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El hedor viscoso de la revolución

Dos ancianos yacen tendidos sobre los restos de su dignidad. Aguardan el pago de su pensión. Comparten el suelo mugriento, como siervos de una ciudad medieval azotada por la peste, por los bubones negros, horrendos, nauseabundos, que las ratas trastean de los cadáveres a los que pronto también serán festín de gusanos carroñeros. Dos ancianos pasaron la noche a las puertas de un banco para cobrar una pensión de mierda. Apenas les alcanza para comprar algo con qué mitigar el hambre un día o dos. Dos ancianos pernoctan en la calle, como perros realengos, porque esos cuatro centavos, aunque inútiles, son su único ingreso.

Un puñado de niños deambula por las calles. Visten haraposy un tegumento negruzco que inspira asco, que hiede a sudor y a orine. Andan descalzos. Mendigan. Y a ratos, pillan baratijas, hurgan la basura. Desesperados, buscan respuestas que no son resueltas, dudas que no son allanadas. Soportan el dolor de una niñez mutilada con estoicismo, porque ignoran que su mundo puede ser diferente… debe ser diferente.Corretean por las calles ingratas como los gatos, sobreviviendo su orfandad, consumiendo odio, que como el cracky el perico, les embota el cerebro. Son ellos los nuevos Panchitos Mandefuás, despojados de la inocencia infantil, envenenados por la inquina contra una sociedad que sin pudor, sin amor, sin piedad, los vio canibalizarse. Sufren las miserias de ser desamparados, porque la sociedad toda les negó amparo.

Sufre y teme el enfermo. Camina hacia el cadalso y el abandono es su verdugo. Su cura es inalcanzable, es una utopía. Un sueño irrealizable.Sufre y teme porque ya la ve venir, con su sayo negro y su guadaña al hombro, con su rostro macabro; que sonriente, le invita a cruzar el umbral del que no se vuelve jamás. Teme y sufre, y escupe su veneno, porque la única razón por la cual la Parca se le acerca galante, con sus arrumacos fascinantes, se halla en la negligencia de una sociedad cegada por la soberbia. Llora desconsolado, el enfermo, porque su destino fue lacrado por otros que decidieron que dogmas fallidos importaban más que su vida.

Dos ancianos yacen en el suelo, tendidos bajo la impudicia de la intemperie. Un montón de niños deambula realengo por las calles, cual manada de gatos pendencieros que sin futuro, se arrojan impensadamente a su mala suerte. Los enfermos se alistan a morir, cual condenados, que irremediablemente caminan hacia el término de sus vidas, como los judíos en Auschwitz, marchaban taciturnos e impotentes hacia las cámaras de gas.

Los ancianos, los niños, los enfermos, tanto como todos nosotros, soportamos la indolencia y crueldad de una élite que en nombre de los más pobres, azota y asesina. Castiga y tortura. Una élite que en nombre de los más necesitados, se lucra impíamente, como el barco negrero, que con su carga de esclavos, forjaba la fortuna de su capitán.

La nación sucumbe, fallece; agoniza en las calles desoladas, como una nación tenaz que declaró una guerra imposible de ganar, y que, asediada por sus detractores, ¡justamente sitiada por sus enemigos!, no encuentra medios para levantarse, y, sin esperanzas, acepta su inevitable derrota. Como almas confinadas al purgatorio, los habitantes de esta nación no nos reconocemos, no nos aceptamos, y ensoberbecidos, iracundos, vanidosos, engolosinados con el poder, vagamos penitentes por el valle yermo de nuestras culpas, de nuestros pecados capitales.

Somos una sociedad enferma, putrefacta. Hace ya dos décadas que, como el lujurioso por la sífilis, la gonorrea o algún chancro, nos dejamos contagiar por el odio, por el resentimiento de un hombre que hizo de la nación el objeto de su rabia y sus censurables flaquezas. Cruelmente, sucio por la mugre de sus rencores, escupió su encono contra todos nosotros, y con él llegaron más enajenados, envilecidos por un apetito vengativo, por la necesidad visceral y maligna de verle la sangre al prójimo, de verse redimidos en el dolor ajeno. Somos una sociedad contagiada por ese virus purulento que hace más de dos décadas se hace llamar revolución… por ese hedor viscoso y viciado que son las revoluciones.

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