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Francisco Martínez Pocaterra

El reinado de los sátrapas

¿Hasta cuándo los hombres van a aceptar el sufrimiento de otros?
Lucifer edificó su reino en las almas de los impíos, de aquellos que se cagan en la dignidad de los seres humanos.

Maduro y Lukashenko, y muchos más alrededor de este mundo, le dan rostro a la indignidad y a la satrapía. Son todos ellos perpetradores de los más atroces crímenes que el ser humano pueda cometer contra sí mismo (por ese empeño tan humano de inventarse formas para torturar y asesinar a otros, como lo sugiere Charles Van Doren en su libro “Una historia del conocimiento”). No obstante, a pesar de los avances políticos y jurídicos, y de las incuestionables evidencias de que más que un summum de países, realmente somos una sola nación; el hombre – es el único animal que, aun siendo racional, obra con mayor despropósito que la más torpe de las bestias – los acepta y tolera e incluso, les perdona (y en algunos casos, les ríe) sus crímenes.

Peor que la pandemia que desde hace más de un año nos mantiene confinados e improductivos (sin que le exija al gobierno chino respuestas serias sobre lo ocurrido en Wuhan), es esta otra enfermedad – mucho más vieja – que ha idiotizado a la mayoría de las personas: la corrección política. Por ello, hundidos en un lodazal de excusas y razones absurdas, Maduro y Lukashenko, y toda la ralea de dictadores que impúdicamente defecan sobre la dignidad del ser humano, son tolerados, y sus delitos, olvidados.

Hemos perdido la ética. Nada hay más parecido al averno que la guerra (y las dos últimas confrontaciones globales, especialmente), pero la estolidez demostrada por los líderes mundiales en los últimos años más que una demostración de la banalidad fatal de nuestros días, denuesta a los más de 55 millones de víctimas durante la Segunda Guerra Mundial y en particular, a los más de seis millones de judíos asesinados en los campos de extermino nazi.

La humanidad no debe (no puede) tolerar dictaduras, ni conductas que menoscaben los principios y valores sobre los cuales se ha edificado la idea de democracia. Las acciones criminales de los tiranos, que sumadas, serían un compendio ciclópeo y sin dudas, vergonzoso, deben tener consecuencias reales y eficaces para sus perpetradores. Tal cosa no ocurre. Cuando mucho, la CPI ordena sanciones veinte y veinticinco años después, cuando víctimas y victimarios ya son ancianos o incluso, ya han fallecido.

La justicia tardía no es justicia. Los tiranos deben saber – y temer – que la justicia los va a cazar, y a llevarlos al estrado, y, de ser el caso, al cadalso.

Maduro y Lukashenko personifican la indignidad y la satrapía de la que es capaz el ser humano, pero no son menos indignos quienes, amparando su pusilanimidad y su cobardía en dictámenes poéticos (pero inaceptables), les animan a mantenerse tercos en sus treces.

La moral es, si se quiere, la gran víctima de la estupidez contemporánea. Bajo premisas erróneas, y algunas, abyectas, se justifican – por decir lo menos – crímenes de lesa humanidad. Se priman formalismos, que sin contenido no son más que tómbolas carentes de sentido ontológico. Y, por ello, es más importante participar en las formas que exigir la esencia de las cosas, que sacralizar los principios y valores. Una sociedad que se siente ofendida por todo, y de todo hace un carnaval sandio, no se asquea frente a la miseria espiritual y material a la que los tiranos condenan no solo a sus contemporáneos, sino además a las generaciones futuras. En una sociedad como la nuestra, que solo hace distinciones falsas, ya no se distinguen a los sátrapas de los virtuosos.

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