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Montserrat Vendrell

El hoy es la vida del mañana

No quiero quitarle el mérito al gran avance que ofrecen las nuevas tecnologías y el universo digital en la sociedad de hoy, como un servicio en aras de la información, la comunicación, la divulgación, la comercialización, pero como todo, en su debida medida, si no queremos llegar a la distopía orwelliana de una sociedad manipulada y controlada.

Los peligros de las pantallas y las actividades digitales han sido expuestos por numerosos expertos de ambos lados del Atlántico y de Asia. Ahora es cuando los medios de comunicación empiezan a alertar incisivamente de los problemas y consecuencias de la adicción a las pantallas, así como del poder de las empresas tecnológicas en la configuración psicológica de los usuarios.

La evolución hacia el Homo Digitalis, como le llaman algunos, aún requiere de tiempo, de mucho tiempo, pues de momento, los avances tecnológicos y la inteligencia artificial está delimitada por su uso, y así que la era del Homo Sapiens es la que nos ha tocado vivir, aunque queramos precipitar todos los acontecimientos y llegar pronto a la meta, la carrera de obstáculos continúa.

Especialmente, en el campo de la educación y el desarrollo de los niños y adolescentes es donde este mundo virtual y digital está causando más estragos. Sin ningún alarmismo (todavía), empiezan a proliferar los estudios científicos que demuestran los problemas psicólogicos, físicos y de aprendizaje de los niños y adolescentes expuestos en demasía a las pantallas, ya sea la tableta, el ordenador, el móvil, la televisión o la cónsola de videojuegos o a todos ellos.

La exposición a las pantallas afecta los circuitos neuronales, ralentizando y corrumpiendo el sueño, con lo que se denigra la capacidad de concentración, se deteriora la memoria y la capacidad de aprendizaje. Así pues, los estudios anotan que el uso abusivo de estos aparatos limita la maduración del cerebro en el aspecto cognitivo y obstaculiza el rendimiento escolar. 

El mito de la multitarea que provoca la vida digital resulta ser, según los especialistas, una desventaja, pues los usuarios no acaban de procesar la información que se les proporciona ni realizan con eficacia las actividades simultáneas. Cuando dos tareas necesitan nuestra atención, la productividad se resiste, dicen los científicos de la Universidad de Stanford. De hecho, la multitarea se refiere más a poder saltar de un lado a otro, de un asunto a otro con rapidez.

Además de ser una fuente de distracción y de interferir en el proceso de memorización, la actividad digital reduce el conocimiento lingüístico. Simplifica el lenguaje, lo hace más escueto, más simple, carente de vocabulario. Sí, la degradación del lenguaje escrito y oral, lo que hace que seamos distintos de los animales, lo que estructura el pensamiento humano, es otra de las grandes consecuencias –algunos apuntan que premeditada– de una exposición excesiva en el mundo virtual. La lectoescriptura se reduce a frases cortas y a una jerga comunicativa, ayudada por los símbolos emoticonos. En la inmensidad de la web, pese a que existe contenido de calidad, los niños y adolescentes más que leer, se dedican a ver vídeos, escuchar música y seguir a sus influencers y streames favoritos.

El costo emocional de la virtualidad es también portentoso, según la neurociencia. El miedo, la cólera, la ansiedad, la depresión se vuelven muy habituales especialmente en esta adolescencia que ha aprendido a ir rápido, cada vez más rápido, que se mueve sin respiro en las redes y cuyo dinamismo es fruto de una nueva estructura cerebral que se ha ajustado a esta necesidad instantanea.  

No sólo quieren emular a sus influencers favoritos de Instagram o Tik-Tok, sino que se identifican y hacen suyos los diagnósticos de sus supuestas enfermedades mentales. Se quieren reflejar en el lujo y las experiencias fascinantes que estos líderes digitales de audiencia, pagados por firmas reconocidas, presentan en sus filmaciones colgadas en la web. La mayoría de los jóvenes quiere ganar dinero como ell@s y tener las mismas vivencias esplendorosas. La obsesión: tener seguidores cuando cuelgan sus vídeos y fotos. Si no lo consiguen, llega la frustración, con la consecuente ira y decepción, y un poco después la depresión.

Los seguidores de este fenómeno de los influencers o streamers no se quieren parecer sólo en lo bueno, sino también en lo malo, es cuando surge la hipocondria y el autodiagnóstico de enfermedades. Si la influencer tal ha colgado un vídeo contando su ansiedad por la depresión, yo también me diagnostico depresiva. La dimensión afectiva y emocional queda tocada con tales espejismos. A este impacto negativo en lo emocional, se le suman las consecuencias que producen ciertos contenidos a veces violentos, la pornografía, videojuegos denigrantes y otras actividades  que se encuentran en Internet y que constituyen un peligro para la vulnerabilidad de los jóvenes.

La crisis del coronavirus ha puesto de manifiesto que muchos centros educativos no están preparados para virtualizar sus aulas. Está claro que en los ciclos de primaria y secundaria ha sido más bien contraproducente, pues el estudiante requiere del apoyo moral de la escuela. La interrelación de los maestros y profesores con los estudiantes y la socialización que ofrece asistir a un colegio o universidad no tienen precio para el bienestar y el aprendizaje de los alumnos, por mucho que se requieran reajustes. Además, la oferta educativa tanto de programas como de cursos especializados, sobretodo los gratuitos, son de dudosa calidad. 

La familia y el entorno social también quedan afectados por el uso abusivo de las pantallas. No se comparte, no se habla, no se socializa, sólo en el mundo virtual, a veces a mucha distancia del real. Estar conectado es la única vida de muchas personas. No pueden permitirse no estarlo. Tienen miedo de perderse lo que ocurre en este universo digital. Se angustian cuando no reciben una respuesta al momento. La inmediatez es la fuente de su inquietud. Muchos de ellos, los llamados fasters, incluso no tienen paciencia para visionar un video. Aprietan el botón fast-forward. Necesitan acelerar la reproducción con la idea de optimizar el tiempo. Este consumo acelerado de series, vídeos, podcast, de todo, obliga al cerebro a forzar la marcha y a una concentración máxima.  

No sorprende que proliferen los trastornos alimentarios, los casos de hiperactividad, los comportamientos agresivos e impulsivos, las conductas sexuales perniciosas, la angustia, la depresión, la fobia social y otros problemas como los tics nerviosos debidos a esta inmersión tecnológica obsesiva, sin nombrar otros efectos físicos que provocan la luz azul y las ondas electromagnéticas de las pantallas o la obesidad derivada del sedentarismo.

La explotación comercial sin fin del capitalismo digital, se evidencia en el hecho que consumir crea una identidad, en el que dar consejos te convierte en influencer, en el que lo orgánico, lo sostenible y lo ecológico tiene un enorme potencial de ventas, junto con la rebeldía y las proposiciones anti-todo que se han convertido en una herramienta de marketing sin parangón. El internet es la herramienta reina del comercio.

Muchos opinan que las tecnologías degradan el ser humano, por eso ya expertos de diferentes instituciones como el Center for Humane Technology, que aglutina a ex empleados de empresas tecnológicos, trabajan para humanizar la infraestructura digital y promover un servicio digital más ético, que incluya entre otras iniciativas la implementación de tiempos en las aplicaciones o envíen mensajes advirtiendo de peligro de abusar de las redes y las apps. 

Otros van más lejos y piden regulaciones claras por parte de los gobiernos y sus estamentos judiciales. La autorregulación no funciona. Se habla ya de humanismo digital, en el que se respeten los derechos a la intimidad y a obtener una información veraz, en el que se aplique la protección de datos, y se respeten nuestros derechos individuales, entre otros.

El filósofo surcoreano, Byung-Chul Han, habla de la realidad y del control a través de la pantalla. Alerta de cómo los smartphones hunden a sus usuarios en un «ego difuso», promoviendo el narcisismo y exhibicionismo actual. Se traduce en muchos casos en jóvenes individualistas i nihilistas, obsesionados en ellos mismos e indiferentes al entorno.  

Han se suma a los que revindican el humanismo en la era digital para recuperar la cotidianidad, con actividades artesanales, reuniones con amigos, paseos por la naturaleza… En definitiva, de escaparse de esa prisión digital en la que uno se ha sumergido. El mundo va más allá de la información y datos que se recopilan en las redes, que les permite controlar y vigilar, por lo que  Han defiende volver a empatizar con el otro y recuperar la vivencia presencial.

No se trata de abandonar el mundo digital, sino de espaciar y dar respiro a nuestras actividades en él, de no perderse la vida real y todo lo inherente a la naturaleza humana, especialmente en edades tempranas y vulnerables de la infancia y la juventud, cuando el ser humanos está en pleno desarrollo, pero también en la época adulta ya que provocan muchos contratiempos mentales y emocionales. «Lo importante no es mantenerse vivo, sino mantenerse humano» (George Orwell).

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