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El loquito de mi barrio

Acababa de suceder el abominable genocidio de Orlando. Amanecí más temprano, descompuesta por la maldad puesta en evidencia en el terrible evento del día anterior. Un hombre hablaba por teléfono al pie de mi ventana, con un profesionalismo que no concordaba con su informalidad vestimentaria. Cuando salí a caminar al parque, el hombre seguía al teléfono, de arriba abajo los cincuenta metros de acera frente a mi ventana. Parecía angustiado aunque en control de la situación. Me resultó incómoda su urgencia frente a mi casa.

Al cruzar la calle saludé al vendedor de bicicletas de mi barrio que, recostado de un carro blanco, hablaba como quien no quiere la cosa con un policía que permanecía al volante. A él le incomodó mi saludo. A mí me sorprendió verlo en esas lides a todas luces delatorias. En mi caminar por el parque descubrí a dos parejas más de hombres que hablaban sin mirarse, en voz baja, alertas a cualquier movimiento en el entorno, en actitud de confidencia… han de ser policías encubiertos, pensé. Sobrevolaban helicópteros, había una rareza en el ambiente… ¿lo que había sucedido en Orlando me afectaba hasta la sospecha, o era real la atmósfera acusatoria y vigilante que parecía teñirlo todo?

Cuando una hora después regresé a mi casa, el hombre del teléfono seguía en lo mismo. Justo enfrente de mi ventana. Más que sospechar, me sentí sospechada. Ya no sabía cómo comprender tanta conversación urgente a sotto voce a mi paso.

Con los días, todo pasa. Se olvida hasta lo que más duele. Se empieza a pensar desde la distancia… lo que a veces aclara el panorama. Y a veces se logran constatar las sospechas: el hombre del teléfono ahora hablaba en el pasillo del supermercado, se hacía paso entre los compradores con carrito que se apartaban, considerando la urgencia de la que estaba revestido el hombre del teléfono a paso seguro. Otro día, su conversación telefónica siempre de tono importantísimo, sucedía en las escalinatas de entrada a mi edificio… logré identificar algo de su diálogo… “él no podrá asistir porque tiene una pierna lesionada”… (pausa)… “sí, él viene, pero no puede hablar. Y el que puede hablar está herido”… (pausa, como quien escucha al que habla del otro lado del teléfono)… “no, el que está herido es el otro…” . Me buscó la mirada al verme entrar, como quien busca el buenos días de rigor. Se lo negué asustada. ¿Será que es cierto que habla con alguien?

Me sentí culpable. Definitivamente había llegado a la conclusión, aunque sin pensarlo, de que el hombre del teléfono estaba loco. Simple. Nadie quiere sonreírle al loco, mucho menos darle los buenos días, no sea cosa que se te instale el loco en la vida.

¿Cómo es que hablar por teléfono con tanta eficiencia denotada, es cosa de locos, si así es que andan por la vida todos los que tienen éxito, negocios, cosas importantes que atender y pesetas? ¿No es esa la felicidad que todos queremos?

Tal vez el loco del teléfono de mi barrio, un hombre como cualquier otro, de encontrarse tan lejos de esa noción de éxito, se dejó llevar por la frustración hasta que encontró la solución: si actuaba al personaje que quiso ser o que debió ser, tal vez podría de alguna manera hacerse del lugar al que había aspirado en el mundo. No tenía que ser verdad, lo que sí era fundamental es que lo creyeran los demás. Por eso el teatro era la manera, la actuación, la puesta en escena, los espectadores, entre los que me cuento. Porque lo que está en juego es el respeto. El reconocimiento.

El loquito de mi barrio, cuando actúa al hombre ocupadísimo, que no se desprende del teléfono, del que todos esperan una respuesta o alguna decisión urgente, quiere parecerse a ese hombre tan importante que no tiene tiempo de vivir, o que está tan en control de lo que sucede que no tiene necesidad de entrar en contacto directo con lo que sucede, y es así que vive despegado de la realidad… En todo caso, el loquito también vive despegado de la realidad, instalado en una construcción virtual también, sólo que en su caso, es muy fácil diagnosticarla de delirio. Su enternecedor performance muestra de forma elocuente, lo descabellado de las maneras de los hombres de negocios “de verdad”, que son los que nos gobiernan la vida luego de haber construido un paradigma de éxito, que no es más que la locura de vivir desconectados de lo real mientras estamos híper-conectados virtualmente, planificando angustiados y eficientes el futuro, mientras vivimos despegados, perdiéndonos el presente… ¿no es de eso que se trata la construcción esquizofrénica? ¿Quién está más loco? ¿El hombre encorbatado de flux y corbata de la bolsa de valores que no suelta el teléfono, o el hombre en franela, bermudas y chancletas que se pasea urgente hablando por teléfono “importancias” por mi barrio? ¿Quién está más solo?

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