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Begona Quesada

El inasequible precio de las islas

A lo largo de este año de pandemia he seguido recibiendo las alertas de mi calendario con todas las citas que no he podido cumplir. No me he atrevido a borrarlas. Me recuerdan la otra vida que yo planeaba tener y, sobre todo, me ayudan a resistir. A confiar en que, tarde o temprano, volverá y dejaremos de sentirnos como islas.

La canciller alemana Angela Merkel dijo hace unos días en la Conferencia de líderes mundiales en Davos (Suiza) que estos oscuros meses ponían en valor la capacidad de debatir e intercambiar ideas. Interpreté que se refería a “poner en valor” como quien señala: esto es escaso e importante, guardadlo en la caja fuerte. No como quien hace ostentación de riqueza.

La duración de esta pandemia ha puesto de relieve lo fina que es la capa que nos une, la misma que nos mantiene con vida: nuestra habilidad para disentir y seguir juntos.

Ya lo sabemos todos y si no, aquí tienes otra oportunidad de enterarte: nuestra forma de relacionarnos con el mundo hoy nos aísla. Sentimos, como seres sociales que somos, la necesidad de relacionarnos y de saber del otro, pero nuestra forma actual de hacerlo en burbujas, a través de nuestras redes, nos concentra sobre nosotros mismos. Solo leemos/vemos/oímos lo que nos reconfirma en nuestra forma de ver el mundo. Llamémosle la paradoja de la isla: el mar une, pero separa a la isla.

Y ¿dónde termina la isla exactamente?

Si bien las islas se han relacionado con tesoros, paraísos, ecosistemas fantásticos, hogares, retiros, oasis, palmeras y playas blancas (desde la Ítaca de Odiseo a la serie “Lost”), también han servido históricamente como cárceles, basureros, cementerios y agujeros negros en general donde se acumula lo que nadie quiere ver.

Desde hace tiempo, pero hoy más que nunca, ya sabemos que esto no funciona así. Que las fronteras, el poder y las nacionalidades pegadas a una limitación geográfica son problemáticas y que los mayores retos (a estas alturas ando justa de términos optimistas: los mayores problemas) que tenemos delante no se solucionan si actuamos como islas.

“No man is an island,
entire of itself;
every man is a piece of the continent,
a part of the main.”

Son versos del poeta inglés John Donne escritos en 1623 como parte de unas meditaciones, cuando se recuperaba por los pelos de lo que probablemente era tifus.

Los confinamientos, los cierres perimetrales, los encierros, la “distancia social” (nada menos social que la distancia impuesta) y las dichosas mascarillas nos hacen sentir como islas. Alimentan una visión del mundo individualista. Yo y los míos con cien rollos de papel higiénico, veinte kilos de harina, treinta litros de desinfectante, mi Netflix, mi Amazon y, ya para rematar, mis vacunas. Y el mar alrededor. A salvo. Yo y los míos. Islas.

Los grupos identitarios, archipiélagos de estas islas, buscan mitos que los justifiquen. Los mitos se alimentan de héroes. Y los héroes necesitan batallas, enemigos, sangre. Es el precio de ser islas.

“Estamos asaltando el congreso. ¡Es una revolución!”, le dijo una chica llorosa a un reportero porque la habían magullado mientras creía protagonizar una revolución (!) en el parlamento estadounidense hace unas semanas. Sale muy caro ser islas.

La actriz, escritora y reportera Erika Mann, hija del premio Nobel alemán Thomas Mann, que junto con su familia se exilió en Estados Unidos ante el ascenso nazi, escribió escarmentada: “El principio por el que me guío es mi firme creencia en el único ideario moral fundamentado: verdad, dignidad, decencia, libertad, tolerancia”. Sin verdad no podemos ponernos de acuerdo en nada más, pero en la misma lista incluyó tolerancia. La verdad, no como el mar que separa, sino como el brazo de agua que une.

Esas rayas que delimitan una zona de salud de otra, una región de otra, esas paredes de cristal de Zoom/Skype/Whataspp solo funcionan si son tácticas, no estratégicas. Por debajo de todas esas fronteras nos une la misma masa continental. No somos, ya no podemos ser, islas.

Hay gente que ha encontrado auténticos paraísos en islotes pelados donde solo se posan determinados pájaros unas semanas al año, y gente que ha vivido un infierno en vergeles rodeados de océano. Posiblemente la cualidad más importante de una isla sea la capacidad de abandonarla.

Que sea pronto.

Mientras tanto, puedes seguir leyendo a Donne: “No te preguntes por quién repican las campanas. Repican por ti”.

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