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Francisco Martínez Pocaterra

El Grito Silente

¿Para qué votar si todos son la misma mierda? (Respuesta general de personas a las que le pregunté si votaron)
Si de verdad la élite no quiere que votes, ¿para qué celebrar 29 elecciones?

No se colmaron los centros de votación en Venezuela. Desolación en las mesas, y muy probablemente, decepción y frustración… y también ira. Hay resentimientos restañados que crecen en el interior de la gente como la lava en el volcán Cumbre Vieja. Peligroso, sin dudas. Un cóctel molotov, una caldera a punto de estallar. Arde la rabia de una nación estafada por un liderazgo pusilánime, acobardado, y, quizás, también oportunista.

Creen unos, con ingenuidad impropia para personas de la talla intelectual y académica que presumen aun orgullosamente, que andando sobre las mismas pisadas pueden abrirse nuevos caminos. No ganó el Psuv, y tampoco, la oposición. Ganó el hartazgo, ganó el desencanto. Como ocurrió en los albores de este desatinado proyecto revolucionario, la decepción y el desengaño pisan fuerte en lo que bien podría ser la antesala de una pesadilla peor. Su tronido repica grave en el cielo borrascoso, y bien sabemos, malos tiempos presagian los nubarrones y sus estruendos.

No hay vencedores. Solo derrotados. Aborregados por sus egos, embebidos de un apoyo del que ninguno pueda jactarse, no avizoran la borrasca en ciernes, no advierten que en el boscaje los coyotes aguardan. No entienden lo ocurrido, y lo más grave, mientras se endilgan culpas los unos a los otros, la gente padece sus penurias, que son suyas, y tan ajenas al liderazgo que aún cree que es posible prometer utopías y aguardar milagros.

Asumen unos que la abstención no fue lo que fue, y que, como culpa que se cierne sobre algunos como el hacha del verdugo, hiede a tontería e irresponsabilidad… nada más fatuo, nada menos ajustado a la verdad. Hubo un grito silente, que, sordos, los necios no quieren escuchar. Y los otros, cuyos votantes, cegados por el odio visceral que en ellos sembró un felón impenitente, escucharon el clarín mañanero, tan propio de ellos en estos embrollos de candidatos y votantes, y tampoco acudieron a las urnas.

Endilgan culpas para excusar las propias, porque esta derrota – que es de todos – cae sobre las cabezas de un liderazgo errático, una parte, que promete como si no llevase ya veintitantos años en el poder, y otra insiste con estrategias exhaustas. Cae igualmente sobre nosotros, que no hemos sido ese bravo pueblo, y que, de algún modo, también hemos permitido esta avasallante orgía de felonías.

Alienados tanto de lo que ocurre como de los ciudadanos, los unos y los otros, y también aquellos ocultos en las sombras del anonimato, no entienden lo que pasó. Reconocen algunos, y creo yo, falsamente, que hay un malestar popular. Sin embargo, se aferran al mismo estribillo cansino, a la idea de que sin contrapesos ni factores de poder que realmente puedan contener las aspiraciones hegemónicas del régimen revolucionario, el sufragio, como el agua bendecida en los altares, sana odios viscosos, deseos malsanos de venganza.

No lo dudo, ya volverán con un nuevo mantra electoral: el revocatorio. No admiten que, sin alterar las cosas, será muy cuesta arriba arrinconar a la élite, que hace lo que hace porque no hay quien se lo impida.

Se impuso la tontería durante la campaña electoral y por ello, cosechan amarguras. Más allá del conflicto interno, de las torpes peleas ventiladas como trifulcas de verduleras, lo que en verdad subyace como el agua que corroe los cimientos de un puente es la desconexión de un liderazgo atrincherado en un discurso exhausto, en una estrategia sin futuro, con la gente, que bien sabe la inutilidad del sufragio, institución que como todas las demás, fue arrasada hasta hacerla un cascarón sucio, el detritus que infesta con su hedor al río Guaire.

¿Será que escucharán ese grito silente, esa queja adolorida de una sociedad agobiada por las penurias?

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