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Alejandro Varderi

El regreso de la temporada teatral neoyorkina

Tras año y medio sin teatro en agosto del año pasado se celebró la vuelta a las tablas de muchas Compañías tanto a los grandes teatros de Broadway como a las salas independientes, reabriendo la cartelera que con la pandemia había apagado sus luces y dejado un gran vacío en la vida cultural neoyorkina. Merry Wives de Jocelyn Bioh, una gozosa adaptación de The Merry Wives of Windsor de William Shakesperare, para el Delacorte Theater en Central Park, inició la temporada. Ello, asentando la tónica de un número importante de producciones que se centraron en comunidades marginadas dentro de la sociedad norteamericana. Aquí la acción se trasladó de la época Isabelina al Harlem contemporáneo, trayendo a un primer plano los problemas, rivalidades e intrigas amorosas, vistos a través del crisol del colonialismo y la diáspora africana. De hecho, la autora apuntó que su intención era hacer una adaptación “que pudiera disfrutar su familia en Guinea”.

En la dirección de Saheem Ali, de extracción musulmana nacido en Nairobi, los desencuentros amorosos y los cruces de identidades tuvieron una importante carga política, al traer al eje del discurso las injusticias sufridas por los afroamericanos recientemente y darles un papel central dentro de la obra. En sus palabras: “en esta producción toda la comunidad en escena es gente de color. Ha sido un año muy duro para la comunidad afroamericana tras el asesinato de George Floyd. Por esta razón busqué destacar aquí las historias y la vitalidad de su gente”.

Una producción de gran colorido en el entorno urbano neoyorkino enmarcó las intensas actuaciones del elenco, trayendo ecos de la poesía de Langston Hughes y las obras de otras directoras afroamericanas como Lorraine Hansberry (A Raisin in the Sun) y Zora Neale Hurston (Color Struck). La escenografía desplegó locaciones cotidianas como salones de belleza y lavanderías para desarrollar la intriga, añadiendo el toque de humor y difuminando las tensiones contemporáneas. Las hilarantes referencias a cómo Falstaff (Jacob Ming-Trent), por ejemplo, pasó la pandemia viendo películas en Netflix y engullendo comida basura se incluyeron en el discurrir de la pieza. Con ello el personaje perdió su lado amenazador y adquirió un aire cómico que concuerda con el propósito último esta versión de la obras de Shakesperare, es decir, sustituir venganza por concertación a fin de sanar las heridas psicológicas causadas por la actual crisis mundial y confortar a quienes han sufrido irreparables pérdidas.

Perder la propia identidad por falta de documentos legales que la acrediten es un hecho recurrente en nuestras sociedades, dados los grandes desplazamientos intercontinentales a unos niveles no vistos desde las grandes migraciones del siglo XIX. Sanctuary City de la dramaturga polaco-americana Martyna Majok para el Lucille Lortel Theater, creó un cercano y penetrante retrato de los problemas sufridos por quienes temen denunciar las arbitrariedades por temor a ser deportados, en las historias de B (Jasai Chase-Owens) y G (Sharlene Cruz), dos adolescentes creciendo en Newark, New Jersey, denominada ciudad santuario pues las autoridades locales limitan su cooperación con los agentes federales encargados de reportar tales irregularidades.

Los problemas derivados de aquella situación, como la violencia doméstica hacia la madre por parte del padrastro de G y la explotación de B como trabajador sin papeles por el lado de los empleadores tuvo un poderoso desarrollo en la pieza, mediante una primera parte estructurada a base de viñetas muy cortas donde los protagonistas se enfrentaron a los excesos de los otros apoyándose entre sí para superarlos. La segunda parte reflejó, en una sola escena, la evolución de los personajes varios años después, cuando habían logrado sobrevivir a los acorralamientos y empezar a forjarse una vida propia donde la amistad adquirió otros matices, dado el cambio en los intereses de ambos al haber entrado en otra etapa de sus existencias.

Un escenario desnudo con una gran plataforma central y una iluminación que privilegió las luces indirectas creó una atmósfera proclive a las confidencias, involucrando a la audiencia y desentrañando los pormenores del daño que, en la segura dirección de Rebecca Frecknall, fundó una cercanía con el público, potenciando las actuaciones y mostrando toda una gama de sentimientos desde el amor a la traición.

Carolyne or Change de Tony Kushner para el Roundabout Theatre, trajo estos elementos a la historia de una mujer de color trabajando para una familia judía en el Mississippi de los años sesenta. Las diferencias culturales y raciales quedaron expuestas con gran precisión desde la eficaz actuación de Sharon D Clarke, quien obtuvo el Premio Olivier en la producción inglesa. Reminiscencias de las obras de Tennessee Williams, Lillian Hellman y Edward Albee pueden encontrarse en esta épica de Kushner, dentro de la tónica dramática de Angels in America, sobre la pandemia del sida, su pieza más trascendental.

Aquí será el niño de la casa, huérfano de madre y con un padre afectivamente ausente, quien catalizará las relaciones, si bien su atracción hacia Carolyne como segunda madre no tendrá en ella ninguna resonancia, más allá de su deber como criada y niñera. “Nosotros nunca fuimos amigos”, le confesará lacónicamente al muchacho, cuando este trate de recuperar con ella una amistad que solo estuvo en su imaginario. Incluso su percepción de los hijos de Carolyne como posibles compañeros de juegos tampoco será reciprocada, pues ellos solo lo ven como el hijo de los dueños que explotan sin contemplación a la madre.

La dirección de Michael Longhurst enfatizó las profundas discrepancias raciales entre el Sur y el Norte, que solo parecen haberse hecho más insalvables hoy pese al tiempo transcurrido desde la guerra de secesión. Incluso el trabajo escenográfico marcó estas diferencias, al colocar en el centro de la escena la estatua de un soldado sosteniendo la bandera confederada. Algo que trajo inmediatamente a la memoria del espectador la polémica para remover el monumento a los Defensores del Sur, ubicado justamente en el lugar geográfico donde tiene lugar la obra de Kushner.

Deep Blue Sea de Bill T. Jones para el Park Avenue Armory hizo un uso muy seguro de tales fricciones, al presentarnos un amplio espectro de agravios e injusticias contra las minorías, en un espectáculo de danza-teatro de largo alcance y hondura. Cien personas en escena, entre bailarines, actores, músicos y miembros de la comunidad neoyorkina, tejieron una expresiva narrativa de gestos y lenguajes, puesta a imantar la atención del espectador y darle un giro muy contemporáneo a los textos en que se basó la pieza: Moby Dick (1851) de Herman Melville y “I Have a Dream” de Martin Luther King.

La carga política y humana de estas obras tuvo en el devenir del espectáculo un absorbente motivo, enmarcado por una monumental puesta en escena que hizo muy buen uso del gran espacio central, alrededor del cual se ubicaron las gradas para el público. Una planicie infinita, un mar embravecido, un colorido tapiz de cuerpos iluminados individualmente por puntos de luz crearon distintos ambientes, idóneos para verter el contenido de unos textos que abogan por la armonía racial y el diálogo, en tiempos de lucha y opresión.

“Soy un afroamericano que creció creyendo posible la superación de las divisiones; que existía un ‘nosotros’ dable de trascender lo racial y lo étnico. Pero como más he vivido, más me he dado cuenta de que esas cosas se hallan profundamente atrincheradas en la conciencia de la gente”, asentó en tal sentido Jones, sincretizando el sentir de quienes buscan fomentar el diálogo en tiempos de polarización e intolerancia.

How I Learned to Drive de Paula Vogel, Premio Pulitzer de teatro, para el Manhattan Theatre Club, centró muchas de estas preocupaciones, en la historia de Li’l Bit (Mary-Louise Parker) y su desmedido tío Peck (David Morse), como parte de una disfuncional familia donde se incluyó a una madre alcohólica y a un padre misógino. De este explosivo coctel el director Mark Brokaw destiló lo más recóndito de los personajes exponiendo sus miserias, en la raíz de los traumas de la protagonista.

El excelente trabajo actoral de Mary-Louise Parker logró extraer las múltiples facetas de su personaje, quien sufrió los avances del tío y la indiferencia de los padres a lo largo de su infancia y adolescencia. Las lecciones de conducir de este constituyeron la alegoría de las manipulaciones de los adultos, confrontados finalmente por ella, a fin de empezar a entenderlos para poder vivir sin que fueran una presencia permanente.

Un escenario muy minimalista, donde cada objeto guardaba un sentido muy próximo a la evolución de la pieza contribuyó a consagrar esa necesaria distancia con la desnudez de los eventos expuestos sobre la escena. Una realidad que en los últimos años se ha vuelto mucho más directa y pública, gracias a las denuncias de las violaciones sufridas por niños y adolescentes en escuelas, internados, equipos deportivos y las propias familias. Según el director: “El trauma hoy en día ya no está oculto sino que se ha hecho público. Hay mucha información ahora sobre estas relaciones tan dañinas, debidas a comportamientos de figuras de autoridad en quienes las víctimas depositaron su confianza, y que siguieron actuando por mucho tiempo pues existía una red de gente que les facilitaba hacerlo”. Algo que los medios de comunicación y las redes sociales han contribuido a destapar, gracias a la rapidez con que las noticias, tanto verdaderas como falsas, llegan ahora al público.

No extraña entonces que el potente tour de force del compositor y autor Terence Blanchard Fire Shut Up in My Bones para el Metropolitan Opera haya tenido tan amplia acogida. Esta producción, la primera de un artista afroamericano en llegar al Met y abrir además la primera temporada desde el comienzo de la pandemia, podría calificarse de un Porgy and Bess para el siglo XXI, pues rompe con los estereotipos raciales, del modo como la pieza de George Gershwin lo hizo casi un siglo antes.

Temas muy polémicos como las diferencias de clase, la discriminación racial y el abuso sexual infantil en un marco de gran pobreza se mostraron sobre la escena con sensibilidad y tino envolviendo a la audiencia en un espectáculo musical y teatral de gran presencia escénica. El libreto de la cineasta Kasi Lemmons, basado en la autobiografía del periodista Charles M. Blow, abarcó la temática en un tono no exento de poesía, pese a la dureza de eventos que, en el fondo, no son exclusivos de una comunidad específica pues resuenan universalmente; en especial en nuestra contemporaneidad, cuando la inmediatez de los hechos se hace global instantáneamente, uniendo o enfrentando a la gente. Citando al autor: “Al ver lo que está pasando en este país, la gente se da cuenta de que un cambio fundamental en todo lo que hacemos es muy necesario… pero nuestra cultura se ha vuelto una cultura del instante y nuestra atención se desvía fácilmente”.

Fire Shut Up in My Bones, sin embargo, se empinó por encima de los hechos y sus circunstancias, proyectándolos hacia el futuro; de ahí su efectividad. Una efectividad deslastrada de efectismo para no distraer la atención de lo realmente importante; y que coincide con el sentir de quienes abogan por una sociedad más justa e inclusiva, del modo como estas obras han buscado representar, vibrando sobre la escena neoyorkina, abierta y alerta una vez más.

 

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