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Azucena Melcano

El misterio de lo cotidiano (Parte III)

Nuestra realidad actual se construye virtualmente, las emociones se simplifican con emoticones que nos reservan el uso del lenguaje para mejores ocasiones y seguimos preguntándonos por qué la literatura, la filosofía y materias afines merman su calidad con el tiempo.

Desde luego las redes sociales y avances tecnológicos no son, desde ningún punto de vista, los causantes del adormecimiento que sufrimos, finalmente somos nosotros mismos quienes decidimos cómo emplearlos. De plantearlo desde otro ángulo, estaríamos hablando de nuestra incapacidad frente a las máquinas que fabricamos. Y al enfrentarnos con esa realidad creada por nosotros mismos, retornamos a la inconformidad, al hastío y sobre todo a la incongruencia de la añoranza.

Marcel Proust hace referencia a esta tendencia  de forma casi poética: “en el transcurso de mi vida la realidad me decepcionó muchas veces, porque en el momento de percibirla, mi imaginación, que era mi único órgano para gozar de la belleza, no podía aplicarse a ella en virtud de la ley inevitable que dispone que sólo puedes imaginar lo que está ausente”.

Quizá como bien redactaba Deleuze, los vacíos son cada vez más necesarios para conseguir percatarnos de lo presente, pues al igual que en la música se necesitan silencios, de otra forma no captaríamos los cambios en la melodía.

En otras épocas, los silencios eran por demás prolongados, es decir que las carencias eran sumamente evidentes, hoy en día ya no diferenciamos entre lo necesario y lo sobrado.  De esta manera terminamos por recurrir a las viejas tendencias del romanticismo, lo  gótico e incluso a lo barroco para satisfacer las necesidades estéticas que creemos insatisfechas por nuestro contexto. Sin embargo, incluso nuestro idealismo se encuentra descontextualizado, precisamente por la carencia de referentes que sirvan como base a nuestra nostalgia del pasado.

Conocemos los “qué” pero no los “por qué”, y como enamorados que le dan más importancia al “quien” que al resto de las preguntas periodísticas, nos fabricamos nuestros propios pasados románticos y deslumbrantes que opacan el presente circundante. Caminamos en el tiempo subjuntivo “hubiera”, “amara”, “pensara”, y terminamos por rellenar los vacíos con hipótesis intangibles.

Y así caminamos sobre el tiempo perdido del que hablaba Proust, sin darnos cuenta de que la pérdida real se encuentra en la falta de curiosidad que nos brinde un intercambio de tiempo por experiencia; en nuestra nula capacidad de sorpresa que ya no nos permite conocer sino a priori, virtualmente y sin lograr una asimilación del entorno que nos transmute en entes nuevos cada día.

La solución al mal del letargo y la nostalgia que bloquea el asombro es sencilla y no requiere siquiera del beso del príncipe de La bella durmiente, basta con sorprendernos, pues como decía Einstein  “el misterio es lo más hermoso que nos es dado sentir, es la sensación fundamental, la cuna del arte. Quien no la conoce, quien no puede asombrase ni maravillarse está muerto”.

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