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Adrian Ferrero

El relato de los hechos: leer y escribir sobre mujeres (I)

Recuerdo que hasta alrededor de 1991, siendo un lector de Argentina, más concretamente de una ciudad provinciana como La Plata, jamás me había planteado la relación entre literatura escrita por varones o mujeres. Y ni remotamente estaba siquiera sospechando o conjeturando acerca de debates en torno del género en la literatura. Ni en la literatura argentina ni en la mundial. En la literatura, a secas. La literatura era un vasto territorio, un único territorio, aparentemente apacible, por el que yo venía circulando, de modo aceitado y que, curiosamente, si bien mi ingreso remoto en él había sido de la mano de una mujer, María Elena Walsh, lejos estaba yo de pensar en términos de que la condición de mujer significara alguna clase de condición, a favor o en contra, para escribir.

Recuerdo naturalmente los típicos abordajes de los piratas de Salgari, los descubrimientos de Verne, las aventuras por países con dinosaurios de Henry Rider Haggard, la saga de Bomba el niño de la selva, Tarzán, las novelas de Sir Walter Scott. En fin, en esta etapa de la adolescencia (nací en 1970) el universo de la literatura estuvo gobernado por varones. Estaban esas otras lecturas, consagradas a las adolescentes, de las cuales nos manteníamos apartados más por desinterés que por discriminación. Esto quedó naturalizado por muchos años. Y aun leyendo mujeres best sellers, como Isabel Allende años después, una ficción de suma credulidad, que abordaban temas en los que la identidad de la mujer y los matriarcados eran fundamentales, seguí permaneciendo inmune a esa dimensión de la literatura. Seguramente porque estaban mal planteados y no eran eficaces al punto de introducir cambios en puntos de vista de modo radical. En el orden de la representación literaria y en el orden de las voces que circulaban por la sociedad, la relación a mis ojos era de pares. O, en todo caso, no le prestaba la menor atención. Era una circunstancia que pasaba desapercibida a mis ojos.

Leí a Vargas Llosa, a Cortázar, Arreola, Rulfo, García Máquez, a Borges, a Poe, sistemáticamente. A los dramaturgos estadounidenses. Y desordenadamente a muchos otros por separado, argentinos, latinoamericanos, universales. Seguí francamente sin encontrar en el campo literario distinciones de ninguna clase que definiera batallas por el poder de decir, en palabras de la académica estadounidense Jean Franco referidas a Sor Juana Inés de la Cruz en su libros Las conspiradoras. La representación de la mujer en México (FCE, 2004).

Los años noventa me encontraron con un panorama inesperado. Luego de asistir a un taller literario en el que se me conminó a asumir la literatura como un oficio porque según su coordinadora “eso iba en serio”, comencé a asistir al taller del escritor Leopoldo Brizuela en Tolosa, La Plata. Leopoldo Brizuela (La Plata, 1963-Bs. As., 2019) nos dio para leer la primera clase un cuento que para ese momento me resultó impactante: “Todo lo que asciende tiene que converger” de Flannery O’Connor. La autora estadounidense había tenido una vida desdichada, contrayendo una enfermedad que la llevó a confinarse en una granja, rodeada de pavos reales y escribiendo sus cuentos hasta que había fallecido a una edad relativamente temprana y sus relatos habían sido publicados. Ella misma, su historia, adoptaban las inflexiones de una ficción en virtud de su desangelado destino. Una historia para un cuento. Tal vez por eso mismo le gustara tanto a Leopoldo Brizuela. Una cierta nostalgia cargaba con una pátina dramática las tramas del dolor de esa mujer. Yo debería regresar a ese cuento. Debería volver a leerlo. Debería realizar una relectura según esta nueva clave. Porque reviste un carácter inaugural. Iniciático. Pero no es el punto en este artículo que aspiro a desarrollar en lo sustantivo. Y en el que aspiro a narrar y a describir muy en particular las etapas de un proceso de autoconstrucción del sujeto escritor y del sujeto intelectual varón que comenzó a tener un cierto registro del universo social gradualmente que lo condujo a vislumbrar ese universo y sus prácticas sociales así como su ideología dominante con el objeto de intervenir en ella de otra manera. Distinta por lo pronto de la que la sociedad había instalado como la unívoca. Descubrí que efectivamente había una literatura escrita por mujeres. Leí a la mexicana Ángeles Mastretta. Leí a otras autoras. Pero sobre todo tuve la gran revelación en mi vida de alguien que sería insoslayable por el resto de toda ella: Clarice Lispector. Una autora ucraniana-brasileña, pintora, narradora, autora de cuentos para niños, cronista de diarios o semanarios. Su lectura me deparó un hito. Ese antes y después de las que solo son capaces de empaparnos las grandes creaciones de la Historia de la literatura universal. Ese “antes y después” tuvo que ver con la capacidad de percibir de un cierto modo el mundo a través del lenguaje, de plasmarlo en imágenes, en una determinada clase de metaforización del mundo. Y de hacerlo hasta sus últimas consecuencias. El lenguaje venía, codificado literariamente mediante una mano maestra, acompañada de una sensibilidad exquisita, a permitir traducir la subjetividad más descarnada con una belleza incomparable. También con la llegada a una zona de un punto sin retorno por dentro del cual si el sujeto quedaba cautivo la incertidumbre podía llegar a resultar intolerable. A ello hacía referencia ella misma cuando afirmaba que “le daba miedo escribir”.

Recuerdo que Leopoldo Brizuela se apareció cierta tarde con una caja llena de libros para regalarnos porque se estaba desprendiendo de los que ya no leía. Y elegí Viaje a Hanoi, de Susan Sontag y La nave de los locos, de Cristina Peri Rossi. Ambas, por motivos muy distintos, eran lecturas políticas. Creo que a esa altura de mi vida yo no conocía a ninguna de las dos. Pero me dejé guiar por los títulos. Por su audacia o su inquietante promesa.

Hubo encuentros, amores, pasiones que me llevaron a Alejandra Pizarnik y a Luisa Futoransky, entre otras pocas autoras (sobre todo poetas) de calidad que por entonces no circulaban en abundancia. No muchas más. Pero la literatura siguió siendo patrimonio de varones. Pasé toda la década de los noventa leyendo a Antonio Dal Masetto, Tomás Eloy Martínez, Martín Caparrós, Juan Martini, Juan Gelman, Alan Pauls, Juan Forn, Ariel Dorfman, Osvaldo Soriano, Rodrigo Fresán, el chileno Gonzalo Contreras, Napoléon Bacino Ponce de León, entre muchos otros, en una colección de Planeta de autores argentinos y latinoamericanos. Leí naturalmente a Borges desde 1987 en adelante. Releyéndolo también, interrogándolo, procurando descifrar su enigma. Y la lista podría seguir y seguir, indefinidamente. No obstante, Alejandra Pizarnik y Silvina Ocampo significaron dos marcas fuertes en la recepción literaria como excepciones a este androceo que yo habitaba y del cual, bajo la forma del ghetto no salía sencillamente porque no estaba al tanto de permanecer en él. Estaba por dentro de él, sin saber que era una cárcel que me impedía el acceso a una diversidad de poéticas que el universo de los significados sociales plantea desde las poéticas escritas por las mujeres pero también por otras poéticas no oficiales. El universo de los textos podría haber llegado a abrirse indefinidamente si hubiera sido capaz de descubrirlo a tiempo o estar dispuesto a hacerlo sin prejuicios heredados. Y si eso no sucedió de modo más exacerbado, fue porque el tema género no circulaba como ideología social a nivel académico en La Plata (probablemente en Argentina y América Latina tampoco, los estudios de género fueron una avanzada que llegó tardíamente a este continente, como bien lo han estudiado Daniel Balderston y Donna Guy) para una revisión de la institución literaria en profundidad, al menos por lo circuitos por los que yo me movía.

Los compases de esta historia siguen a pasos agigantados a 1997 en que tomo la decisión de, muy fascinado por la lectura de Simone de Beauvoir, escribir una novela sobre los existencialistas franceses. En efecto, a partir de 1989 en la Librería “Libraco” una mítica librería de mi ciudad, donde yo trabajaba en atención al público, su entrañable dueño, Emilio Pernas, me regaló un ejemplar dañado en su portada por la colilla de un cigarrillo por un cliente negligente del libro autobiográfico Memorias de una joven formal, de Simone de Beauvoir. Leí y estudié a la trilogía de los existencialistas. La experiencia no quisiera volver a repetirla (la de escribir una novela, quiero decir). No resultó gratificante para mí. Pero sí supuso un aprendizaje (el de escribir mi primera y única obra de narrativa de largo aliento) y también supuso internarme en la Historia cultural de Occidente en un capítulo que se proyectaba de modo potente hacia muchas corrientes de pensamiento y disciplinas. Para esta novela hacía falta algo más que la imaginación narrativa. Hacía falta documentarse, estudiar, formarse, acudir a fuentes, leer biografías y autobiografías, epistolarios. Era el relato de los hechos.

El sinuoso camino por la poética y las teorías de Simone de Beauvoir se había abierto ya en 1987, en el Colegio Nacional “Rafael Hernández”, dependiente de la Universidad Nacional de La Plata, donde la docente de la asignatura Filosofía, la Prof. Beatriz Hebe Crespi, había dictado en sus clases numerosas nociones sobre el existencialismo francés. Este camino con Simone de Beauvoir seguiría un curso sinuso pero siempre enriquecedor que jamás me abandonaría (hasta hoy). Y que me abriría senderos que iban desde un incipiente acercamiento a los estudios sobre la mujer, la autobiografía como “género del yo”, el ensayo filosófico, literario y sociológico, la narrativa, el testimonio, los diarios de viaje, los epistolarios. Con sus vasos comunicantes.

En la carrera de Letras de la Universidad Nacional de La Plata, donde yo había ingresado en 1988, leía de todo. Pero leía mucha crítica literaria, teoría literaria, cursábamos lenguas clásicas y el así llamado “canon” era naturalmente gobernado por el universo masculino, incluso el impartido por mujeres. En lo personal eso no me impidió seguir leyendo mujeres una vez conocidas algunas de ellas. Y hasta significó en un punto un acto alternativo a esa imposición absolutista que se cernía sobre las prácticas de lectura como un mandato. Tampoco sentí la necesidad de iniciar una campaña militante en contra de ese canon en modo alguno. O bien de escribir sobre el tema. O de discutir con los docentes o las docentes. Clandestinamente yo seguía con mis lecturas, en paralelo. Marcado por otros hitos y otras búsquedas. Era una lectura enamorada.

Atando muchos cabos podría decir que provengo de una familia muy vinculada a la Universidad Nacional de La Plata ya desde mi abuela, que se graduó de Prof. de Química y Mineralogía en un tiempo hostil a esas prácticas sociales para el sexo femenino. Y esos relatos circularon por la familia. Los de sus dificultades para graduarse. La oposición a que estudiara y se diplomara. Ella no solo lo hizo sino que fue directora de un Colegio de esa misma Universidad, concibiendo un Plan de estudios renovador. De modo que estaba esta otra clase de puesta en cuestión en el seno de mi marco familiar: las mujeres debían estudiar, estudiar en la Universidad pública: la Universidad Nacional de La Plata. Y era importante que trabajaran. No solo que fueran amas de casa. Todas en mi familia lo hicieron. Lo siguen haciendo. Y algunas de ellas dan clases en la Universidad Nacional de La Plata con vocación. Muchas de mis primas son grandes lectoras. En otros casos lo son sus hijos e hijas. La noción de feminidad en mi familia está ligada a la de inteligencia e intervención en el orden de lo intelectual de modo activo, de participación en los espacios sociales, de apropiación del conocimiento, de puesta en cuestión de lo establecido. De valoración de ese conocimiento. Mi abuela cuando llegábamos a su casa lo primero que hacía era abrir las enciclopedias y ponerse a explicarnos desde el origen del mundo hasta la fauna y la flora que habitaba nuestro planeta. Este fue el modelo familiar del que provengo. Mi abuelo fue un gran colaborador en las actividades domésticas a la par de mi abuela, también siendo trabajador. Como puede apreciarse, no se trataba de estereotipos de género tradicionales.

¿Y qué sucedió con el capítulo lecturas en mi vida luego de esta trama que acabo de referir? Pues leí mujeres y varones. Escribí sobre mujeres y sobre varones. Pero creo que me sentí más inclinado por la literatura escrita por mujeres que por la de varones. Si bien hay muy buena literatura escrita por varones que sigo y seguiré siempre leyendo. Escribiendo reseñas sobre sus libros, sus poéticas, sobre crítica por ellos ejercida, sobre las traducciones por ellos realizadas, difundiendo ese trabajo. Digamos que no me interesan las dicotomías ni las disyuntivas sino la equidad y el afán colaborativo entre las personas. Los buenos modales y los buenos tratos. El saber escuchar al semejante y el dirigirse hacia el semejante respetuosamente. Tampoco un lector o lectora puede prescindir de la lectura de varios clásicos, incluyendo los contemporáneos. Para dar algunos nombres importantes para mí, concretamente varones, los dramaturgos de la Antigüedad clásicos fueron fundamentales. Homero. Joyce, Faulkner, Alberto Moravia, Italo Calvino, José Saramago, Sándor Márai, Ricardo Piglia, Eduardo Pavlovsky, Giusseppe Ungaretti, Shakespeare, Cervantes, Quevedo, Arthur Miller, Tennesse Williams, entre muchos otros, citados no cronológicamente ni hasta probablemente en orden de jerarquía pero sí todos ellos investidos de suma relevancia y respeto por mí. Enumero ahora según el orden que me lo dicta la memoria. Algunos por su dimensión política. Otros por la desmesurada capacidad imaginativa y para desplegar la fantasía. Otros por su capacidad especulativa en torno de la literatura y los discursos sociales. Otros por su destreza para dar cuenta de la representación literaria de los vínculos humanos en todas sus dimensiones. Por citar un ejemplo: Moravia es uno de los escritores que más admiro por el modo tan acertado como logra dar cuenta de las relaciones de pareja. Y estaban aquellos que lograban pintar la sociedad de su tiempo histórico con acierto, de modo auténtico, pero también con belleza, con capacidad de denuncia en muchos casos incluso. Pienso en Charles Dickens. Pienso en la no ficción de varios autores de Argentina y EE.UU. Entre los contemporáneos los cuentistas de EE.UU. con originalísimas teorías sobre el relato: Heminway, Carver, Cheever, Salinger, entre otros. Esto en lo relativo al capítulo de la primera etapa de mis lecturas y sus procesos en progresión. Veremos en la segunda y próxima parte la inserción institucional que supuso para mí este conjunto de percepciones del campo intelectual por dentro del cual la dimensión de ser varón o ser mujer ya no daban lo mismo. No solo porque no todos podían hablar del mismo modo de los mismos temas. Sino porque había una asignación atributiva en los roles de género en el seno de la sociedad que no era la misma en un caso y en otro. Finalmente, había voces que circulaban y se hacían escuchar de modo atronador, al punto de silenciar a las voces femeninas o a la de otros varones, a las cuales marginaban por considerarlas de poca virilidad o de continentes subalternos o bien por escribir sobre temas que no consideraban debían ser patrimonio de un varón. Incluso ciertas voces potentes llegaban a impedir que las voces circularan introduciendo cambios en el orden de lo simbólico y de lo real de un modo que mantenía el statu quo cultural, reproduciéndolo en lugar de invitar a una saludable innovación de las condiciones sociales. Al pluralismo y a la tolerancia. Las condiciones de producción y recepción de los discursos eran otras. Y probablemente lo sigan siendo. De eso trata este artículo, que decidí dividir en dos partes. La semana que viene se sabrá de modo definitivo por qué.

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