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El Espíritu Humano

Una de las paradojas más grandes que encontré en mi vida como médico especializado en salud pública internacional y activista de derechos humanos es el comportamiento de algunos colegas en circunstancias especiales. Me refiero a aquellos médicos y personal paramédico que participaron y participan en actos de tortura.

El que ello ocurra en situaciones de violencia social y de guerra, como es el caso de las guerras de Syria, Iraq, Afganistán, o en la base militar norteamericana de Guantánamo no excusa ese comportamiento. Este puede ir desde vigilar el estado de salud de un prisionero para determinar cuánto más puede continuar la tortura sin comprometer la vida del prisionero, o determinar las formas de tortura psicológicas más efectivas hasta darles a los prisioneros substancias que afectan su salud o comportamiento.

Durante la «Guerra Sucia» de Argentina (1976-1983), miles de opositores a la Junta Militar fueron asesinados o «hechos desaparecer», un eufemismo para aquellos cuyo destino era desconocido pero que casi con toda seguridad fueron asesinados. La noticia reciente de que entre 600 y 700 restos humanos aún están por identificar muestra los ecos persistentes de un período trágico en la historia de Argentina.

Un caso que conocí de cerca es el de Adriana Calvo de Laborde, una física argentina que en 1977 había sido encarcelada por los militares cuando tenía un embarazo de seis meses y medio. En ese entonces, Calvo era docente e investigadora de la Facultad de Ciencias Exactas de La Plata y militaba en el gremio en la semiclandestinidad.

Tuve una charla con ella en Buenos Aires, años después que fuera liberada. Estábamos sentados en un café en Palermo, en un bellísimo día de otoño, que contrastaba notablemente con lo que iba a escuchar. Me contó entonces el papel que tuvo el Dr. Jorge A. Bergés en su maltrato. Me dijo, sin embargo, que a pesar de la brutalidad con que ella había sido tratada, ella había tenido más suerte que la mayoría de sus compañeras.

“Yo estaba en la cárcel cuando mi hija Teresa nació”, me dijo Calvo. “El día en que ocurrió, el 15 de Abril de 1977, a pesar del frío, el miedo, el dolor que estaba pasando, y también a pesar de la suciedad que me rodeaba, había sentido la necesidad imperiosa de lavarme. Esto era ridículo, ya que yo ya había estado en prisión durante más de dos meses y durante todo ese tiempo no había podido ni siquiera tomar una ducha”.

“Ese día, sin embargo, me quité el vestido y me puse a coser. Luego me lavé mi ropa interior y comencé a sacarme los pelos de mis piernas. Como yo no tenía los medios para hacerlo bien, rasqué mis dedos contra las paredes de cemento de la celda para que pudieran estar bastante ásperos para poder hacerlo. Tan pronto como terminé comencé a tener dolores de parto”.

Antes de dar a luz al bebé, Calvo había estado compartiendo su celda con otras mujeres que, al verla con mucho dolor, llamaron a la guardia de servicio. El guarda se negó a venir por mucho tiempo, pero cinco horas después de que comenzaran las contracciones la pusieron, con los ojos vendados y las manos atadas a la espalda, en el asiento trasero de un coche. Los policías la llevaron a la provincia de Buenos Aires, donde el doctor Bergés estaba trabajando en ese momento.

“En el medio del viaje volví a tener contracciones dolorosas, y los policías detuvieron el coche junto a la carretera. Allí, a pesar de tener las manos atadas a la espalda, di a luz a Teresa”.

“En la parte de atrás del coche, sentado a  mi lado, había una mujer llamada Lucrecia, que había estado colaborando con la policía. Ella trató de ayudarme, pero estaba tan nerviosa que en lugar de ayudarme me hizo daño con sus uñas. Lucrecia pidió a los hombres sentados en la parte delantera del coche que le dieran un pedazo de tela con la que ataron mi cordón umbilical, pero no pudieron cortarla”.

“Cuando me entregaron a Teresa no podía tenerla en mis manos, ya que todavía tenía los brazos atados a la espalda, por lo que la puse, llorando, entre mis piernas en el suelo del coche. Cuando llegamos a nuestro destino, era tarde por la noche y hacía mucho frío. A pesar de eso, me quedé en el coche durante casi una hora hasta que Bergés estuvo dispuesto a verme.

“Bergés cortó el cordón umbilical y ordenó a los policías que me llevaran al interior del edificio. Me llevaron por las escaleras hasta una habitación donde había una camilla. En ese momento, Bergés me quitó la venda de los ojos y me dijo: ‘Ahora usted no necesita esto’”.

“Luego me pidió que me acostara en la camilla, y me dio una inyección. Pidió a los policías un recipiente con agua y un cepillo y me hizo limpiar la camilla y el suelo mientras mi bebé, desnuda y sucia con meconio, estaba llorando en una mesa con azulejos blancos”.

“Yo mismo me lavé, y luego me dieron a mi niña, a quien también limpié. Mientras tanto, Bergés estaba fumando en silencio mientras los hombres que estaban con él me insultaban. En un momento determinado yo no podía soportar los insultos por más tiempo, perdí los estribos, y los insulté a ellos.”

“Poco después me dejaron sola con mi hija. Desde que había sido encarcelada era la primera vez que podía dormir en una cama con un colchón y una manta. Dormí profundamente hasta que me despertó el ruido de mi beba tratando de deshacerse de las secreciones en la nariz, algo que me hizo sentir tremendamente culpable. Al amanecer, me llevaron a una celda donde vi amigas que no veía desde hace tiempo”.

“Pasé 13 días sin medicamentos, sin ropa, sin jabón. La única cosa que tenía –pero la más importante- fue la solidaridad y la ayuda de mis compañeras. Nos daban comida solo una vez cada tres días, pero siempre una de mis compañeras de celda me daba la mitad de su ración”.

“Los guardias querían llevarse a mi hija pero no les permití hacerlo. Tuve que luchar como una leona para no dejar que se la llevaran lejos de mi. Me puse en un rincón de la celda con Teresa y mis compañeras formaron una muralla humana para protegerme, mientras gritaban a toda voz. Finalmente, Teresa se quedó conmigo”.

“Había perdido toda esperanza de ser liberada cuando el 28 de Abril de 1977 llegó un grupo de hombres en un coche y, junto con mi hija, nos dejaron en la zona de Témperley, provincia de Buenos Aires, cerca de la casa de mis padres”.

Después de su liberación, Calvo se convirtió en una ardiente defensora de los derechos humanos en la Argentina, y en varias ocasiones denunció la participación del Dr. Bergés en la tortura de los detenidos. Adriana Calvo de Laborde fue una de las primeras sobrevivientes de los centros clandestinos de detención que declaró contra los militares en el juicio a las Juntas Militares en 1985.

En 2004, el Dr. Jorge A. Bergés fue condenado a siete años de prisión. El testimonio de la Sra. Calvo de Laborde fue fundamental en el caso del Dr. Bergés.

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