… hasta la acera llega el rumor de un dulce canto a voces, que sorprende mi paso al descuido esta mañana asoleada, aun fresca por lo temprana. La curiosidad despierta, las puertas abiertas de par en par, tampoco era fácil negarse. Son más los que acuden a la misa, que los que hubiera imaginado. Varias decenas de personas cantan en español con el corazón puesto en cada palabra, esmerando cada nota… señoras, en su mayoría. Un sacerdote rubio de ojos claros y estatura nórdica, lee alguna escritura sagrada en inglés. Nadie se distrae a pesar del llanto fastidioso de un bebé fastidiado. La misa sigue en español, el fuerte acento norteamericano del oficiante no le resta nada a la calidez que le es propia al idioma en el que escribo. La concentración del sacerdote es aún más impresionante que la de los feligreses, cuando sube los brazos, eleva la copa al cielo que simbólicamente encapsula la cúpula del recinto decorada con nubes y estrellas, en un trance difícil de descreer. El ritual transcurre en el escenario que es el altar elevado, y los que más asisten son los latinos de mi barrio en complicidad de fe. El cura vuelve al inglés, habla de peace and love, y todos se aprestan a darse la mano, se abrazan, se saludan en la distancia deseándose paz, algunos incluso se desplazan por los pasillos, por darle la paz a conocidos y no tan conocidos que atienden desde sus puestos en las filas de bancos. Entre ellos, una señora rubia a todas luces norteamericana, no dice peace, dice paz. Más allá, otra señora morena de sombrero y código vestimentario que la revela como norteamericana también, responde al llamado de paz, de un lado a otro, le desea la paz a sus cercanos, en español. Extranjeras en su tierra que asumen la diversidad con algo más que tolerancia.
Paz, paz, paz, se riega la voz de la paz que no consiguieron en sus países de origen todos estos emigrantes que, a pesar de llevar años y vidas ya en inglés, se reencuentran con su cultura en este lugar que arropa la creencia que comparten. Enternece la dulzura del ejercicio de las maneras latinas en el sosiego y protección que les ofrece la iglesia. Todos se conocen, todos se saben, se consideran y es así que existen, en este territorio que han colonizado con la fe que traen de lejos. Y pareciera que el sacerdote fue casteado en el tono del afecto fácil de los latinos.
Entre las filas una bella muchacha se da vuelta para confortar a un hombre fornido que solo logro ver de espaldas, con un esmero y delicadeza afectiva que me conmueven. Es curioso ver que en las primeras filas se agrupan varios hombres de traje oscuro. La seriedad es total. El sacerdote desciende de las alturas de su prédica para salpicar agua bendita. No logro distinguir a los beneficiados, algunas mujeres se arriman para ver mejor o tal vez por tratar de que les salpique.
A la hora de la comunión, no queda casi nadie en los bancos, todos hacen fila para recibir el cuerpo de Dios y se devuelven a sus puestos evitando maltratarlo con la mordida, las mandíbulas quietas, las caras gachas, completamente convencidos de la santidad ingerida. Es de envidiar la fe de estas gentes, pues logra juntarlos en lo que creen que es bueno y en lo mejor que tienen, al tiempo que les brinda un método para aquietar sus angustias y tristezas, a corto plazo, al alcance de la misa de la mañana.
Termina la ceremonia y como cuando baja el telón, todos quieren saludar al actor principal. Pero él avanza solemne por el pasillo central, seguido de un féretro blanco. Resulta que todo este tiempo había un muerto entre los vivos que lo quisieron y los que, como yo, ni siquiera lo conocieron.
La muerte siempre impresiona y haber pasado todo ese rato compartiendo recinto con un cadáver inadvertido me erizó el rechazo a toda creencia que no se ajuste a la verdad constatable de las cosas, como la vida y la muerte, pues.
El cura se detuvo en la puerta, y apenas el féretro salió llevado por los dolientes y seguido por la tristeza de amigos y familiares, se acercaron prestas todas las señoras a saludarlo, con similar veneración con la que se acerca una adolescente fanática a su cantante favorito. Ninguna se quedó sin saludo, sin sonrisa, sin algún comentario a propósito. En el tránsito de regreso a sus aposentos, el cura iba atendiendo cada llamado con una dulzura coloquial y sencilla, sonreído y discreto, las señoras encantadas, aquello parecía un momento de feliz compartir.
El cura desapareció, las señoras holgadas, cómodas, dueñas de casa, permanecieron haciendo grupos de animada conversación y al rato fueron saliendo de a poco, ad lib, nadie hubiera osado apurarlas. Ya no quedaba nada más que ver. Se había acabado la función.
Recuperé entonces el destino que tenían mis pasos antes de desviarme por entrar en la iglesia de mi barrio, y al reencontrarme con la calle, sentí que lo que había vivido en la iglesia, ese momento suspendido de la realidad que aguardaba afuera, me había trasladado a otra historia a la manera en que sucede el entretenimiento cuando uno va al teatro. Solo que, en el teatro de mi barrio, lo que montan en escena viene de lejos, y los espectadores “entendidos” que privilegiados asisten al espectáculo a pesar del hermetismo, también vienen de lejos. Nunca he visto entrar a nadie de mi barrio en ese teatro. Ni los artistas ni los espectadores de mi barrio tienen lugar en el teatro de mi barrio. No pueden entrar cuando quieren, ni hablar con los protagonistas, no tienen derecho de palabra, no los conocen, mucho menos reconocen. Ni siquiera cuando sacan la programación al triste anfiteatro siempre vacío adosado a su fachada, cumplen con aquello de la cultura para la comunidad, pues lo que muestran no interesa a más de un puñado de curiosos, ni que le prendan el carbón a la parrilla. ¿Será por lo mismo que cuando programan un grupo de danza, de una sofisticación que, en mi humilde opinión, esconde precariedad de contenido, en el Summer Stage Festival que tiene lugar en el East River Amphitheater, no logran convocar a más de 25 personas, mientras que cuando traen a Andy Montañez no se puede caminar ni siquiera en las zonas aledañas al anfiteatro, por la enorme cantidad de gente que asiste? ¿Qué será lo que no entienden los encargados de programar la cultura para el disfrute de la comunidad donde se asientan esos teatros?
La iglesia ha llegado hasta a dar misa en rock and roll con tal de convocar a los más jóvenes, entendiendo la importancia de renovar feligreses, contenidos y maneras … ¿qué está haciendo el teatro por acercarse a la gente? ¿Por hacer lo que le toca desde que se hizo el invento? Por brindarle lugar a todos los que acuden a hacer catarsis, porque lo que sucede en escena se les parece y lo entienden, los espanta y asusta, los conmueve y los pone a pensar y actuar en consecuencia… Es así que el teatro sana y cura desde que el teatro existe. Lo reporte o no el New York Times. Y en Abrons no lo han entendido, a pesar de que sus dineros provienen de la fundada intención de fertilizar culturalmente al barrio. Lo están haciendo mal en Abrons. Lo están haciendo muy mal.