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esteban ierardo

El placer del Bosco

En el Museo del Prado, como en otros grandes museos, el arte expulsa el vacío. En una de sus salas, late el resplandor de El jardín de las delicias del Bosco, el tríptico atesorado por largo tiempo por Felipe II de España en el Monasterio de El Escorial. Sus interpretaciones son abundantes, como la selva de sus figuras. Agregar una interpretación más puede ser mero juego ocioso, o una necesidad sensible ante el acto artístico como prodigio expresivo.

La propia persona del Bosco se difumina en la bruma, en las ausencias de documentos, en el desconocimiento de sus días.

Jheronimus Bosch o Hieronymus Bosch (1450-1516), en español el Bosco, nacido en Bolduque, en el Ducado de Brabante, hoy Países Bajos. No en vano Erwin Panofsky lo concibió como “lejano e inaccesible” hacedor de sueños incandescentes; águila rara en la pintura flamenca, poco proclive a fechar sus cuadros, a firmarlos. Solo de los archivos municipales de Bolduque (en neerlandés  Hertogenbosch), o de los documentos de la cofradía de Nuestra Señora, emergen los pocos datos de su velado andar, aunque no suministran información sobre su persona, y no aparece su fecha de nacimiento (1). Se conserva el encargo del Juicio final por Felipe el hermoso. Y ningún escrito de su letra esclarece las intenciones de su ebria imaginación.

El magnetismo que ejercieron sus tablas promovió atribuciones apócrifas, muchas imitaciones y falsificaciones, perplejidades y asombros. Sus desbordes pictóricos de figuras maravillosas y tejidos de fantasías, en contra de lo que comúnmente se observa, no fue originalidad sin precedentes, sino continuación de los imaginarios antiguos y medievales precedentes de las figuras glípticas. Y como ya expresamos en otra parte:

“La antigüedad grecorromana pudo inspirar lo fantástico de El Bosco mediante las gryllas, las figuras de la glíptica. Plinio el Viejo aseguraba que Anfitos de Egipto denominó gryllos (lechón) a una imagen que realizó para satirizar a un hombre. Así se llamaron después las figuras glípticas que consisten en un repertorio de anomalías orgánicas: cabezas de las que surgen pinturas; brazos o pies empotrados en la cintura de un cuerpo rematado por una cabeza de animal (…) El universo de imágenes medievales y antiguas como los grylles, envolvieron al Bosco en la atmósfera sacra del cristianismo gótico” (2).

El antes mencionado Felipe II, el soberano hispano de la malograda Armada Invencible, dio cobijo a sus colecciones del visionario pintor neerlandés en El Escorial y en el Palacio Real de El Pardo.

El monarca del imperio más poderoso en la escala planetaria en su tiempo, admiró su pincel extraño, pero solo por motivos religiosos: por la valoración de su pintura en cuanto a sus efectos morales y edificantes, a sus posibles enseñanzas devocionales en el creyente que, frente al Juicio final del Bosco, quedaría deslumbrado y aterrorizado por la sofisticada maquinaria de castigos y torturas, en las caliginosas honduras infernales.

Juicio valorativo del monarca español semejante al de Fray José de Sigüenza que, en 1605, escribió:

“La diferencia entre las pinturas del Bosco y las de otros es que los demás procuraron pintar al hombre cual parece por de fuera; éste sólo se atrevió a pintarle cual es por dentro (…) Los cuadros del Bosco no son disparates, sino unos libros de gran prudencia y artificio, y sí disparates son los nuestros, no los suyos, y, por decirlo de una vez, es una sátira pintada de los pecados y desvaríos de los hombres”.

La apreciación de Felipe II y de José de Sigüenza de la supuesta factura moral del Bosco dice, a la vez, que su pintura no sería agente de placer sino, por el contrario, denuncia, sátira y advertencia sobre las tentaciones placenteras. No la pincelada del hedonismo entonces, sino imágenes aliadas del espíritu de la futura Contrarreforma; pintura al servicio del moralismo secular y clerical, que solo justifica las licencias del arte como magisterio de adoctrinamiento y mejor amoldamiento a las exigencias de la moral y la religión.

Felipe de Guevara, en Comentario de la pintura, en 1788, caracterizó a El Bosco como “inventor de monstruos y quimeras”. En 1906, Carl van Mander escribió que las fantasías del pintor holandés son “sorprendentes y extrañas…a menudo no tan placenteras, sino más bien horripilantes a la vista”.

El Bosco como vehículo de temor aleccionador, de crítica de las sensualidades deleitables, del horror de los castigos, o de figuras monstruosas “horripilantes a la vista”. La pintura como camino pedagógico que señala obediencia como la leona a sus cachorros.

Pero desde el rincón de lo que no puede saberse, podríamos imaginar otra secreta intención del artista empapado en el sudor de su creación. La sospecha que nos asaltó, en las varias oportunidades que permanecimos largo tiempo frente al tríptico del Jardín de las delicias, en el Prado, en el olvido del entorno, en el embrujo de lo hipnótico y el intento de solo ser en la imagen, y en lo que ésta esconde o resguarda…

He ahí el tríptico que cuando está cerrado muestra la creación del mundo, y cuando está desplegado permite apreciar, en el postigo en la izquierda, el paraíso; el infierno, a la derecha; y el máximo misterio del jardín, al centro.

En el Infierno, los tormentos de la Humanidad pecadora, lo demoníaco y onírico y oscuro en detrimento del cromatismo vivaz de las demás partes; lo lívido, el hielo, un lago helado donde algunos patinan mientras lo congelado se resquebraja; el contraste frío y calor como un modo de la tortura en el imaginario medieval; feroces llamas infernales e incendios de una ciudad. Y un misterioso hombre árbol que mira al espectador, junto al que un caballero es devorado por una manada de perros; en su estandarte un sapo, señal del servicio al demonio; y una creatura con cabeza de pájaro en su trono que engulle a algún desgraciado. Se ven torturados, atormentados. Escaleras, cerdos, conejos. Raras creaturas. Espadas y yelmos. El caos organizado, sin embargo, por el sufrimiento y la agresión constantes. Encubierta alusión, según la interpretación habitual, solo a los pecados capitales, la ira, gula, avaricia, soberbia, lujuria, envidia, pereza…

En el Jardín del Edén, el paraíso terrenal, la Fuente de la Vida. Pero no se trata de una traducción visual fiel del edén del Génesis bíblico. Más bien una trasformación como la de la pura agua de lluvia al verterse en un estanque cubierto de resquebradas hojas secas. Dios, como Jesucristo, le presenta a Adán a una Eva arrodillada recién creada. Junto al primer hombre y la primera mujer, tal vez El árbol de la vida. El Edén en principio es escenario sereno e idílico, pero ya manchado por la futura caída: animales que pelean (que incluyen la criatura fantástica del unicornio, o el exotismo de jirafas, elefantes, leones, o leopardos, solo explicables por algún conocimiento de la fauna africana); una lechuza, manifiesto símbolo de la malicia, junto a una roca que sugiere un rostro, en cuya parte superior crece acaso el árbol de la fruta prohibida, y en su parte inferior chapotean unas raras creaturas como lagartijas negras que emergen del agua, indicios de lo que lacera la paz paradisíaca.

Y en el centro el jardín de las delicias.

La exuberancia creativa en su pináculo. Su explicación corriente es que se trata del testimonio alucinado de la lujuria mediante multitud de figuras entremezcladas, con sus posibles simbolismos propios, apelotonadas en una atmósfera de aparente locura. Reunión de humanos desnudos, mujeres, hombres, blancos, negros; que comparten erotismos diversos: vínculos hetero o homosexuales, y onanistas; y animales y plantas entre petirrojos, como ratificación de lo lujurioso. Y si como salieran de una cornucopia o cuerno de la abundancia: uvas, frambuesas, cerezas, madroños, alusión a “coger la fruta” que, en tiempos medievales, canaliza el sexo desinhibido; metáfora del ardor de lo placentero, pero también de su caducidad, brevedad, fugacidad. Y los humanos aparecen dentro de esferas gelatinosas y trasparentes, alambiques, ostras, raras formas orgánicas, entre peces, pelícanos, búhos y otras aves, osos, leones, ciervos, grifones, fauna de los bestiarios medievales; y entre también estanques, lugares para el baño, recuerdo quizá de Venus y el amor sensual.

Un hombre alto toma de un árbol lo que quizá sea el fruto prohibido; otro hombre ofrece una cereza a una mujer. Muchos jinetes y seres híbridos. Un mundo invertido. El desquicio en su exceso. Aparentes exceso y lujuria condenados, también en apariencia, por el pintor.

Pero esta no es la única interpretación posible.

Lo contrario es que el artista creó su obra para afirmar la libertad del placer, la licitud de la sensualidad, el valor de la diversidad y la exuberancia, en un mundo libre de atribulaciones, en el que la juventud parecería ser lo modélico, dado que no se muestran ni niños ni ancianos. Ni tampoco al humano se le impone la supervivencia merced el trabajo como castigo.

Libertad como emancipación de la vejez, el trabajo y el desgaste. El reino del libre goce. En esa orientación es famosa la interpretación, indemostrable pero sugerente, del historiador del arte alemán  Wilhelm Fraenger (3), de la posible influencia en el Bosco de la secta herética de los adamitas y Los hermanos del Espíritu Libre, grupo receloso de toda autoridad en su práctica de los placeres e ilegalidades (4).

Juan Antonio Ramirez, el crítico y catedrático de Historia del Arte español, y defensor del legítimo estudio de la Historieta, propone que la imaginería del jardín de las delicias es ilustración del Paraíso terrenal, del Génesis en el capítulo del texto bíblico donde se alude a la tierra como abundancia de frutos, con cuatros ríos que atraviesan el jardín fecundo. Este paraíso no sería el empañado por la mancha del pecado introducido por Eva y la serpiente, sino el edén arquetípico, el que corresponde a su propia esencia no mancillada aún, el que trasunta las consignas divinas de “Fructificad y multiplicad… comeréis toda hierba que da simiente y todo árbol en que hay fruto de árbol que da simiente” (Génesis, 1:28-29). Belleza de la fecundidad, que incluye una desnudez que, todavía, no proyecta sombras ni vergüenza. Por eso: “Y estaban ambos desnudos, Adán y su mujer, y no se avergonzaban” (Génesis, 2:25). Paraíso de la inocencia que al final, como destino inexorable, sucumbe a causa de una Eva encerrada, en el tríptico bosquiano, en una cueva y con un escudo de cristal.

Pero todas estas interpretaciones quieren descifrar la posible intención de la imagen, pero alejándose del acto mismo de la creación de esa imagen. Al abrigo de esta última actitud, podríamos imaginar al artista visionario en el momento de alumbrar cada una de las cientos de figuras, primero pintadas en su propia singularidad, y luego en resonancia con las demás.

El pintor sabía lo que su época vería en sus tablas: el hombre contaminado por la culpa, los castigos, torturas, los fuegos infernales quemándole los ojos; o los paraísos desmoronados por la tentación. El artista sabía qué sentidos podría sonsacar la Iglesia, o la gente devota, de su arte extraño y fantástico.

Pero seguramente, para sí, se complacía con hacer que cada centímetro de sus tablas resplandeciera con formas inauditas y sorprendentes (5). Habrá sentido, entonces, gran placer al contemplar su obra viva, realizada, brillante en el espacio. El placer del artista por haber conseguido la expresión de su mundo mental. Solo después vendría, y no podría evitarlo, el uso moral, satírico, didáctico de su imaginería.

Desde esta sospecha, su placer no se alimentaba de presentar placeres pintados en su fragilidad, flagelaciones y paraísos caídos. El placer del Bosco quizá solo brotaba de la satisfacción por el acto mismo de la creación consumada; por el acto del pintar que creaba un mundo, o que enriquecía este mundo. Es conveniente no olvidar que el Bosco vivió en el tiempo de transición entre el medievo y lo moderno. Como Dante, Giotto o Petrarca, en él también pudo asomar la conciencia de la individualidad del artista, ya no solo su condición de instrumento para crear obras como ofrendas a Dios. Esa individualidad en el caso del artista holandés pudo ser su experimentar el placer por la realización misma de la obra, independientemente de su posible simbolismo. Solo desde una individualidad desinhibida el Bosco pudo entregarse a su orgía creativa sin temor a no ser comprendido. Una actitud que explica que, en el siglo XX, André Breton, líder de los surrealistas lo honre como uno de los antecedentes del movimiento surreal.

Y entrevemos que en su taller en la noche, entre la lumbre de las velas y las penumbras temblorosas, el pintor se concentraba en su arte. Afuera, la noche, el frío y la nieve en la piel y los huesos, los pájaros acurrucados en las ramas, la luz de las estrellas sobre un río congelado en su rostro de agua; la naturaleza ignorante del artista y del Dios creado por los hombres.

Mientras en la chimenea se consumía la leña, el pintor sabía que a la soledad se la puede combatir con la belleza. Por eso, siguió introduciendo, por la pintura, sus creaturas en este mundo que olvida el milagro del aire y del color. En esta labor, era solo el acto de crear. Y quizá no pensó, al principio, en Dios ni en el Diablo, ni en la culpa ni el castigo, sino solo en su placer a solas. El placer del Bosco por haber creado, luego de muchos soles y lunas de pinceles, un nuevo mundo en el mundo, para fascinar en su tiempo y en el futuro.

La fascinación más allá de las palabras que no dicen nada, o de la religión que nada entiende del placer de un artista solitario, al crear una obra que hipnotiza con su misterio.


Citas, notas:

(1) Lo que sí se sabe es que El Bosco pudo haber pertenecido a los Hermanos de la Vida Simple, cuya aspiración era volver a la originaria sencillez de la vida evangélica, el camino de la Devotio moderna, que también mucho influyó en Erasmo de Rotterdam.

(2) Esteban Ierardo, El agua y el trueno. Ensayos sobre arte, naturaleza y filosofía, Prometeo, Buenos Aires, pp. 48-49.

(3) Walter Bosing lo confirma: “Al igual que Fraenger, tal vez pongamos en duda que el Bosco pudiera haber tenido la intención de condenar aquello que pintara con formas y colores tan fascinantes”, en El Bosco, ed. Taschen, p. 56.

(4) Sobre la herejía de los adamitas o los Hermanos del Espíritu Libre puede consultarse: Norman Cohn, En pos del milenio, Alianza Universidad, Madrid.

(5) El Bosco quizá se liberó del sentido instrumental o pedagógico de la imagen como exige la iglesia de modo que “la materia pintada ya no es solo medio para ilustrar una moral, o para representar lo sagrado. La pintura, la obra, es ahora lugar numinoso donde se hace presente y se muestra una realidad trascendente y esquiva”, en E. Ierardo, El agua y el trueno, op. cit., p. 51.

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