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El Perú de tanto tienes, tanto vales

Hace ya algunos años, en los ambientes de Ciencias Sociales e Historia de la universidad alemana de Essen, ciudad en la que vivo, traté de ganar entre los historiadores algún interés por la historia azteca e inca. Uno de los profesores fue tajante en su rechazo. Para mí, una sorpresa no ajena a mi amargura. Seguro, afirmó: «Ni los incas ni los aztecas usaron el dinero, la única base económica de interés de las civilizaciones antiguas pero con futuro». La primera parte de su afirmación era, sin duda, cierta: los metales fueron para los incas, aztecas y las demás culturas indígenas americanas, elementos materiales usados en sus adornos divinos, personales y de arte. Carecían de la función atribuida al dinero. ¿Carecían, por eso, de futuro?

Los conquistadores europeos insulares (portugueses y españoles), los primeros extranjeros que pusieron pie en nuestros territorios, fueron recibidos como dioses. Sus concepciones sobre el mundo físico y social resultaron siendo opuestas a las de las sociedades precolombinas. Hambrientos y sedientos de riquezas creada con trabajo gratuito, usaron y abusaron de la fuerza militar y de lo divino para apoderarse de cuanto pudieran. Vivían para acumular lujo y dinero. En sus propósitos nos arrebataron nuestras tierras, nuestras minas a la vez que compraban del rey de España títulos nobiliarios o administrativos, sometiendo a su servicio a nuestros «indios», población a la cual a causa de los duros trabajos o del contagio de enfermedades no conocidas, diseminaron.

Con el propósito de reponer la fuerza de trabajo indígena perdida, se sirvieron de inescrupulosos comerciantes cuyos barcos (ingleses, portugueses, franceses, holandeses y españoles) ofrecían en los mercados hombres negros cazados como animales en diversos países africanos. Los mismos eran vendidos como esclavos. Sus usuarios, los grandes terratenientes, muchos de ellos con grados militares, y las señorías de la iglesia católica, tan terratenientes como los primeros, se hicieron de los mismos. En sus bocas, la prédica de Cristo acerca de la igualdad, la paz y la justicia entre los hombres, dio al traste. El modo de vida y su moral práctica, en oposición al modo de vida y a la moral de los indígenas, demostró la vulgaridad de lo que significaba ser un «europeo civilizado», capaz de influir hasta degenerar al «bárbaro» que pugnaron por «civilizar».

Puesto el mundo indígena de cabeza, a costa de su bienestar original se inició el proceso de acumulación de riquezas que, a la larga, repercutió en la construcción del bienestar y del mejor futuro de los europeos. Europa, desde entonces, sin constituir una unidad política, ingresó hacia sus mercados todo cuanto eran nuestros metales y otras materias primas.

Tras las luchas que concluyeron echando a España de América del Sur, las administraciones de nuestras repúblicas dirigidas por descendientes de familias colonialistas o por criollos no ajenos a la convicción de aquellos, heredó la esclavitud de las mujeres y de los hombres negros. En el caso peruano, nada importó el que el Libertador San Martín declarara «la libertad de vientres», un decreto según el cual los esclavos que nacieran después del 28 de julio de 1821 nacerían libres como libres serían las personas negras que después de ese día fueran ingresadas tras haber sido raptadas del África para ser vendidas como esclavos. Estas personas y no «cosas» u «objetos», como eran definidos por el lenguaje colonial, fueron, a partir de la declaración de la independencia peruana, nuestros segundos extranjeros. A estos, nuestras élites criollas continuaron convirtiéndolos en objetos de compra y de venta. Las mujeres eran, en no pocas oportunidades, una especie de pozo en el cual los «blanquitos» desembocaban el agua y el fuego de su lujuria. A esta práctica se le empezó a llamar «mejorar la raza». El racismo empezó, así, a tomar cuerpo «criollo».

La Colonia nos dejó un credo y una práctica social de perversas consecuencias: quien no tiene dinero, carece de valor y de importancia humana. La tierra, las minas y el fisco, en la república, continuaron siendo, como en la Colonia, propiedades privadas al servicio exclusivo de los bolsillos de las élites. En nombre de la libertad que permitía a estas continuar haciendo derroche de riqueza, de lujo y de dinero, se convino en no abolir la esclavitud. Solo el tres de diciembre de 1855, Ramón Castilla, necesitado de neutralizar a José Rufino Echenique en su leva impuesta a los esclavos a fines de mantenerse en el poder, a la vez que accediendo a las presiones políticas y militares inglesas, accedió a poner punto final a la esclavitud de los africanos, quienes recién devinieron en peruanos. Desde entonces, deberían ser llamados, a secas, peruanos y no afroperuanos. Lo afroperuano son sus contribuciones en el aspecto cultural, tal cual sus comidas, sus danzas y otros objetos. ¿O es que hay que llamar a los blancos europeruanos?

La revolución industrial europea de 1848 fue posible gracias a la acumulación de los recursos mineros y agrícolas no solo peruanos. De pronto las máquinas a vapor y los molinos hicieron no rentables la mano de obra esclava. Inglaterra, a la cabeza de aquella revolución, necesitaba, además, imponerle al mundo su capitalismo liberal. Sus productos, tales como los ferrocarriles, los molinos de caña y sus barcos, reclamaban reformar el modo de vida de las élites. Se entiende, así, que solo bajo una masiva presión diplomática y militar inglesa, Ramón Castilla, durante su segundo gobierno, deviniera en todo lo contrario de lo que fue en el primero. Es decir, de incondicional esclavista pasó a ser el «libertador antiesclavista». Sin embargo, el criollo antiesclavismo y la criolla «abolición» del esclavismo devino en un gran negocio. Vía «indemnización» a los terratenientes y a la iglesia por cada ex esclavo vivo, liberto y aún muerto, el Estado les facilitó, una vez más, el embolsamiento del dinero fiscal producto del guano exportado a los mercados ingleses. Aquella fue, quizás, la única vez que a las élites los negros les fueron tan queridos, y les valieron tanto.

¿Concluyó en el Perú, en verdad, la esclavitud? El mismo Ramón Castilla, a fines de reemplazar la mano de obra gratuita de los ex esclavos negros, autorizó la emigración de europeos católicos y la importación por los terratenientes de hombres libres de la China, en especial de Cantón. Los primeros fueron destinados a formar «colonias». Surgieron, entre otras, así, las «colonias alemanas» del Pozuso, Prusia y Oxapampa. A los chinos, en cambio, en cuanto los terratenientes los tuvieron en sus manos, los esclavizaron aún en peores condiciones a las que habían sido esclavizados los raptados del África. Las islas guaneras, y las haciendas, en especial las azucareras, los alojaron una veces encadenados en «barracas especiales». En algún momento de los años sesenta (Siglo XX), cuando aún era un estudiante de la Universidad Nacional de Trujillo, pude ver a un chino enjaulado en una hacienda azucarera de los entornos de Chiclayo. Sus dueños lo usaban como objeto de exposición y de diversión visual para sus invitados.

El Perú nunca fue un país articulado por carreteras o caminos en función de sus distintas regiones ni de los demás países de América Latina. Los ferrocarriles unían los puertos marinos o fluviales con las haciendas exportadoras. La selva, durante la explotación del caucho, tampoco fue la excepción. Lima devino, poco a poco, en una urbe capitalista identificada más con Europa (con Inglaterra y Francia antes, y ahora con los Estados Unidos de América) y de ninguna manera con las provincias del interior. La industria y el comercio tanto como las instituciones culturales y de servicios más importantes, se concentraron, y siguen concentrándose, en la capital.

Durante los años veinte y comienzos de los treinta del siglos XX, nuestras élites, dueñas del poder político, militar y de los tribunales, empezaron a sentirse amenazados por los «indios e indias» que se encaminaban a Lima. Para frenarlos, no faltaron quienes propusieron dictar leyes prohibiéndoles el ingreso a sus calles. Les bastaba, declararon, solo los que rendían ya sus servicio domésticos a las «familias decentes».

Indígenas, negros y chinos seguíamos, y en gran parte seguimos, careciendo de bienestar, de trabajo y de futuro. Nuestras élites, corruptas igual por donde uno las mire, solo nos ven cuando nos necesitan para, a cambio de una miseria salarial por nuestra fuerza de trabajo, lograr con la misma sus propósitos de engrosar más y más sus privados beneficios.

De tanto imitar el modo de vida de Europa y de los Estados Unidos de América, «la alta sociedad» y sus ujieres políticos y de la prensa no han sido capaces de asimilar ni de aplicar al Perú lo positivo del desarrollo capitalista. Ajenos a toda peruanidad, siguen ocupando el lugar que ya ocupaban durante la Colonia. Como entonces, no son ni europeos ni peruanos. Criollos a rajatabla, su mentalidad de negociantes es el único puente que los une a los grandes comerciantes, financistas e industriales europeos y norteamericanos (sus preferidos) pugnando por servirles y aferrarse a ver el dinero como a casi la única vara con que medir el valor del ser humano. En su modo de pensar y de actuar, el medio ambiente tampoco les merece cuidado ni respeto alguno. Su credo fue, y sigue siendo: «Tanto tienes, tanto vales». El racismo y el xenofobismo ante los pobres, sean nacionales o no, les es inmanente.

Uno de los lejanos antecedentes de aquella mentalidad fue Titus Flavius Vespasianus o Imperator Caesar Vespasianus Augustus (año 69 después de Cristo), quien sintetizó la doctrina cultural imperial, y ahora capitalista, europea: «el dinero no apesta». Camino a acumularlo a como dé lugar, la corrupción, el desfalco y la estafa constituyen parte de su filosofía y de sus diarias conductas. Con ellos en el gobierno y en la administración del Estado, el futuro de bienestar, de justicia y de paz para los indígenas, los nativos, los ex esclavos africanos y asiáticos, nunca será posible. Titus Flavius Vespasianus mostró cierta nobleza en algunos aspectos: apoyó y financió él, por lo menos, la arquitectura en general, y el arte en particular. Nuestros gobernantes niegan los presupuestos dignos de mención no solo a todo ello, sino también a la investigación científica, a la ciencia y a la educación. Es su manera de decirnos que la historia precolonial del Perú, y la que vino después, y aun el Perú mismo, excepto cuanto les reporta ganancia, tampoco les interesa.

En el contexto antes descrito, cualquier arribo masivo de refugiados no puede que ser visto por las elites y sus alcahuetes sino con agresividad, desconfianza y violencia. Veían ya así a los ex esclavos africanos cuando, echados de sus haciendas al devenir en «libres», debieron asaltar y robar luego de constituir «bandas armadas» para poder sobrevivir. Mientras haya miseria y pobreza social, jamás se cerrará la fuente que origina la delincuencia y las tendencias al crimen.

En resumen, en nuestra historia hemos tenido, y seguimos teniendo, dos tipos de extranjeros: los que llegaron como conquistadores para someter a sangre y fuego a nuestros indígenas y nativos, y los que devinieron en mano de obra gratuita y después mal pagada. Se parecen a los primeros, de algún modo, los diversos monopolios, dueños de nuestras riquezas por obra y gracias de la coima, la alianza y la complicidad con los mismos, de nuestros políticos corruptos.

Los refugiados políticos pertenecen a otra categoría: deben ser atendidos según los tratados internacionales firmados por el Estado.

Si los refugiados políticos o los emigrantes no traen dinero alguno en sus bolsillos, para quienes por confusión o por convicción no se solidarizan con ellos, sino con las élites, no valen nada. Sin más, llegan a tenerlos en cuenta solo para usarlos, muchas veces abusando de los mismos, en los trabajos menos rentados.

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