Quel sogno che comincia da bambino e che ti porta sempre piu lontano. Mazza. El loco Mazzini. El raidista siempre estaba misio, pero nos caía a casa con sus historias de viajes alrededor del mundo, desde el altiplano boliviano hasta Frankfurt en las germanias. A Mazzini le gustaba recordar al bisabuelo tano, el mismo que cruzó el mar muy joven desde la isla de Sicilia en busca de un futuro mejor. El bisabuelo tano se instaló en el balneario de Ancón al norte de Lima y poco tiempo después se arrejuntó con la bisabuela Lara, Teresita.
Mazzini y Sicilia. El estrecho de Messina. La Sicilia de Vito Corleone. La Sicilia de Arquímedes. La Sicilia del Totò. Esas historias del loco grabaron en mi corazón un nombre, Sicilia. Un trozo de mí se sentía habitado por esa isla incógnita. La comida también ayudaba a avivar el fuego del recuerdo. La polenta de los fines de semana, la sopa de semola, el menestrón.
Era el otoño de 1990. Verano en Italia. La copa del mundo. En esos días de fiesta futbolística, casi ni hablaba con mis amigos del salón de clases, simplemente corría como un pazzo cuando daba la hora de salida, trepaba en el bus, bajaba en el paradero del Puente Trompeta y cuando ya estaba muy cerca de abrir la puerta de la casa verde de Zarumilla, era más que obvio que la corriente eléctrica brillaba por su ausencia. Otro apagón. Entre Sendero y las sequías en la sierra me habían dejado sin mundial. God dammit.
La luz retornaba por la noche. Hora de prender el televisor y escuchar al Veco que dirigía el espacio deportivo del noticiero 24 horas de Panamericana. El uruguasho, Emilio Lafferranderie, me asombró al testificar la aparición fulgurante de un hijo de Sicilia, un tal Totò Schillaci, un rostro con toda la fuerza del neorrealismo de Vittorio de Sica, unos ojazos de pazzo provenientes de los estudios de Cinecittà.
Era el debut de la nazionale contra Austria. El partido era duro e Italia no marcaba. En las gradas el público se desesperaba. Las banderas tricolores no se agitaban con la alegría de los primeros minutos. El Totò en banca.
Cuando lo convocaron para integrar el seleccionado contaba con 26 años, muy seguro sería debut y despedida. Entrenaba con sus compañeros con la alegría de un niño, de un niño lindo. Sus compañeros no confiaban en él. Y tenían razón. El Totò no era para nada fino ni elegante. El Totò era un campesino con una pizca de habilidad, un oportunista, un cazador de área. Esa Italia de 1990 era el Quatroccento. Azeglio Vicini había tenido los huevos suficientes para alinear el mejor talento y desterrar el catenaccio por ese verano, al menos. Nunca he visto a Italia jugar tan bien como en ese mundial. Baggio, Baresi, Donadoni, Carnevale, Giannini, Gianluca Vialli. Seriamente, el Totò sobraba en ese equipo de pinturistas.
Ah, pero el Totò sabía. El Totò sabía y estaba alegre en la banca, esperando su oportunidad. Faltaban quince minutos para el fin del primer partido de los tanos en el mundial, su mundial, y el marcador seguía cero a cero. El Totò no solo era un campesino siciliano. El Totò era un plomero. Te destapaba cualquier tubería, y ese Italia contra Austria estaba trabadísimo. El talento se ahogaba ante la defensa muy bien estructurada por el entrenador austriaco, Hickersberger. Vicini hace ingresar al hijo de Sicilia, el 19. No le queda otra, a veces hay que recurrir al plomero cuando la belleza no es suficiente para conseguir el resultado deseado.
Treinta y tres minutos de la segunda mitad. Donadoni abre a un lado, Gianluca Vialli la recibe, cuando todavía no era el pelado Vialli, y hace un giro muy mono, luego centra con mucha fuerza para poder esquivar las cabezas de los gigantescos defensas austriacos. Unos verdaderos colosos.
El Totò recordó. El Totò recordó el norte, la Lombardía. De joven cuando él y sus compañeros de Palermo descendían del bus, los lombardos los recibían con carteles bien grandes que decían “Bienvenidos a Italia, sicilianos”.
El Totò saltó. El pequeño Totò se impulsó como cuando era niño. Entre Escila y Caribdis el Totò se sintió más italiano que nunca. El Totò rió, rió como nunca. Siempre se sintió bien venido. Así se lo decía la nonna cuando narraba la historia de su nacimiento.
De pronto se lanza un centro intrascendente desde la esquina derecha y el Totò la encuentra. Estrella la cabeza contra el balón como quien siente que se le va toda la vida en esa acción. Es el gol del Totò. Gol de Italia. Gol de Sicilia.
Las banderas tricolores del Olímpico flamean como nunca y los ojos de pazzo del Toto ríen, ríen y se pasean por toda la ciudad eterna. El bien venido ha regresado a casa. Su casa.