Hace un par de años, un compañero de colegio me dijo que, en un centro educativo de la zona, para el día de inicio de curso, los profesores bajaban desde el techo del colegio haciendo rápel y bailaban una coreografía en el patio para deleite de alumnos y padres. Como no podía creérmelo, me fui a YouTube y, efectivamente, allí estaba: un espectáculo de giros, luces y música digno del Circo del Sol. Inmediatamente calculé que, al ritmo de estupidez al que avanzaba la escuela española y con mi edad, sería imposible escaparme de tan novedosa pedagogía, así que inmediatamente me metí en un gimnasio y en una escuela de danza. Todo por el bien de la calidad educativa de los alumnos.
En los últimos años, rompiendo con todo lo establecido hasta ahora, ha irrumpido con fuerza en España una nueva tendencia educativa; una tendencia que -día a día- gana más adeptos entre el profesorado. Esta nueva tendencia consiste en hacer que los niños se diviertan en el colegio. Para esta nueva corriente pedagógica, la diversión se antepone al propio aprendizaje, convirtiéndose no en un instrumento sino en una finalidad en sí misma. Pero es lógico; en una sociedad diseñada para el ocio, ¡quién quiere debatir sobre filosofía habiendo Gran Hermano!, ¡quién quiere hablar de poesía teniendo YouTube!. La clave del éxito escolar para esta nueva corriente es que los niños sean felices –como si la escuela les impidiese serlo- y, para ello, solo existe una metodología posible: el amor. Cuatro años de carrera de Magisterio -con su psicología, su sociología de la educación, su didáctica, su organización escolar- para descubrir que, cualquier persona dispuesta a dar amor, es un buen docente. Nunca ser maestro fue tan fácil. Para poder llevar a cabo esa nueva metodología del amor donde los alumnos se desarrollen libres y amados, los docentes piden –entre otras cosas- eliminar los exámenes, jugar al baloncesto sin marcadores, poder entregar los trabajos de aula arrugados y con manchas de chorizo, desterrar el bolígrafo rojo, no entregar notas y los pedos sin olor. Como en una sobredosis de opiáceos, los docentes llenan las puertas y paredes de los colegios de mensajes motivadores, como si el colegio fuese una enorme tienda del mismísimo Mr. Wonderful. Cada aula es una minitienda cargada de frases bellas y potencialmente motivadoras: “Solo tienes que soñarlo para conseguirlo”, “Todo es posible en la vida”, “No hay nada que no puedas alcanzar”, “Si nunca lo intentas, nunca lo conseguirás”, “Cambia tu forma de ver las cosas y las cosas cambiarán”… Y, seguro, todo eso está muy bien. ¡Qué puede haber más hermoso que millones de niños levantándose felices cada mañana para ir al colegio y no querer regresar a sus casas jamás! El problema es que esta corriente pedagógica se queda ahí, en la frase, en el eslogan, y no dice qué hay entre el intento y la consecución. Porque ahí, entre el intento y la consecución, está el esfuerzo, el sacrificio, la voluntad, la motivación, el caer, el levantarse, el volver a caer, el pensar en abandonar, el dejarse las pestañas bajo el flexo, el formarme, las horas de insomnio, las tazas de café, el miedo, las ganas de huir, la incomprensión, la frustración, el fracaso, el éxito,… y todo eso, sin duda, no hace que los niños vayan felices al colegio. Para defender este nuevo paradigma educativo, afirma este colectivo de nuevos docentes que las ecuaciones sin emoción no sirven de nada. Las emociones sin ecuaciones, sí. Dicen que sin emoción no hay aprendizaje, como si todos aquellos que aprendimos los ríos o los verbos en un antiguo sistema educativo sin pasión no hubiéramos aprendido nada. Y es que, en realidad, el principal detonante del aprendizaje no es la emoción sino la motivación, y la motivación –ya lo sabemos, o deberíamos saberlo- puede ser intrínseca o extrínseca, relacionada con el yo, con la recompensa, etc., etc. Sin embargo, los defensores de esta nueva pedagogía dicen que somos los docentes los que tenemos que apasionar, los que tenemos que motivar constantemente a los alumnos, que ese es hoy uno de los grandes retos de la escuela. ¿Acaso debe motivar un médico a un paciente para extirparle un tumor de doce quilos? Seguramente no. La diferencia entre este ejemplo y la escuela es que los padres de hoy no consideran los estudios como algo beneficioso, no consideran la ignorancia como una enfermedad y no tienen claro que los estudios sirvan para algo, por eso millones de alumnos acuden desmotivados a la escuela. Miles de ejemplos les apoyan. Cientos de seres inútiles intelectualmente forrados económicamente y grandes bioquímicos tras la barra de un Burger King. Entonces, ¿son realmente solo los docentes los encargados de vender a los menores que la educación sí sirve para algo? Pues parece ser que sí y, para ello, la escuela tiene que transformarse, reformularse y convertirse en un centro de ocio adaptado a los caprichos de los alumnos, porque si ellos suspenden, es la escuela la que no sabe darles una respuesta, son los docentes los que no han sabido exprimir al máximo las enormes cualidades de ese alumno de ocho años que no tiene ni un solo libro en su casa, que tiene un iPhone más caro que cualquier docente, que tiene las estanterías llenas de palmeritas de chocolate y unos padres que lo dejan en casa un sábado de noche para irse de copas con sus amiguetes que –después de tanto trabajar – también tienen derecho.
Dicen también los partidarios de esta pedagogía de la orgía emocional que no hay que endurecer a los niños para enfrentarlos a un mundo complejo y cruel, sino que hay que educarlos con cariño para que llenen el mundo de amor. Y eso, que en sí mismo es un fin encomiable, no es más que enviarlos a luchar a una Guerra Mundial armados con ramos de rosas y nubes de corazones. Por supuesto que los jóvenes son los encargados de cambiar el mundo, y nosotros los responsables de darles los más bellos valores para que lo transformen, pero primero tenemos que intentar que sobrevivan, darles las herramientas básicas para enfrentarse a un futuro incierto y complejo. Porque el mundo no solo cambia con amor, sino también con conocimiento, con cultura, con justicia, con honestidad, con responsabilidad, con exigencia, con integridad, con sacrificio… y, de eso, la escuela de hoy en día anda más bien escasa. Por el contrario, la escuela de hoy se vuelca en la educación emocional para que los niños entren felices al aula, en la educación alimentaria para que no sean obesos, en la educación vial para que sepan cruzar una calle, en la educación para el consumo para que sepan elegir entre dos pastelitos de nata, en la educación para el ocio para que no se queden enganchados a una pantalla de móvil de por vida, en la educación sexual para que sepan que el porno no es la vida, en la educación del medio ambiente para que no tiren mierda a las calles cuando vayan de botellón patrocinado por el ayuntamiento, a la educación para la igualdad para que se les meta en la cabezota que mujeres y hombres son iguales…, es decir, que la escuela de hoy está haciendo de padres. Y, curiosamente, con este nuevo paradigma educativo, los datos nos dicen que en los alumnos aumentan los casos de violencia, el acoso, el machismo, la discriminación, el sexismo, la intolerancia y la homofobia, quizá porque se les educa en el egocentrismo más absoluto –tú te mereces todo sin hacer nada- y no en una verdadera gestión de las emociones.
Metidos en esa dinámica, en esa presión que se somete a los docentes para que motiven a sus alumnos y los hagan felices más allá de las tablas de multiplicar, decenas de nuevos gurús que nunca han dado clase en su vida dan ponencias a las que acuden miles de profesores buscando respuestas, patrocinados por empresas que manejan como nadie el márquetin y contratados por instituciones públicas que pagamos todos. Y, envueltos en un entorno de canciones y bailes como si en lugar de un congreso de docentes fuese el mismísimo Got Talent, miles de profesores bailan al ritmo de conferenciantes que están destrozando la educación con cientos de frases huecas. La situación está llegando a tal límite que las consejerías de educación, en lugar de establecer nuevos criterios en las oposiciones para el acceso al cuerpo de maestros, están pensando en contratar a Risto Mejide y a Jorge Javier para que valoren las dotes artísticas y folclóricas de los nuevos docentes.
La escuela de hoy sufre graves problemas que son difícilmente solucionables a corto plazo: una ley educativa elaborada por personas que no saben de educación, un exceso de burocracia que entorpece la tarea docente, unos padres que delegan la educación familiar en la escuela, un exceso de contenidos que estresa el currículo y, ahora, una nueva corriente pedagógica que se engorda a sí misma –sobre todo económicamente- y a la que no le importa el alumno y su futuro, sino vender su crecepelo educativo, su ungüento didáctico, su pócima emocional. Cuando los docentes comiencen a convertirse en verdaderos referentes culturales y comiencen a reclamar a golpe de prestigio el espacio que les pertenece, entonces la escuela dejará de ser un enorme parque de bolas para convertirse en un verdadero centro de aprendizaje.