Somos una revista independiente que sobrevive gracias a tu apoyo. ¿Quieres ser parte de este proyecto? ¡Bríndanos un café al mes!
roberto-cambronero-gomez

El síndrome Compagnon

Como en el famoso verso de Garcilaso de la Vega, es inevitable fijarse en las huellas del camino que ya recorrimos y reflexionar aquel curso tomado. Antoine Compagnon parece hacer esto cuando se pone de pie en el Collège de France, aquel claustro construido para abarcar lo que no cupo en la Sorbona, e inaugura una cátedra preguntándose para qué sirve la literatura, (lección inaugural recopilada por Acantilado – 2008). Cuestiona, como muchos que hemos seguido esta disciplina, para qué sirvieron aquellos años de trayectoria literaria.

Esta interrogante es abrumadora para cualquiera que haya decidido dedicarse a esa materia, sea en su creación, investigación o enseñanza. Ya remontándose al harto repetido adagio de Horacio, aquel del deleite y la enseñanza, parece ser algo obsoleto en tiempos de cine, documentales en Netflix y acceso eterno a internet. Compagnon cita con toda la convicción profética de la que Calvino carga a Seis propuestas para el próximo milenio: “hay cosas que sólo la literatura, con sus medios específicos, puede dar“ (p. 21). Pero preguntarse que son estos medios es una especie de pregunta circular, la lectura nos da lo que da la lectura.

Creo que todo este complejo se remonta a un vestigio del positivismo, de la necesidad de encontrar una función metódica y cuantificable a nuestras lecturas. El esfuerzo debe ser proporcional –o de preferencia menor- a la recompensa, esta conversión es el lema de nuestros tiempos, y si esta ecuación no resulta en la lectura, no nos parece razonable. Imaginemos que X quiere aprender de la historia del antiguo Cartago, ¿va a buscar un artículo en Wikipedia o leer Salambó de Flaubert? La respuesta la conocemos. Yo no sería la excepción: no leo literatura para obtener datos históricos sueltos, lo hago por distintas razones.

Parece que lo más interesante que plantea Compagnon es lo más absurdo: cierto literato de Pekín le dice que la literatura es para matar el tiempo. No es la máquina de hacer lecturas de Eco, es donde se vierten minutos muertos. Este acto deliberadamente suicida va contra todo principio humano, en contra del homo economicus, pero esta paradoja es maravillosamente certera. Leemos porque no hacemos otra cosa.

Esto me hace recordar que Saramago alguna vez dijo que si Shakespeare no hubiera existido, nada sería distinto. Nunca he favorecido las tesis que no se pueden sostener, pero estoy seguro que no seríamos los mismos, como sociedad, sin las horas que asesinamos leyendo Macbeth, que no amaríamos como lo hacemos sin Petrarca o Goethe, que no meditaríamos de los imposibles del tiempo sin Heráclito ni Borges, que quizás ni nos reconoceríamos humanos sin Homero, el libro del Génesis o la épica de Gilgamesh. Supongo que uno acaba convenciéndose, como cualquiera que sufra el síndrome de Compagnon (o de Garcilaso de la Vega), que la literatura no es reflejo de la realidad sino que la realidad es reflejo de la literatura. Puede ser cierto, o una desmesura lírica, pero Saramago no desprecia la literatura (¿cómo hacerlo siendo uno de sus mejores exponentes?) ni tampoco lo hace Compagnon cuando la describe como un ente frágil.

Lo frágil hace que sea deseable, concluye determinado e inseguro Compagnon, lo que responde a la dialéctica de su esencia (desde el papel es frágil, rompible) y la eterna amenaza que la persigue: ¿quién leía cuando había ágoras y aedos? ¿quién lee en un imperio que se desmorona? ¿quién lee si hay realidad? O como diría Vargas Llosa, ¿quién lee en una civilización del espectáculo? Pero todavía hay librerías y estas aún tienen presente a Tolstói, Aristóteles, Kipling y Dickens: la gente lee, no la gran mayoría -¿alguna vez fue la gran mayoría?-, pero todavía hay gente que invierte su tiempo en esto. Y lo hace sin saber porque o asume lo del deleite y aprendizaje, o lo concibe como un vehículo ideológico o porque el libro es tan frágil que debe cultivar su misterio, pero quizás, como toda expresión cultural, su prodigio está en la capacidad que tiene de ser un objeto que perpetuamente se cuestiona a sí mismo y obliga –no invita- a reflexionar.

Hey you,
¿nos brindas un café?