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Juan Pablo Gómez

El fenómeno guardiola y el entierro del victimismo

Un estadio es un buen sitio para tener un padre
El resto del mundo es un buen sitio para tener un hijo

Juan Villoro

En 1992, cuando el “Dream team” de Johan Cruyff arribó a Barcelona desde Londres con la primera Copa de Europa en sus manos, los futbolistas pletóricos subieron al balcón de la sede de la Generalitat a abrazarse, metafóricamente, con el pueblo catalán. Uno de ellos, Josep Guardiola, gritó: “Ciutatans de Catalunya, já soc aquí”. Más de uno pensó que se había enterrado el eterno complejo de segundón del Fútbol Club Barcelona. Pero aún faltaba mucho camino por recorrer, o mucha tierra que levantar. La vida dibuja círculos tan nítidos que cuando van en pleno trazado no pueden verse de tanta claridad y luego sorprende que no hayan sido vistos antes. Guardiola, como siempre, sabía lo que hacía: citaba textualmente a Tarradellas cuando llegó finalmente a la Generalitat en 1977, uno de los momentos más emocionantes, no sólo de la historia de Catalunya, sino de la historia de España.

Guardiola es la encarnación del catalán que dignifica sus raíces. Venido de la Catalunya rural, reservado, difícil, talentoso, contradictorio y obscenamente perfeccionista, soñaba con triunfar en la gran capital: la ciudad condal. Cuando los representantes de La Masía fueron a buscarlo, él sólo tenía once años, pero estaba tan apegado a <su casa y a sus padres, que no pudieron llevárselo sino dos años más tarde. Los buscatalentos del Barcelona tenían perfecto conocimiento de sus capacidades futbolísticas, pero su físico endeble y su parsimonia pensativa no le daban porte de profesional. En realidad, Guardiola parecía ya desde niño lo que es: un intelectual. Nada más alejado del clásico aspecto de futbolista forjador de físico derrochado. Su figura recuerda un poco a esa frase de Roland Barthes: “adelgazar es el acto de querer intelectualizarse”. Su afición a la literatura, al cine y a la poesía seguramente pudo haber truncado una carrera que prometía ser demasiado estilizada y cerebral en un ámbito donde el sudor, la fuerza y la velocidad representan la primacía. Pero Guardiola es como es. Su técnica elegante y su calculado posicionamiento sobre el terreno compensaron las demás carencias. De la mano de Johan Cruyff, su mentor emocional, logró hacerse con el puesto que ocupaba Luis Milla. Su visión absoluta del campo como si se tratara de una pequeña pizarra bajo sus pies lo hizo controlador, como buen centro defensivo, del equipo y pasó a convertirse en capitán.

Su carrera fue brillante; su carácter fue respetado y admirado por todo el barcelonismo. Se convirtió en el representante más digno de la catalanidad futbolera. Y un día, motu proprio, supo que físicamente no podía seguir a tan alto nivel y emprendió ese tortuoso camino lento al bajo perfil del retiro: merodeos por el calcio (Brescia, Roma) y fulgurante adiós definitivo entre Qatar y México, para abonar algo de liquidez a la jubilación. Nadie sospechaba, salvo él, que su buena estrella no sólo no se había apagado, sino que, de hecho, sólo ahora empezaría a encenderse de verdad.

La tarde en la que nació su tercera hija, Valentina, recibió muchas visitas y felicitaciones, naturalmente. Pero recibió una muy especial: Joan Laporta. Valentina llegó acompañada del mejor de los presagios, el presidente del FC Barcelona, venía a ofrecerle sin anestesia y como apostador fuerte, la dirección técnica del primer equipo. Guardiola trabajaba como entrenador del Barcelona B de Tercera División. Su experiencia era muy precaria, ni siquiera había entrenado a ningún equipo de Primera. Todo indicaba que era una locura. Las garantías eran nulas y las posibilidades de éxito eran muy pocas, pero… se trataba de quien se trataba, y eso fue lo que Laporta supo ver.

Guardiola sería de nuevo Cruyff, esta vez desde el banquillo. Nadie en su lugar hubiese podido lograr ni la cuarta parte de lo que consiguió él, simplemente porque él había nacido para eso y lo sabía. Antes que jugador, era más bien un entrenador que jugaba. Pero además, tenía dos ventajas aplastantes: sabría tomar decisiones y sabría cuándo tendría que irse. El éxito de Guardiola fue tan estrepitoso y terminante que aún no acaba de medirse y mucho menos de asimilarse. 14 títulos en 4 años es un balance ridículo, que roza lo inverosímil. Pero no sólo son números, sino sobre todo forma, estilo, gracia, amenidad. El triunfo venía acompañado de la cualidad estética del merecimiento. Lo más perturbador fue que logró la unanimidad de criterios en torno a los elogios provenientes de tirios y troyanos, incluida la central lechera.

¿Cuáles eran sus dotes? Su mirada escrutadora, su instinto y su filosófico poder reflexivo. El club tenía cuatro cracks: Ronaldinho, Deco, Eto’o y el púber Messi. Había que depurarlo y quedarse con el que es. De entrada echó a Ronaldinho y a Deco, y tuvo que esperar un año –más por burocracia institucional- para echar a Eto’o. ¿Y ahora? Formar el tándem infalible en el medio del campo: Xavi e Iniesta moviendo ritmos, tiempos, hilos y convirtiéndolos en los cracks que ya eran, pero ahora acompañados del reconocimiento. Mientras Busquets preparaba el asalto al puesto guardiolista de centro defensivo. Atrás, la muralla catalana que formaban Piqué y Puyol. Luego, lograr la hegemonía en la posesión del balón (en 4 años el Barcelona siempre tuvo más tiempo la pelota en sus pies que el rival en más de 200 partidos consecutivos). Presión alta. Triangulaciones móviles.

Salir del propio campo con balón jugado a ras de suelo. Y apuesta decidida por los canteranos: en 2011 hizo debutar a Sergi Roberto en la Champions League frente al Real Madrid, ni más ni menos.

Todo esto venía acompañado de preparación especial para amoldarse al rival, énfasis en el entrenamiento físico y nutricional, y sobre todo, inspiración y motivación a tope. El plan era robusto y parecía presentar pocas fisuras. Pero había algo que Guardiola no lograba terminar de comprender: el carácter de Messi. ¿Cómo construir un equipo en torno a una figura tan inextricable, tan absorta, tan singular? Comprender a Messi fue entonces la obsesión de Guardiola. Comprenderlo en el campo y fuera de él. Comprender su soledad, su genio, su perversa capacidad para huir con el balón atado a su pie izquierdo. ¿Quién es Messi? Se preguntaba una y otra vez. ¿Qué quiere Messi? ¿Cómo hacer para que este hipertrofiado ensimismamiento hecho futbolista encendiera la chispa que lo dinamitaría todo? Aquel muchacho campechano, provinciano, bajito y tímido no ofrecía pistas. Pero Guardiola es tan literario y perspicaz que pudo vislumbrar el dibujo táctico que sería la piedra angular de su obra maestra: Messi no ofrece pistas, Messi es tímido, Messi es inextricable… pues, a trasladar todas esas condiciones, esas características, ese carácter al campo. Hacer del bajo perfil la estrategia absoluta. Messi no tendrá notoriedad táctica, no tendrá posición fija, no ofrecerá marco de referencia al rival. La timidez de Messi se trasladará al campo y cuando el rival se percate de su existencia, ya será demasiado tarde, ya el daño estará hecho y tendrán que recoger el balón en la arquería.

Hacer de Messi un “falso 9” fue la obra maestra de Guardiola. Pudo descifrar el dibujo táctico que arrasaría a los rivales. Pero no pudo alcanzar a la persona. El Messi persona vivió pletórico un tiempo con Guardiola, pero luego acaecieron los lastres del amor, del éxito, de la gloria. Guardiola y Messi después de tres años de triunfos recurrentes, empezaron a malquererse, a recelarse, a dudar del otro. Guardiola era tan buen entrenador como Messi buen jugador. Los dos mejores del mundo en sus profesiones. La convivencia fue amenazada por la saturación edulcorante y el exceso de gloria. Y la chispa simplemente se apagó. Los pormenores fueron pretextos. Lo relevante era que ambos podían reconocer en sí mismos que ya no se soportaban y eso bastaría para dar al traste con todo el club entero. Guardiola pareció recordar la máxima de Quevedo: “Lo mucho se vuelve poco con desear otro poco más” y comprendió que los 14 títulos eran más que suficientes para dar por cerrado un círculo sublime. Como gran héroe de la retirada, Guardiola decidió marcharse. Su rueda de prensa de despedida fue emotiva, pero pesó demasiado la ausencia de Messi ese día. Ninguno de los dos pudo llegar a ser lo que es –como diría Nietzsche– sin el otro y ambos lo saben. Los barcelonistas se mostraron desconsolados con ese adiós, y Guardiola parecía querer decirles: “lo hago por el bien de ustedes”. Sin duda, tuvo razón. El FC Barcelona pudo enterrar para siempre el complejo de segundón. Guardiola fue el autor intelectual y Messi el autor material de la proeza. Tarradellas, Vázquez Montalbán y Roberto Bolaño estarían tan exultantes como lo están hoy Serrat o Villoro.

En 2015, en Munich, Messi y Guardiola se reencontraron (no habían hablado personalmente desde hacía más de tres años) en las semifinales de la Champions. Messi había destrozado al Bayern de Munich en el partido de ida, la vuelta en Alemania fue un mero trámite que permitió cierta distensión sobre el terreno de juego. Cuando el árbitro pitó el final del primer tiempo, Messi y Guardiola se encontraron al borde del campo y éste le dijo: “Leo, no sabes cuánto me alegra que hayas vuelto”, a lo que respondió el argentino: “Nunca me fui”. La magnanimidad los acercaba nuevamente. Era demasiado absurdo ese desencuentro. Ambos siguen brillando por separado.

Guardiola lleva dos ligas alemanas y va camino de su tercera, mientras prepara su arribo a Manchester. Messi acumula trofeos obscenamente. Casi nada ha eclipsado más al Real Madrid, que es algo así como al status quo, que esta rara conjunción Guardiola-Messi-Catalunya, salvo el nefasto Florentino Pérez, perfecto epítome del mundo convertido en mercado. Nadie estaría más orgulloso de Pep que Tarradellas, porque enseñó al FC Barcelona a alejarse para siempre del victimismo. Sólo falta que ese alejamiento también ocurra en el ámbito político.

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