Han transcurrido más de treinta años de su muerte. Su leyenda contabiliza dos rasgos atractivos: una genialidad única para la interpretación musical y una forma de ser absolutamente fóbica, maniática e intensa. Quizás por eso el pianista canadiense Glenn Gould (1932/1982) atrae aún a musicólogos e historiadores como uno de esos acertijos sin resolver.
En un mismo año, 2016, coincidirán en librerías una biografía (Vida y arte de Glenn Gould, Kevin Bazzana. Turner, 2016) y un libro de entrevistas (Conversaciones con Glenn Gould, Jonathan Cott, Global Rythm, 2016). Ambos títulos merecen la atención cuidadosa de quienes siguen de cerca el singular mundo de las personas con habilidades sorprendentes.
Aunque tocaba el piano desde los cinco años y sólo tuvo dos maestros en su corta vida (su madre y el chileno Alfonso Guerrero), a los 23 años Glenn Gould alcanzó la gloria de la interpretación, al ejecutar -quizás como nunca antes – las variaciones Goldberg, de Johann Sebastian Bach.
En 1955 Gould ejecutó una elipsis de 300 años: Bach creó las variaciones en 1741 a pedido de un mecenas, el conde Keyserlingk, para combatir el insomnio. Las ejecutaba el discípulo de Bach, Johann Goldberg. De ahí su nombre. Por ese trabajo le pagaron una copa de cien florines de oro a Bach.
«El propósito del arte es la construcción gradual, a lo largo de toda una vida, de un estado de asombro y de serenidad», escribió Gould, quizás para definirse, o para explicar su alejamiento de las presentaciones públicas y la tendencia al encierro en el útero de los estudios de grabación. Después de estar en la cima un buen día decidió encerrarse.
El músico Stuart Isacoff escribió que a Gould lo definía el impulso aventurero y el deseo de ir a contracorriente. Y él mismo reconoció que prefería la abstracción serena a la turbia sentimentalidad. Quienes han indagado en su carrera reconocen la importancia de la precisión y la transparencia de sus ejecuciones, que lo llevaron a interpretar a Bach como pocas veces se había oído.
Su psiquiatra, Peter Ostwald, reconoció que su personalidad coincidía con los rasgos del síndrome de Asperger: alta sensibilidad para estímulos sensoriales con personalidad obsesiva que lo aleja del trato social. Además era hipocondríaco.
Y en ese planeta extraño vivía Gould. En verano se cubría con abrigos, gorros, y guantes de lana; se bajaba de los carros si se enteraba que alguien estaba resfriado; cortaba una llamada telefonica si la otra persona estornudaba; remojaba sus manos en agua tibia quince minutos antes de tocar el piano; le pidió a su padre que le construyera una butaca más baja de lo normal para tener las teclas cerca de la nariz y dejar que la interpretación descansara en sus dedos y en los músculos de la espalda; tomaba medicamentos como caramelos; y no le daba la mano a la gente de baja estatura por temor a que le fracturaran las suyas.
«Lo que ocurre entre mi mano izquierda y mi mano derecha es un asunto privado que no le importa a nadie», respondió cuando le preguntaron por qué tocaba con una mano mientras la otra parecía dirigirlo. Siempre reconoció que hubiera podido vivir en un ascensor para oir todo el tiempo el hilo musical.
El musicólogo Kevin Benzzana, de Berkeley, pasó diez años investigando a Gould: su repertorio, sus escritos y notas, sus entrevistas a periodistas especializados. Finalmemente realizó él mismo más de cien entrevistas.
Su trabajo resulta notable, porque bucea en el alma y la cabeza de un genio que tenía una personalidad disfuncional. Y lo hace con estilo. Su libro se lee como esas vidas literarias atormentadas y al final deja el aroma de una reincidencia: el talento y la locura a veces se necesitan, como el hermano del hombre que se cree galllina. Quiere curarlo, pero necesita los huevos.