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El más hondo segundo

Uno se fija en un reloj y el segundero parece inmóvil. Dudamos si la máquina está estropeada. Es su naturaleza dañarse y dejar de cumplir su función como la del humano es morir. Se asemeja a un estado de trance, a la hipnosis, a la alteración de estupefacientes. Entonces caemos en un diminuto (porque aún no ha transcurrido un segundo) pánico. Quizás no se ha dañado el reloj. El fluir del tiempo es una de las constante universales, así que eso tampoco. Solo queda culparse a uno mismo. Nuestra sociedad se basa, en gran parte, en un mea culpa laico. No hacemos lo suficiente para recortar nuestra huella de carbono, desperdiciamos comida, no rescatamos suficientes animales callejeros ni sembramos un amazonas en el patio.

El pasar del tiempo es un sentido muy complejo y en cuyo entendimiento aún nos encontramos en una noción medieval. Se cree que el cerebro requiere una serie de regiones tan variadas que van desde la corteza hasta las profundidades de los ganglios basales. Y sabemos que quizás lo único tan subjetivo como la percepción del tiempo es el gusto estético. Pero encontrar ese segundo detenido en realidad es un fenómeno con su propio nombre: la cronostasis. Nuestra percepción es moldeable, plástica y merecedora de poca confianza.

Hace unos días gané una rifa en una feria de artesanos. Uno de los premios era una pintura. Me dirigieron hacia un puesto donde me presentaron al artista Juan Carlos Ruiz. Nos explicó un poco su técnica que consiste en un paisajismo del momento, casi improvisado. Tenía un caballete impresionante que incluía su propio parasol. Se dedica a lienzos de no más que veinte centímetros. Lo esencial de su trabajo es la premura. Tiene que capturar el paisaje en cuestión de minutos o el paisaje cambia. Es decir, la posición del sol, la sombras, los tonos de los cuerpos de agua y los verdes vegetales convierten un paraje en otro conforme atardece.

El paisaje que me gané es un recuadro de playa Panamá. La marea pintada en pincelazos celestes es bahía Culebra. Tomé la obra, la observé para decidir donde colgarla. Lo hice justo sobre la cabecera de mi cama hacia que la he visto casi todas las noches antes de dormir.

Es una especie de antireloj, en vez de transcurrir, petrifica. No hay una ola, sino una espuma suave, regurgitada. La mayoría de la atención, en una decisión peculiar, se la lleva la arena, definida por varias tonalidades. Debería dar calma, un antídoto para la cronostasis.

Sin embargo, anteanoche me detuve a contemplarlo de forma automática. Sin saberlo, sin estar consciente al respecto, lo examiné con más atención que las demás veces, inclusive aún más que cuando me lo regalaron. Hacia el fondo, alejados de la franja de arena y la bahía y los árboles, hacia la última franja del punto de fuga, hay un grupo de bañistas. Estuve de pie sobre la cama para poder escrudiñar si la pintura tenía más secretos. Uno cree conocer y no lo hace. En realidad no sabemos ni cuánto dura un segundo.

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