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Alejandro Varderi

El fantasma dictatorial en Latinoamérica (II)

La discutida gestión económica del gobierno de Salvador Allende, y el descontento de las clases altas y medias con las políticas populistas del Estado, especialmente en lo económico, fueron el caldo de cultivo del golpe militar que arrasó con las esperanzas del pueblo chileno por vivir en un país más justo. Algo que dividió a la sociedad hasta el día de hoy, entre quienes se hallaban en una situación de bienestar y quienes fueron perseguidos, apresados y desaparecidos.

En la película Trauma la iluminación espejea estas consideraciones utilizando los colores cálidos para las escenas donde las jóvenes bailan, conversan, toman vino y flirtean en un ambiente distendido y confortable, y los colores fríos en las de acoso y tortura El montaje intercalado de ambas realidades genera una doble lectura escénica que le permite al espectador reflexionar acerca del abismo existente entre ellas, a pesar de su cercanía en el tiempo; y de cómo el empeño por olvidar los pormenores de un drama, del cual la sociedad chilena en general fue cómplice, se devuelve a ella, enfrentándola descarnadamente con un pretérito del que, en líneas generales, se avergüenza.

El síndrome del pasado que vuelve se ensaña aquí con las cuatro protagonistas hasta aniquilarlas y sin ellas saber muy bien por qué. Solo Andrea en la escena final entenderá cabalmente la magnitud del daño y llevará a cabo un brutal acto, impensable antes del horror, a fin de evitar que el mal se prolongue en quienes están naciendo ahora. Todo ello, cual componente del síntoma de vivir en un estado de transición permanente, donde las mutaciones del terror se vuelven más mortales con cada nueva generación, obligando a los individuos a un continuo reajuste y actualización, tal cual ocurre con los gadgets de los cuales ya nadie puede prescindir ni siquiera unos minutos, en tanto se profundiza en el escapismo hacia universos virtuales construidos a la medida de los propios deseos, a fin de escapar a las problemáticas incómodas agolpándose —como los desplazados de sus países por guerras, genocidios y autocracias— a las puertas de naciones más prósperas y estables.

En la dirección de Rojas, la implosión de pasado y presente adquiere un sentido urgente, reverberando en las calles de Santiago desde octubre de 2019, con las manifestaciones masivas para derogar la Constitución pinochetista y obtener las reivindicaciones sociales que “la gente de derechas” le ha negado a la gran mayoría, especialmente a los jóvenes, pese a las mejoras económicas de los últimos años. De hecho, el film visto en este contexto predijo desde el extremismo propio del género de terror esta coyuntura histórica, que de seguro significará un antes y un después del país en cuanto a la revisión de una época tan oscura.

La lobreguez de aquel período y su transposición a la contemporaneidad, en la continuada violencia contra la mujer que el torturador sigue perpetrando, encuentra sus protectores entre la gente de la zona y la policía misma, dada su reticencia a inmiscuirse en el horror. “—¿Quiénes son? —Una red de huevones que nunca había atacado a ningún afuerín. —¿Quieres decir que ese imbécil solamente va contra la gente del pueblo? —Deja que ellas se vayan, huevón, y que se hagan cargo en la capital”, se escucha del diálogo entre los dos policías antes mencionados, tras el asesinato de Magda, la prima de Andrea y Camila, por parte de Juan. 

Aquí se evidencia la política de evasión, reflejo de la del olvido, fomentada desde las instituciones mismas, patentizándose la complicidad gubernamental con los culpables aún en época de democracia, lo cual mueve a reflexionar acerca del estado de desprotección y crisis existente en otras naciones latinoamericanas como Cuba, Nicaragua y Venezuela, donde la bota del gran dictador parece haber entrado para quedarse. Una bota que planea sobre el film, pisando hasta pulverizar el optimismo de quienes apoyan la tesis del olvido, como estrategia para seguir imponiendo sus políticas de dominación a los menos favorecidos y a los sobrevivientes del trauma nacional causado por la dictadura. Algo abordado por la película desde la desmesura propia del género de terror cuando, una vez que las tres amigas hayan logrado huir de la casa con la ayuda del buen policía, sigan al oficial en el rescate de una niña que ha sido secuestrada por el torturador, y a quien habían conocido brevemente a la salida del bar donde se encontraron la primera vez con la patrulla.

Lo inverosímil de esta acción, si se ubica fuera del contexto de este tipo de cine, tiene aquí sentido, pues el argumento utiliza a las muchachas como chivo expiatorio de los errores cometidos por sus mayores. Esto, al arrastrarlas hacia las fuerzas malignas representadas por el torturador, a fin de destruirlas y restaurar un orden que no es sino el statu quo, tal cual el gobierno de Sebastián Piñera planeó cuando ordenó la intervención de los militares para contener las manifestaciones populares de 2019. De este modo, lo precursor de Trauma es probablemente lo más sugerente, y al igual que la esperanza de cambio del chileno, persiste en la voluntad de los más jóvenes por cambiar radicalmente las directrices de un orden con el cual no se identifican.

La secuencia final, con la niña que había sido secuestrada guiando a la última prisionera de Juan hacia la libertad —una vez que este ha sido aniquilado por Andrea, la única sobreviviente del cuarteto de muchachas, antes de ella misma sucumbir bajo las balas de la policía al matar en su cuna al último fruto del torturador—  presenta una visión esperanzadora del futuro por el cual siguen luchando los chilenos, especialmente quienes se hallan en una posición de inferioridad o sufren algún tipo de discriminación. 

Porque hasta que no se logre criminalizar la violencia contra los componentes más frágiles de nuestras sociedades, no podrá hablarse de un país libre, y una Latinoamérica moderna y plenamente democrática. Una realidad que pareciera estar cada vez más lejana, a la vista de las deficiencias gubernamentales en naciones teóricamente democráticos como Chile, Argentina, México, Colombia y Perú, e inalcanzable para las naciones sometidas a dictaduras de larga existencia, cual ocurre hoy con Cuba, Nicaragua y Venezuela donde la represión contra las iniciativas democráticas es implacable y sangrienta.

En el caso venezolano, entre marzo y agosto de 2017, año del estreno de Trauma, las protestas contra el recrudecimiento dictatorial, por parte de un Gobierno aferrado al poder desde hace más de dos décadas, dejaron un saldo de 165 muertes, especialmente entre los jóvenes, más de 4.000 arrestos y 15.000 heridos. Las fuerzas militares del Estado y los colectivos de hampones armados por el propio Gobierno reprimieron con ferocidad las marchas en pro de la democracia, asesinando, golpeando, persiguiendo, secuestrando y torturando a los desarmados manifestantes. Ello, con el apoyo logístico de autocracias de largo alcance como Cuba, Rusia, Siria, China y Turquía, cuyos gobiernos tienen importantes intereses económicos y geopolíticos en un país, que en el caso cubano sigue manteniendo a flote la revolución y en el de las restantes dictaduras es abono fértil para todo tipo de fraudulentas inversiones y antiecológicas explotaciones mineras, además de garantizarles una base militar perfecta desde donde amenazar a los Estados Unidos.

El hecho de que este país haya logrado democráticamente un viraje político, en el tono autocrático y el discurso populista de extrema derecha del anterior mandatario, arroja una luz de esperanza para aquellos países todavía pisados por la vota dictatorial, o los que, como Chile, se debaten entre el pasado dictatorial y el presente democrático. La aprobación por mayoría, en el Plebiscito del 25 de octubre de 2020, de la derogación de la Constitución pinochetista y el inicio del proceso de redacción de una nueva Constitución, se constituyen en hitos importantes para devolver a Chile, y por extensión a Latinoamérica, a la vía de una democracia moderna e inclusiva para todos.  

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