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El factor D

A finales del año pasado se divulgó, en varios medios internacionales de comunicación, el resultado de una investigación llevada a cabo por estudiosos alemanes y daneses. Los especialistas identificaron un conjunto de nueves rasgos consustanciales a una personalidad malvada, que llamaron factor D (de Dark, ‘oscuro’). En términos generales, el Factor D sería la inclinación excesiva a sobredimensionar el ego en desmedro del otro. La personalidad D se define por la tendencia a colocar los propios intereses, deseos y motivaciones por encima de los de los demás, incluso sacrificando los del bien común. La investigación arrojó, además, que los afectados suelen poseer no solo uno, sino varios de los aspectos y que no siempre son tan evidentes.

Antes de desarrollar los nueve rasgos del factor D, es oportuno decir que existe un elemento transversal a todos: la falta de empatía. La empatía puede ser entendida como una resonancia afectiva, esto es, la capacidad de sintonizar con los demás. En términos más coloquiales, ese ponernos en lugar del otro. No solo es el fundamento de las relaciones interpersonales, sino que regula nuestro comportamiento en sociedad. Una personalidad no empática termina siendo pasto de sus propios instintos y deseos, sin los límites que le impone tomar en consideración al otro.

La primera de las tendencias D que destaca el estudio—no podría ser de otro modo— es el egoísmo, ese afán personal por satisfacer los propios intereses eliminando el marco referencial de la otredad. Lo propio de este aspecto no es que protejamos un interés personal, sino que lo hagamos suprimiendo la posibilidad de considerar a los que serían afectados por nuestra decisión.

Con frecuencia el egoísmo conduce al maquiavelismo —segundo rasgo D—, que podemos entender como la estratégica e insensible manipulación de las circunstancias para satisfacer una motivación personal, considerando que los otros son solo medios a tal fin —esto último supone la cosificación de la persona humana—. El factor clave aquí es el carácter manipulativo de la realidad de manera egoísta.

Los dos rasgos anteriores implican el tercero: el déficit ético-moral. Los seres humanos actuamos en sociedad conforme a un conjunto de normas y costumbres heredadas y aceptadas (moral), y partiendo de otro conjunto de principios y razones teóricas sobre el bien y el mal (ética), todo ello en la perspectiva del bien común. Para que se entienda mejor, la moral plantea la pregunta ¿qué debo hacer? en un contexto específico, por tanto, se ocupa de lo práctico. La ética, por el contrario, es una reflexión filosófica, teórica, sobre la moral y responde a las consideraciones en torno del bien y del mal en un acto moral. Cuando este marco falta, un sujeto es —literalmente— capaz de hacer cualquier cosa por satisfacer sus propias iniciativas.

La cuarta de las tendencias D, el narcisismo, es un tipo de ensimismamiento cuyo objeto de contemplación es el yo y, por tanto, propende a la necesidad continua de afecto, atención y admiración. El narciso se siente superior a los demás, y por ello reclama con insistencia ser el centro de la escena. Este rasgo es consustancial al del egoísmo, lo cual se hace evidente en lo refractario que es el narciso al uso del pronombre nosotros.

Todo narciso supone el rasgo siguiente: el derecho psicológico, que podríamos definir como la creencia según la cual un sujeto, por considerarse superior a los demás, se siente acreedor de un trato privilegiado. Esta superioridad puede vincularse al ser o al estar. En el primer caso, la persona siente que debe ser tratada de un modo especial por el simple hecho de que es «alguien» (médico, militar, religioso, catedrático, empresario, político, etc.), y suele ver a quienes considera inferiores como «nadie». En el segundo caso, el individuo exige un «trato proporcional» al cargo que ocupa. Hace poco, por ejemplo, un militar intentó adelantársenos en la fila para pagar de una panadería, y argumentaba a dicho fin que él era «militar y comandante de una guarnición» (ser y estar), razones por las cuales, según él, tenía el privilegio de no hacer fila —beneficio, por cierto, que ninguna ley de mi país le otorga—.

El derecho psicológico deviene en supremacía del interés personal. Cuando un sujeto coloca su interés propio por encima del de los otros, no es de extrañar que oriente todas sus capacidades y esfuerzos en acrecentar su patrimonio material e inmaterial. Es frecuente, por tanto, que estas personas solo piensen en obtener mayores ganancias económicas, en lograr más beneficios y privilegios propios, en ser o parecer exitosas, en incrementar su fama y seguidores o en obtener cada vez más reconocimiento profesional, social, académico, etc., y que para ello desatiendan y hasta condonen factores esenciales de las relaciones humanas.

Los últimos tres rasgos D suponen un desajuste psicológico aun mayor, y suelen reunir algunos de los anteriores. Así tenemos el séptimo, que es el de la psicopatía. Las personas que la padecen son capaces de mentir y de actuar con la mayor frialdad, crueldad y ausencia de empatía. La del psicópata es una de las personalidades más complejas que existen. Entre sus características destacan: a) incapacidad para experimentar remordimiento, vergüenza o compasión, b) egocentrismo patológico y déficit empático, c) conducta antisocial y excéntrica, d) deshonestidad y astucia.

La octava tendencia es la del sadismo, una patología que encierra un conjunto de comportamientos orientados hacia la obtención de placer por medio de infligir dolor o sufrimiento a los demás. El sádico puede actuar sobre su víctima por medio de dos tipos de agresiones: físicas o psicológicas. En todo caso, el agresor siente por medio de estos comportamientos que domina a su víctima. No pocas veces la verificación del sentimiento de subyugación es un componente esencial para la obtención del placer por parte del agresor.

Por último, la malevolencia parece ser el rasgo que engloba a los anteriores del factor D. Podemos entenderla como una inclinación patológica a hacer el mal. La persona malevolente se solaza en la perpetración del mal, y no pocas veces se siente predestinada a ello por algún tipo de fuerza superior como, por ejemplo, encarnar una venganza histórica, asumir algún mesianismo deformado, oír el dictamen de «una inteligencia sobrenatural», etc.

Todos tenemos alguno de estos rasgos en dosis ciertamente tan bajas que no representamos un peligro real para nadie. Otros, sin embargo, poseen varias de estas cualidades en una intensidad que podría conducir a catalogarlos como una personalidad D, y hay que cuidarse de ellos. Pero hay un grupito, el más letal, cuyos integrantes las poseen todas, y en dosis tan altas que es incuestionable su adscripción al factor D: los dictadores. Y tienen, además, la poderosa capacidad de aniquilar la existencia de miles, cientos de miles o millones de seres inocentes con un solo trazo de su pluma fuente.

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