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El silencio ontológico

Hablábamos en el artículo pasado sobre la necesidad del silencio ontológico. Para entender esta noción, debemos decir primero que la Antigüedad latina conoció dos palabras para referirse al silencio: silentium y tacitum. Silentium proviene del verbo silere que significa ‘callar’, en tanto que tacitum se deriva del verbo tacere que quiere decir ‘callarse respecto de algo’.

El silentium es una ausencia de discurso unívoca, pero el tacitum es un silencio equívoco, polisémico. El primero es la mudez de quien ignora qué callar porque no sabe qué decir, mientras que el segundo es la elipsis de quien sabe lo que puede callar porque también sabe lo que puede decir. Hay en lo tácito un valor indicioso que falta en el simple silencio.

Después de Wittgenstein estamos obligados a sospechar del lenguaje. El filósofo austríaco renunció a él en algún sentido porque entendió que los problemas filosóficos son problemas verbales, con lo cual, entrelíneas, dejó claro que el habla nos aleja de la realidad, en tanto que el silencio nos revela el ser de las cosas. Pero nada de esto es el silencio ontológico, sino el tratamiento ontológico del silencio, lo cual no es el objeto de nuestro texto.

El silencio ontológico es el tacitum del ser, un callar indiciario del mismo. Es una elipsis ontológica que puede tener o no su correspondencia con el silencio humano. La Gioconda es un ejemplo de tacitum ontológico expresado en un discurso estético (de otro modo no habría en torno del cuadro tantos misterios sin dilucidar). Da Vinci difuminó una parte de su ser al concebirla y pintarla, y nos legó con ello una obra polisémica, en la que casi todo son indicios evanescentes. No pocas veces la obra de un artista es una máscara con la cual el autor disimula un sfumato ontológico de sí mismo.

La escucha supone el silencio de quien oye. Se trata de un silencio lingüístico simple, pero preñado de resonancias que se convertirán más tarde en discurso. Cuando las resonancias son pobres porque no alcanzamos siquiera un grado mínimo de aquello que Sperber y Wilson denominaban teoría de la relevancia, aparece el silentium, la imposibilidad de responder a un discurso con otro discurso: callamos sin saber a ciencia cierta qué es lo que silenciamos porque ignoramos cómo y con qué construir un texto o la ausencia del mismo.

En cambio, cuando alcanzamos algún grado respetable de resonancia —para lo cual hay que hacer silencio y escuchar con atención—, existe la posibilidad de que surja el tacitum: una ausencia discursiva que es en sí misma un signo (el silentium casi no lo es). Este signo —como dijimos— supone una semiosis múltiple y su comprensión, por tanto, rehúye la unicidad de los discursos monosémicos. La riqueza de lo tácito engloba tanto el universo de lo dicho como el de lo no dicho y la relación conjetural entre ambos.

Cuando estas prerrogativas de lo tácito alcanzan al ser en tanto que discurso, elevan este a la condición de signo indicioso. El ser indiciario no es otro que aquel que no es denotado y solo es aprehensible conjeturalmente. Es el ser devenido en metáfora ontológica que exige de una cierta inteligencia estética para ser comprendida. En un mundo donde es normal exhibirse en las redes sociales, incluso fingiendo, el silencio ontológico es un desacato.

Hay, sin embargo, una diferencia sustancial entre la simulación y el silencio ontológico. En la primera, el acento está puesto en la máscara. En el segundo, el acento está en la ausencia del rostro. La máscara es un signo plano que habla de sí misma, de su arte y de su presencia. La ausencia del rostro es, en cambio, un signo indiciario que habla de lo oculto, de sus motivos para no estar y de un protocolo para su desocultamiento. La máscara es parafernalia y ruido carnavalesco… simulación. El silencio ontológico es misterio… disimulo, y para desentrañarlo se precisa de la escucha ontológica.

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