant y Lapace, y la teoría del origen del sistema solar a través de una proto nebulosa. Y Einstein y el tiempo y espacio relativos, como un continuum, y la curvatura del espacio por efecto de la gravedad, según los postulados de las dos versiones de su teoría de la relatividad.

El salto final hacia el universo que escudriñará el telescopio Webb lo dio un sacerdote científico belga y un astrónomo en California…

En Lovaina, el joven hombre de dios recorría los corredores de la universidad de esta ciudad. Era 1927, y el clérigo cosmólogo Georges Lemaître pensó que un universo en expansión permanente debería desplegarse desde un espacio concentrado, al comienzo, en un solo punto de origen, un “átomo primitivo,”, un “átomo primigenio”, un “huevo cósmico”, que irrumpió en los instantes iniciales a través de una gran explosión. Fred Hoyle, un importante físico británico, referente del paradigma del universo estacionario (7), de forma irónica denominó al mega estallido Big Bang. Esta expresión se impuso. Einstein sospechó detrás de esta idea el dogma cristiano de la Creación, por lo que no le atrajo en términos de teoría científica.

En 1946 Lemaître publicó La hipótesis del átomo primitivo, en la que robusteció su propuesta del universo en crecimiento desde un primer átomo.

Y el astrónomo en California también entró en acción… Miles de veces vio la gran cúpula de acero, sobre un monte a más de treinta kilómetros de Los Ángeles. El observatorio del Monte Wilson, que a partir de 1930 perdió su validez astronómica por la contaminación lumínica de la cercana ciudad. Pero antes, en Monte Wilson, el astronómo Edwin Hubble, en 1929, determinó algo trascedental sobre el espectro lumínico de las estrellas. Dicho espectro contiene las frecuencias electromagnéticas de la luz. Hubble postuló la ley de Hubble-Lemaître que determina que el corrimiento al rojo de una galaxia en el espectro es proporcional a la distancia; es decir: cuanto más lejos está una galaxia de otra, más rápidamente se aleja una de otra. El universo crece, se expande, las estrellas se alejan entre sí.

Las investigaciones anteriores de la gran y poco conocida astrónoma Henrietta Swan Leavitt (1868-1921), determinaron las distancias de numerosas  estrellas.  Este precedente fue importante para Hubble y su descubrimiento en la constelación de Andrómeda de una galaxia, lo que llevó al astrónomo de Monte Wilson a afirmar, en 1924, que el universo no se reduce a la Vía Láctea, sino que existen muchas otras galaxias lejanas en expansión constante. Y la cantidad apabullante de esos grupos estelares será lo que luego el primer telescopio espacial, el Hubble (en homenaje al astrónomo), llevará a proporciones inabarcables. El Hubble también confirmó que la expansión del cosmos se está acelerando por la acción de la misteriosa energía oscura.

Hoy, el telescopio Webb, el más potente hasta ahora, flota en nuestro sistema solar, y en el universo expandido y surgido de una supuesta explosión hace unos 15.000 millones de años.

Así, el 25 de diciembre de 2021, desde la Guyana francesa, se repitió un rito de la cohetería espacial…

Los pájaros se alejan. El viento se detiene, muestra su respeto a los motores que se encienden.

El Ariane 5 incendia su entorno. Es la pasión que quema la atmósfera. Ardiente, atraviesa la estratosfera. Por la fuerza titánica de llamas y metal, la puerta se abre. El cohete ya flota en el mar frío del espacio.

Entonces, el Ariane 5 deja libre su tesoro…

El telescopio Webb despierta. Empieza a latir. Se despliega con su espejo primario, un reflector de berilio de 6,5 metros de diámetro, recubierto de oro, con un área de recolección de 25 m², y una vida útil de 10 años. El Hubble, su precursor, es un comienzo ya superado; su espejo, que debió ser corregido por una famosa misión, era de solo 2,4m. Su labor está cumplida luego de 30 años de servicio.

El Webb es 100 veces más potente que el Hubble. Su misión es registrar la luz de las primeras estrellas. Luego de su misterioso y supuesto origen, el universo fue dominado por la “edad oscura”: vacío y oscuridad por doquier hasta que, supuestamente, luego de 100 millones de años habrían surgido las estrellas primeras. Su luz que llega hasta nosotros viene del pasado. Los rayos de nuestro Sol tardan 8 minutos en llegar y reflejan la estrella solar hace ese tiempo; la luz de Andrómeda tarda 4 años para su arribo y refleja esa galaxia hace 4 años; la luz de las estrellas de más de 13 mil millones de años que el telescopio Webb busca captar nos remitirían a ese pasado remoto, a la búsqueda del universo cercano a su presunto origen. Ver el pasado, y a través del registro de luz infrarroja.

El ojo telescópico es hipercomplejo. El máximo prodigio astronómico hasta la fecha. Observará cientos de galaxias a la vez. Aumentará nuestro conocimiento de los exoplanetas (los planetas más allá del Sol). Determinará su estructura química, si en ellos existen cantidades significativas de metano, agua, dióxido de carbono; mensajeros de la vida. El nuevo salto del conocimiento astronómico es consecuencia de la óptica. La astronáutica. Y del contemporáneo modelo cosmológico a explorar. Luego de superar el geocentrismo, la física mecanicista, y la Vía Láctea como única galaxia.

El telescopio Webb exuda también un proceso cultural: por un lado lo ya referido a la supuesta contradicción entre su costosa sofisticación, y la no superación de las injusticias estructurales aquí en la Tierra, en nuestro mundo ahora pandémico. Para muchos, el sapiens debe atender solo a la solución de las inequidades de nuestro mundo, y desentenderse del “inútil” conocimiento de lo muy remoto. Pero la evolución seguramente dimana de la mejor vida terrenal y, paralelamente, del conocimiento abierto al mundo. El saber que no olvida que el humano existe como habitante de un planeta dentro de un sistema solar y éste dentro, a su vez, del tumulto apabullante de galaxias.

Y también podríamos postular: cuanto más poderosa y compleja una tecnología, la espacial en este caso, y las otras, mayor la necesidad de que ese desarrollo sea acompañado por una paralela evolución ética que haga que el humano, por una “pasión en la razón”, genere acuerdos, supere las mallas negras de su egoísmo y avance en una sociedad de mayor racionalidad y justicia, y de un parámetro de bienestar que deje de ser de minorías para convertirse en abundancia universal. Cuanto mayor el avance tecno-científico más visible y lamentable es el estancamiento ético que no exige un avance semejante en la superación de la pobreza o la desigualdad de derechos. El humano necesita del pan y la dignidad, ante todo, y también de las estrellas.

Pero el telescopio en el espacio sideral también nos recuerda la propia existencia real del universo que nos rebasa, que patentiza nuestra efectiva pequeñez. Recordar el universo no es escapismo; es recordar que somos parte de algo muy grande, que nos supera; es recordar la ilusión de todos los poderes de este mundo que tapan la realidad abismal, indescifrable, misteriosa a la que pertenecemos.

Y se nos promete que por el telescopio Webb nos acercaremos más a descifrar el primer átomo, el origen del espacio, de la luz, del universo en expansión. Esas promesas quizá disfrazan el deseo de disolver el misterio. En el futuro los telescopios serán increíblemente más poderosos. Accederemos a nuevos niveles de complejidad del universo, que no comprenderemos. Siempre estaremos en un déficit de comprensión intelectual. El misterio nunca terminará.

En el borde del telescopio espacial entonces vive la no contradicción entre la sofisticación tecnológica y la necesidad de la vida terrestre de más justicia y abundancia universales; y la no contradicción entre el humano enredado en su conflicto terrestre y la mente que ansía expandirse hacia las estrellas. Las estrellas que arden en la misteriosa, inconcebible, profundidad del espacio.


Citas

(1) El nombre del telescopio es en homenaje a James Edwin Webb, el segundo administrador de la historia de la NASA entre 1961 a 1968.

(2) En este artículo hacemos una narración sintética y no podemos abordar muchos aspectos de la cuestión. Para quien le interese una completa introducción a la cosmología  recomendamos el libro de Alejandro Gangui, investigador de la Universidad de Buenos Aires: El Big bang. La génesis de nuestra cosmoloiga actual, de Eudeba (Editorial Universitaria de Buenos Aires); o Historia de las ideas científicas, de Leonardo Moledo y Nicolás Martín Olszevicki, ed. Planeta, Buenos Aires; excelente introducción de la historia científica en su conjunto. Muy significativo también para los orígenes de la astronomía: Guido Cossard, Firmamentos perdidos. Arqueoastronomía: las estrellas de los pueblos antiguos, de F. C.E.

(3) En el sistema de Ptolomeo, y esto era ya así por Hiparco de Nicea, los planetas se mueven en pequeños círculos, los epiciclos, que a su vez de desplazan en un círculo más grande, el deferente. Una complicación para tratar de “corregir” las irregularidades observables en el movimiento de los planetas.

(4) La isla de Ven se encuentra en el estrecho que separa a Selania, la isla más grande de Dinamarca, de Escania, la región más meridional de Suecia.

(5) Además de la primera ley, de Kepler, hay dos más. El estudio de esas leyes condujo a Newton a su la ley de la gravitación universal. Y Kepler vio también una supernova, lo mismo que Brahe, la SN 1604, también conocida como la supernova de Kepler, que el astrónomo alemán contempló en 1604, y que dio lugar a su libro Sobre la nueva estrella en el pie del portador de la serpiente.

(6) El aporte fundamental de la cosmología de Bruno es muy destacado por Alexandre Koyré, en su obra Del mundo cerrado al universo infinito, Madrid, Siglo XXI.

(7) A mediados del siglo XX, Hoyle fue uno de los principales defensores de la teoría del estado estacionaria, teoría alternativa al Big Bang, para la cual el universo no surge por un gran estallido, sino que al expandirse, el universo pierde densidad que compensa con la creación continua de materia. Lejos de lo que suele afirmase, la concepción del Big Bang no deja de ser una teoría con muchos indicios a su favor (como la radiación de fondo de microondas), pero no sería una certeza final.

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