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Adrian Ferrero

El relato de los hechos: leer y escribir sobre varones (II)

¿Pienso, a la hora de leer, en las relaciones de poder entre los géneros en el seno de la poética? Francamente no. Me abandono plácidamente, si el libro me gusta, lo disfruto. Si está socialmente marcado, como suele ocurrir en ciertas ocasiones, con los escritores gay, y ello salta a la vista, la literatura naturalmente llama a detenerse no por discriminación o por sentido de exclusión sino porque no suele ser la heteronormativa, circunstancia que desfamiliariza (en su doble acepción de extrañamiento del texto pero también de no institucionalización social como célula o unidad social heteronormativa). Pero ello es sinónimo en todo caso de curiosidad, de asistir al modo en que un autor o autora resolvieron la relación, al menos en mi caso pienso eso, entre representación literaria y género. Adopto la posición del estudioso. Considero que la excelencia de una poética (en todo caso sí la valentía de un autor o autora) no pasa únicamente por sus contenidos, sino por su jerarquía. He leído la Poesía completa de Néstor Perlongher, la obra completa de Manuel Puig (la he leído íntegra y he escrito lo suficiente sobre ella, ya que es uno de mis escritores favoritos), he leído y citado abundantemente a Leopoldo Brizuela, quien en alguna de sus novelas deja aparecer el tema gay, además de haber sido su discípulo en la formación como escritor. A Juan José Hernández, con algunos de sus personajes, puedo evocarlo, y sobre él escribí un artículo para una revista de periodismo cultural de Buenos Aires; o bien a Copi, con sus obras de teatro o su narrativa que resultan tan paródicas o irónicas, humorísticas, o bien parte de su narrativa en la que estos contenidos irrumpen. En lo que a este punto atañe solo como punto de partida. Hay muchos otros autores y autoras. Y me parece interesantísimo el abordaje que hacen algunos especialistas entre representación literaria y género, como dije (uno que a mí en lo particular me interesa mucho), además de sus contenidos, naturalmente, lo que me parece sin embargo un abordaje más superficial. Es un asunto para analizar en seminarios a fondo y, si es posible, estudiarlos en profundidad. No me quedaría en la mera anécdota de que se tratan de personajes gays o lesbianas. Me parece precisamente eso: anecdótico si uno no va a fondo en lo que ello supone para la economía de la representación en una sociedad heteronormativa o bien un tipo de ficción que es tremendamente cuestionadora del status quo cultural. Ello me resulta atractivo además de interesante. Son aportes para una sociedad necesitada de dinamismo social, de fluidez cultural, de ausencia de comportamientos absolutistas de discriminación. ¿Qué vienen a poner en cuestión estas poéticas? ¿qué traen de nuevo (de allí mi interés en la representación literaria)? ¿qué dejan de lado? ¿qué les duele? ¿de dónde provienen ese dolor o ese goce? En fin, hay múltiples preguntas que se podrían inferir de estos corpus así como del de mujeres surgen otros. Considero que un escritor, un estudioso o un académico bueno sería quien, además de leer y disfrutar de una lectura, hiciera irrumpir estos contenidos en una agenda de discusión en el seno de campos de trabajo de su especialidad, aunque no se trate de un experto en género. No tiene por qué serlo. Simplemente instala un debate en un aula. Descorre el velo con que la sociedad suele mantener rigurosamente apartados estos libros en un ghetto sin la menor causa ni razón. En mi caso enseñé, porque formaban parte de los programas de estudio, a tres autores gays: a Oscar Wilde, concretamente El fantasma de Canterbury, una parodia de las historias de fantasmas deliciosa, El beso de la mujer araña de Manuel Puig, en la Universidad junto a Eva Perón, pieza treatral de Copi. El primero en un colegio secundario de los niveles más inferiores. La actitud en el caso de estos últimos fue el de poner el acento en lo extraliterario. En la pulla, la burla, la referencia hostil hacia su homosexualidad. Y la posición de los receptores en el caso de las universitarios fue la de profundizar más, en la medida en que yo guiaba la clase, no únicamente en torno de la dimensión de género, sino en la multiplicidad riquísima que despliega Manuel Puig en esa novela en la cual cine, poética, política, militancia, diálogo entre ambos, códigos semióticos, glamour, resultan decisivas. No pretendo agotar con estos temas una novela que da para un seminario más que para un párrafo en un artículo.

Ser varón no supone ni leer obligatoriamente a mujeres ni leer obligatoriamente a varones. Es cierto que según la hipótesis de Leopoldo Brizuela (a él lo sigo en este punto) en su artículo “El derecho a leer a las mujeres”, leer mujeres constituye la voz que se contrapone a las homéricas epopeyas o las hazañas viriles y poco interesantes (a mis ojos y los suyos también), exhibicionistas agregaría, casi obscenas de Heminway, de toreros o cazador de tiburones, o los atropellos del policial negro que con su violencia innecesaria de macho venía a instalar un estereotipo de varón (y de mujer) que evidentemente se tornaba dominante (al policial negro lo agrego yo), haciendo acallar a otras tantas voces que debían mediante robos y tráficos subrepticios, hurtos clandestinos, hacer circular sus narrativas del secreto. Lo subterráneo de estas voces, su naturaleza que debía pasar por imperceptible, voces que se movían entre signos sigilosamente, las volvía de una naturaleza secundaria según el sistema de poder del sistema literario patriarcal. Se trataba de un campo minado. Sin embargo la literatura femenina, si nos remitimos a los hechos concretos, al relato de los hechos, siempre existió y para concentrarme tan solo en la cultura helénica desde Safo de Lesbos (con su carga de transgresión de género en varios sentidos: como mujer letrada, como mujer que desea a otras mujeres) ubicada en su isla, apartada del resto de la Grecia clásica, hasta llegar a la actualidad, ha podido haber un discurso, que no fuera silenciado por el trueno del varón patriarcal. Hay construida toda una tradición de voces de mujeres (algunas muy potentes y agudas) que no puede, a estas alturas, ser bajo ningún punto de vista ni ignorada ni menos aún censurada ni acallada. Se trata de una voz que ha configurado una tradición de naturaleza inamovible.

Me parece que las cosas merecen ser repensadas en un contexto de equidad y también de revisión. No todos los varones somos el estereotipo que pretende acallar a las mujeres (yo entre muchos otros, sino que estamos ávidos por escuchar y atentos a seguir su literatura con interés, a estudiarlas, incluso con fervor en ciertos casos puntuales, a leer sus entrevistas, a entrevistarlas, a escuchar sus lecturas públicas en eventos culturales, a conocer sus puntos de vista, a leer crítica por ellas producida) y no todas las mujeres manifiestan interés por hacer oír su voz más que a través de la voz de la ventriloquia de un varón. Prefieren más que la autodesignación la heterodesignación. Se entregan a un cómodo vocero en el que delegan su condición parlante o de escritoras respondiendo no a una posición de rebelión frente al intento de dominación sino de dócil entrega y condescendencia. Una literatura portadora de un deseo que sin embargo por su singularidad se ve inhibido por esta otra voz que no precisamente de modo involuntario sino en ciertos casos deliberado por comodidad o incapacidad deniega su voz y la deposita en manos de la alteridad suprema.

Ahora bien: ¿qué sucede en el terreno de las prácticas sociales, de la vida empírica, de la socialización? Yo he visto a grupos de mujeres hostilizar a varones en inferioridad de condiciones. Este punto no ha sido lo suficientemente señalado a mi juicio y no me resulta ni siquiera discutible. He sido testigo empírico en muchas oportunidades en que ello tuvo lugar. Hay mujeres que hostilizan a los varones burlándose de ellos, haciéndolos motivo de escarnio o de chismes, cuando no de cosas peores. Así como se cometen feminicidios gravísimos, de naturaleza inadmisible e inaceptable cotidianamente en el mundo entero, en cantidades enormes y el Islam sabemos hace estragos o carnicerías con las mujeres pertenecientes a su religión y a los pueblos de su etnia. También Occidente (como mínimo, especialmente en los pueblos) conoce prácticas sociales como el chiste (tan bien estudiado por Freud en El chiste y su relación con el inconsciente), el cotilleo o la burla por parte de la mujer, que no resulta grata y éticamente me resulta reprochable por donde se la mire, hacia determinados varones. Por múltiples motivos o detonadores. Por otro lado demuestra que han sido capturadas por la lógica del patriarcado de la violencia por inversión. Un binarismo que consiste en que quien ha padecido la violencia de género en forma agresiva, la retribuye en lugar de neutralizarla y de pacificar, a otras víctimas, siquiera mediante la violencia simbólica, pero no por ello es menos eficaz el daño. La mujer más poderosa, o más taimada en ciertas tácticas, en ciertas estrategias letales, es capaz de ser también en muchos casos dañina. Por supuesto que otro tanto los varones. No estoy eximiendo con esta observación o de esta responsabilidad de las burlas o agravios a los varones sobre aquellos que no se ajustan a un modelo patriarcal ni siquiera necesariamente heterosexual. Sino semiológicamente que se comportan de modo tal que haga sospechar siquiera ausencia de virilidad o presencia de homosexualidad. Por otra parte, no todos los varones son partidarios de la burla ni todas las mujeres lo son tampoco. De modo que se trata de grupos y de tendencias. Poco agradables, por cierto. Pero que concretamente tienen lugar. Sobre las que no conviene generalizar pero sí detectar y detenerse en ellas. Son un síntoma.

Pero regreso al texto. Me referirá a la instancia enunciativa. Al momento de la escritura. Todo texto es un espacio de poder donde chocan poderes. Una zona de combate. Un ámbito de tensiones. De combinaciones, de irrupciones, de precipitaciones, de una mirada desde la perspectiva del sujeto enunciador de un ámbito de relativa (y acentúo este “relativa”) libertad subjetiva. En el que quien escribe tiene un poder (que le otorgan su oficio, su autoestima, su lugar en la sociedad, sus rasgos de carácter, su formación, su talento, en mayor o menor medida). Ese escritor manipulará su texto a su voluntad hasta un cierto punto. Sobre él se cernirán toda una serie de tabús que lo confrontarán con su pasado, su presente y la sociedad del tiempo histórico en el seno de la cual habita. Con la cultura en la que convive (qué le resulta admisible, qué no escribir y qué sí desde todos los puntos de vista, tanto la sexualidad, la vida privada, la socialización, etc.). Con la época contemporánea en la que se desenvuelve su biografía pero también toda la etapa que le ha precedido. En este sentido, esta inscripción del poder de un sujeto inerme (porque está inerme, es el resultado de otros poderes que a él lo anulan, permisivamente lo habilitan o lo hacen callar de modo jamás absoluto ni permanente sino siempre precario, pese a que disponga de un alto poder de determinación) hace que su texto sea un texto en condición siempre inestable. En inestable constitución. Hay una tensión (como dije) de fuerzas de todos los componentes que acabo de mencionar. A lo que se suma el funcionamiento del lenguaje como tal, de la escritura creativa como tal, de la semiosis social como tal que entra a jugar en diálogo con los lectorados. El lenguaje funciona a partir de un determinado uso, como afirma Mijaíl Bajtín. En el lenguaje está inscripto el orden de lo social. Los lectos de grupo o sociolectos. Esto es: el modo de hablar de las distintas clases sociales, las distintas profesiones, las distintas edades de las personas, las distintas etnias en el caso de lenguas. Por ejemplo cuando alguien de otra etnia, mediante su inclusión, se integra a una sociedad que no es la de origen, aunque sea a regañadientes. Por otro lado, hay una sociedad que de modo imaginario (como fantasma o como potencia habilitante también) faculta a ese sujeto de la enunciación (de la escritura, al escritor, hablaré de escritores ahora) para que diga, para que escriba ciertas cosas y no lo haga jamás con otras. Para que ni se le pase por la cabeza escribir ciertas cosas porque será fuertemente sancionado. Habrá ideas o figuraciones que directamente serán inconcebibles en un a priori que pauta la cultura en la que vive. Y la cultura dominante. La exclusión esta vez funciona desde un pánico, prohibición o un terror a priori de la escritura. Los habrá que no sentirán en lo absoluto temores o resistencias. Pienso en el Marqués de Sade, el gran libertino de Francia, en tanto que hombre disoluto (digamos), con una vida perversa, que gozaba degradando. Se ubica por fuera de la moral. Era amoral. No inmoral, pese a su goce lesivo hacia otras personas. Pero su posición ética era evidentemente amoral. Este sujeto escritor al que me vengo refiriendo puede (le guste o no) concebir ciertas ideas, su imaginación se combina de una cierta manera y no de otra para darle una voz atenta al medio pero sobre todo que no le sea prohibida. Habrá entonces tachones, borradores, canjes, pruebas, tentativas, negociaciones con el poder.

Ahora bien: ¿dará lo mismo que sea varón que sea mujer ese escritor? ¿que pertenezca a una identidad sexual que a otra? Entiendo que sí y entiendo que no. La experiencia con la escritura, la experiencia social, la socialización primaria y secundaria, el oficio no lo confiere únicamente el género (si bien sabemos que en la batalla por la legitimidad cultural la variable de género no favorece a las mujeres de modo elocuente e histórico ni tampoco a ciertas minorías). Pero la ficción también permite jugar con las identidades, con los esquemas binarios fijos y estables, con las identidades múltiples, con voces distintas o múltiples provenientes de universos sociales dispares desde el género, con los deseos, incluso los más furtivos. Por otro lado, lo que resulta tabú para un varón de cualquier identidad sexual puede no resultarlo para otro o para una mujer. Pero sí diría que la mujer posee una tradición letrada más limitada, debe abrirse paso a empellones o bien en los peores casos conquistar ese espacio con una seducción que puede resultar humillante si uno la piensa en términos éticos. Un varón: ¿será más permisivo con lo que escriba? ¿será más seguro? ¿será más firme? ¿tendrá más poder de determinación? En definitiva me resulta imposible, e innecesario francamente generalizar porque he visto lo uno y he visto lo otro en mujeres y en varones, sea cual fuere su identidad sexual. Por otra parte, el trabajo literario brinda seguridad en la medida en que hay formación, educación, oficio, ejercicio, el temperamento de la valentía, una carrera que se va construyendo muy lentamente hasta configurar una trayectoria conformada por el estudio, las lecturas, la publicación de libros, la presencia en eventos específicos y una autoconstrucción del sujeto varón o mujer escritor/ra que no es la misma en todos los casos. Regreso a lo mismo. Hay grandes tendencias. La Historia ha favorecido históricamente a los varones. Y si bien esa experiencia histórica ha sido una experiencia social del dolor y la amputación, del silencio o la mordaza, lo cierto es que se ha visto revertida notablemente. En este momento las mujeres, al igual que en otras épocas, dan a conocer, conciben de modo completamente natural y libre, con posibilidad de que circulen ampliamente, como se comprueba en los hechos, en el relato de los hechos, obras de genio o de talento inconmensurable.

¿Qué decir? ¿qué callar? ¿qué decir a medias? ¿qué decir irónicamente? ¿qué decir paródicamente? ¿qué decir con humor? ¿qué decir trágicamente? Por supuesto que la escritura creativa precisamente consiste en ese juego, en lo lúdico (aunque esa escritura no lo sea, sino más bien como práctica permisiva), en el marco de lo cual lo paródico y lo irónico (pienso en Rabelais) son sus procedimientos más frecuentes. Con modos, estilos, formas, en que la poética se presenta al creador y frente a los cuales tomará el que pueda, no el que quiera. En este punto soy bastante fatalista. Hacemos lo que podemos no lo que queremos. Estamos limitados. Somos seres limitados. Y muy limitados. Es más: hay personas y escritores con enormes carencias en formación teórica, en formación en su campo que no consideran sea necesario adquirir. No tienen actitud de aprendizaje ni incluso de escucha. Por otra parte, ese texto producido para circular debe pasar por todo un aparato editorial. Luego por influyentes críticos seguramente del periodismo cultural, listas de best sellers. Todo un circuito editorial (que también es comercial) y abrumadoramente comercial. Luego llegará la instancia de su canonización, en la cual los académicos, papas y papisas que dispensan la carta de ciudadanía de inclusión o exclusión a la institución la canonizan o no. La imparten en sus aulas o bien la investigan en sus trabajos y proyectos. Todas aquellas son personas que inciden en el impacto social de ese discurso literario inicial de naturaleza aparentemente privada pero en el cual estaba inscripto y quedaba inscripto por dentro de modo más o menos evidente, el orden de lo social. Desde el lenguaje literario del que se había servido el autor, la posición permisiva o no a la hora de escribir, el modo de organizar la arquitectura de la obra en orden a resultar más o menos revulsivo, entre otras variables. Ahora bien: ¿pensó el escritor en todo ello mientras escribía? Pues están los ingenuos y están los que digitan cuidadosamente lo que están escribiendo y cómo lo hacen o lo harán. De qué lecturas se servirán en su vida. Qué clase de trayectoria aspiran a tener. De qué clase de críticos o colegas aspiran a rodearse.

Y en lo relativo ya al plano de dimensión comercial de un texto, están los especuladores y están quienes apuestan al riesgo. Y a la vocación genuina. Salvo que un escritor escriba para no ser leído o para cajonear sus textos. Lo que resulta totalmente legítimo, por otra parte. La escritura en ese punto (el subrayado es mío) es el lugar de la libertad absoluta. El acto estético por excelencia: el gratuito. O bien se lo hace para ganar en práctica, en ejercicio del oficio, para optimizar la capacidad y activar o mejorar el ejercicio de escribir según el talento (si lo hay). Se trata de un tipo de trabajo que un escritor piensa para escribir pero no en términos de un receptor que al menos transitoriamente será solo él. Lo pensará, naturalmente, de modo imaginario. Quizás, algún día, regrese a ese texto para revisarlo y publicarlo. Quizás no regrese nunca y quede guardado (caso Fernando Pessoa y sus baúles plagados de manuscritos inéditos). Quizás sea traicionada su voluntad última o su testamento y luego de solicitar que fueran incinerados sus manuscritos un amigo desobediente o atento a su conveniencia o a su buena voluntad por el bien de la literatura de todos los tiempos ¡el mejor amigo para colmo!, suerte de Judas, traiciona ese deseo (caso Kafka, capítulo que da para un largo debate que no abordaré aquí).

De modo que también entre los varones encuentro mecanismos de exclusión, de subordinación al poder. Naturalmente que los escritores gays sufren esta circunstancia de la exclusión, de la discriminación, la persecución, ya no hablemos de la censura. Muchas veces la incapacidad de publicar tiene lugar porque determinadas editoriales (no todas) ejercen listas negras sobre ciertos materiales sobre los cuales no están dispuestos a arriesgar sus ventas. En otras ocasiones, en cambio, son los sistemas políticos los que atentan contra esta posibilidad de publicación y determinan si una obra literaria circulará o no. O si, una vez circulando, lo seguirá haciendo o será requisada.

¿Y qué me pasa a mí leyendo libros de varones, autores de mi propio sexo? Esta me parece una pregunta interesante. Pues me pasan cosas muy distintas según de qué autor se trate y de qué libro se trate. Me resultaría una insensatez generalizar. Lo que sí podría decir, con Leopoldo Brizuela es que no tolero la bravuconería ni que se ejerza sobre otro varón ni tampoco sobre una mujer actitudes de agravio. Me resultaría una cualidad poco apreciada por mí respecto de ese texto, si está seriamente escrita y no de modo crítico. Es probable que lo abandone. La violencia en literatura, a menos que se trate de un ejercicio demasiado sutil, casi encubierto, en el sentido del virtuosismo por presentarla bajo una forma refinada no tanto atenta a lo ético sino a lo estético, pensando (una vez más) la literatura como el espacio de la libertad, de las máscaras y de la posibilidad de jugar, como experiencia de escritura puede que la encuentre virtuosa. La directa resulta simplista y un recurso al que se ha acudido hasta límites incalculables en la literatura, desde las epopeyas griegas como la Ilíada al policial, desde ciertas novelas sobre deportes agresivos, hasta la abierta violencia de género. Son modos de concebir al semejante muy cerca de mis convicciones ligadas a la dignidad, al respeto o al desprecio hacia los prepotentes o los sujetos agresivos que en lo personal no me resulta atractivo. Podríamos decir que he sentido cosas muy distintas leyendo a los varones que me han parecido “los machos dominantes”. He preferido una literatura sensible a los afectos, la literatura política me interesa, la del exilio, la de la inmigración (caso Dal Masetto), la de la dictadura que fue perseguida. Me ha ocurrido que había autores en quienes percibía un autoritarismo de un modo singular: en la peculiar enunciación del texto. En el modo unívoco de narrar, según el cual no dejaban resquicio para la lectura en disenso, en discrepancia o acaso al lector como copartícipe de la operación del acto comunicativo de la lectura. Directamente la comunicación quedaba fuertemente denegada. Para que la voz del lector “fuera audible”, podríamos decir metafóricamente, en el sentido implícito en que debe serlo en el seno de un acto comunicativo de diálogo con un texto. Porque un lector dialoga con un texto. Le formula preguntas. Se las formula a través de él. Por eso subraya un texto o pone marcas. Por eso relee ciertos libros. Hay autores que me resultan tremendamente sutiles y otros tremendamente explícitos u obvios. Las poéticas que nos gusten no tienen que parecerse. En todo caso tienen que ser buenas. De excelencia. En estos términos pienso que definiría una pluralidad de poéticas, un abanico de propuestas que tampoco, lo repito, tomaría como noción de conjunto. Hay escritores que están en las antípodas de los prepotentes del mundo empírico. Y se los ignora, combate o ahuyenta ni bien nos es posible hacerlo con los tales sujetos indeseables. Se los rechaza, se los repudia ya desde el seno del texto. Se evita comprarlos y se evita leerlos. En lo personal siento potentes sensaciones identificatorias con muchos textos de varones. Entiendo que tiene que ver con rasgos identitarios, a nivel de mi constitución psíquica. De mi personalidad. De mi historia. No los vivo ni como hostiles ni como una alteridad que me inspire acallamiento o que aspire a subordinarme. Tampoco percibo ajenidad. Ni como aquello que no me incumbe o no me atañe como lector. Me involucro con muchas poéticas por las que me siento profundamente interpelado a lo largo de la Historia literaria. En todo caso habrá una identificación en mayor o menor medida según cuál sea el contenido de su poética, el modo de encararla, si compromete o no al cuerpo. El cuerpo es un capítulo importante en mi historia de lector como en mi biografía. Si un texto me emociona, me conmociona, toca alguna de mis fibras más íntimas, o bien lo hace desde el erotismo, el trabajo psíquico con ese texto será diferente que con otro. Pero si un texto me mantiene por fuera de su comprensión, es críptico, me expulsa y no entiendo de modo aburrido de lo que me está hablando desde que empieza hasta que termina por más buena prensa que tenga ese escritor o aunque sea de culto, no me resulta interesante. Yo no leo literatura infantil y juvenil porque sea fácil o sencilla. U optimista. O porque pone delante de mí contenidos evidentes. La literatura infantil no lo es en absoluto. La hay muy compleja. Me interesa una cierta noción de claridad. No de obviedad. Pueden tratarse de poéticas subterráneas, por debajo de las cuales se deslizan potentes relámpagos que apenas dejan entrever de su luz incandescente una chispa. Me inclino o privilegio una cierta clase de poéticas de varones más que otra. Me siento varón pero además me gusta leer a varones que introducen multitud de matices en su escritura. No soy de los que crea que existe un corporativismo masculino. Sí existen grandes tendencias, una Historia que nos involucra a todos, varones y mujeres, una argamasa de la cual estamos hechos. De la cual no podemos escapar en ocasiones pese a que procuremos ser justos, equitativos, buenos, saludables, pluralistas, tolerantes, tanto con varones como con mujeres. Se trata de un cierto atavismo que atraviesa la condición humana, de índole social internalizado en lo privado que venimos atravesando durante generaciones que a menos que uno haya recibido o bien una educación muy resistente a esa ideología patriarcal, bien a contracorriente (como en mi caso), una vez heredada la haya internalizado al punto de sostenerla a rajatabla de modo invariable, combatiendo a la otra, oponiéndole creatividad, o bien existan sujetos que se hayan autoconstruido con esfuerzo o, en el peor de los casos, hayan sido las víctimas de ese patriarcado, se lo vive de un modo diferente. Pero son muchos siglos en que el sistema patriarcal ha sembrado semillas de cuyas plantas carnívoras aún hoy en día hacen imposible al varón que se sustraiga a ellas. Incluso los que tienen mejor buena voluntad o ponen lo mejor de sí para sobreponerse a esa ideología me atrevería a denominar de totalitaria por su fuerte poder compulsivo/destructivo/pulverizador de la voz y el cuerpo de la mujer. De su integridad física, en los casos más trágicos o más dramáticos.

¿Y respecto de pactos? Pactos se establecen siempre. Ni siquiera esos supuestos machos conviven apaciblemente porque quieren el poder bajo cualquier recurso de modo que compiten por él, se arrancan los ojos por disponer de sus atribuciones. Las relaciones patriarcales también son verticalistas. No son horizontales. Jamás son apacibles. La capacidad de gobernar sobre la república de las letras no tiene que ver solamente con la discriminación hacia la mujer o hacia el varón que no responde a la estereotipia. Sino con una cierta complicidad, sí, es cierto, entre ciertos pares. Pero también con internas. Con batallas y con justas en las que se miden los productores culturales por la legitimidad cultural. ¿Cuál es más poderoso? ¿qué poética puede instalarse como la dominante? En el talento, en el éxito, en las relaciones con la institución académica, en las relaciones con los organismos editoriales, en la relación con las instituciones dadoras de devoción cultural, con el campo del poder, con el periodismo cultural, entre muchas otras variables. Se introduce una competencia en el seno del campo literario que también queda plasmada desde lo fálico en el orden de las prácticas sociales vinculadas a la poética. Pero existen mujeres de tal potencia creativa capaces de disputar con un varón y arrinconarlo. Por erudición, por formación, por oficio, por trayectoria, por coherencia, por lucidez. Y, sobre todo, por genio. Quiero decir: aquí tampoco está todo dicho. Hay mujeres, como ya lo había indicado antes, cuyo enorme talento y capacidad de trabajo las hace capaces de una justa con el varón en la que triunfan aún contra los más poderosos.

Les propongo entonces, en un ejercicio que sé resulta difícil, ímprobo acaso, reescribir el texto. Ese en el que hemos sido escritos. Ese guión que nos ha sido asignado en la socialización primaria y secundaria. De modo endogámico para pronunciarnos con un determinado parlamento, a los fines de torcerlo, cambiarlo de signo en lo relativo a su consideración hacia la voz de las mujeres o de otras minorías, improvisar, introducir variaciones, buscar la espontaneidad, la creatividad y hacer añicos con esos prejuicios y mandatos que una sociedad que espera de nosotros que seamos escritores que demos exámenes de machos todo el tiempo, termine por aceptar que existen productores culturales con poéticas alternativas y proyectos creadores en el seno de los cuales según una política de la representación esa misma sociedad queda plasmada bajo otros términos. Productores culturales que no aspiran a acallar a nadie sino en todo caso a no hablar de más. Reaprender a escribirnos. A pensarnos como sujetos de cultura desde el espacio de la libertad, con la enunciación concebida sobre todo como sujetos dignos. Sin ser agentes de atropello, sin incurrir por ello en imposibles semánticos. Sin condescender ni dejarse avasallar por lo que nosotros en Argentina llamamos una patota, esos grupos de maltratan grupalmente por atributo de cantidad éticamente denigrantes pero que en inferioridad numérica serían completa y absolutamente cobardes. Nulos en su radio de intervención. La patota funciona en complicidad numérica. Y funciona por lo tanto mediante la fuerza simbólica o material. Suele tener líderes. Y como bien lo ha estudiado Freud respecto del parricidio en Tótem y tabú, por lo general los líderes por diversos motivos son destronados. Lo mismo puede afirmarse respecto de ciertos mitos griegos en los cuales los primeros patriarcas del Olimpo son devorados por sus hijos para ser destronados y gobernar ese espacio divino. En tal sentido, la posición del líder es siempre provisoria. Habrá otro líder. Y luego otro que lo destronará en una lucha interna de fuerzas. Y en una “batalla por el poder de decir”, en palabras de la académica estadounidense Jean Franco. Por otra parte, la dinámica de grupo nunca es pacífica. Lo sabemos de sobra: cuántos grupos tienden a romperse. A disolverse con diverso grado de confrontación. El grupo tiende por esencia al conflicto. Por lo tanto: a su atomización. También en los grupos literarios eso ha sucedido todo el tiempo. Las vanguardias históricas han atravesado por esa experiencia, al igual que las argentinas. Luego de un fuerte sentido de pertenencia comienzan a emerger líderes que opacan al resto. Ello genera celos, envidias, reservas hasta la ruptura definitiva.

Reescribamos el texto. Reinscribámonos en él. Intervengamos el texto para, como varones, ubicar en su seno el espacio para las mujeres de una resignificación que les restituya su dignidad violentada, destruida. Un espacio denigrante. Pensemos qué lugar queremos, aspiramos a ocupar dentro del texto como varones, qué lugar aspiramos a construir para nosotros dentro de él, cómo queremos leer, cómo queremos ser leídos por nuestros seres queridos sobre todo. Por las mujeres, y las mujeres escritoras. Me estoy refiriendo a nuestras voces. Qué clase de voz elegimos. Que importe poco y nada la mirada o el infierno de esa mirada letal temida por ser víctima. Y luego ya por fuera, en el seno del campo literario ¿qué relación aspiramos a mantener con nuestros colegas varones y mujeres de diversas identidades de género? ¿de diversas jerarquías literarias? ¿de diversas poéticas? ¿de diversas generaciones? ¿de diversas formaciones? ¿hasta qué punto estamos dispuestos a llegar para brindarnos a la alteridad, esta vez no inferiorizada ni inferiorizante, sino una alteridad que nos refleje, mirándonos a los ojos, amorosamente, tanto seamos varones o mujeres, de una u otra identidad de género. Desde el deseo o desde la amistad. Desde la cordialidad a la pasión. Desde el ardiente anhelo de un cuerpo hasta la ternura más genuina o la admiración más profunda por un colega. Y en el plano de lo empírico, quien pretenda agraviar a un semejante, en particular a otro varón que rompe la estereotipia o a otra mujer, le costará tan caro porque será sancionado por la comunidad letrada, porque éticamente corresponde que así sea. Ellos sí, confinados esta vez a la soledad inexorable. Porque si lo que Platón narra (y propone) en su diálogo La República es cómo fueron los poetas expulsados de ella, por escribir, esto es, por copiar del mundo de los arquetipos, para realizar entonces copias de copias, así en la república de las letras deberá haber responsables que se ocupen de moderar y expulsar a los incivilizados, a los prepotentes, a quienes discriminan, a quienes cometen escarnio, a quienes son incapaces de convivir con el pretendidamente diferente al que aspiran mediante estrategias violentas a degradar, a agraviar. Hasta que de una vez por todas los machos patriarcas comprendan que la vida de un escritor ha de pasar por sobre todo por la dignidad y la ética. Por los principios y los valores. Si estos sujetos destructivos, encarnizadamenete repugnantes, como un Macbeth hostil, el arquetipo shakespeareno del mal, capaz del daño a los efectos de su beneficio más mezquino, en dosis proporcionales, pues ahora sí actuar por exclusión hacia ellos. Porque están damnificando a la república de las letras. De la cual han de ser sí o sí expulsados. Para dar cuenta de estas tramas éticas me he servido de una reflexión y de un relato. Un recurso intersubjetivo. De naturaleza parcial. El relato de los hechos.

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