Somos una revista independiente que sobrevive gracias a tu apoyo. ¿Quieres ser parte de este proyecto? ¡Bríndanos un café al mes!
Armando Coll
viceversa

El dolor es inequívoco

La semiótica es noción de la medicina y de ella fue tomada por la lingüística para designar una disciplina de estudio de los significados y si acaso se manifiestan y cómo se comunican.

En medicina el dolor es la inapelable alarma del desarreglo del organismo, es su semiología. Cuando el dolor es metafísico, moral, también tiene sus significantes inequívocos: el llanto es uno, el más próximo y pueril; es el manifiesto del niño ante una vida que descubre difícil, esquiva a su deseo.

En días recientes rotó en redes un video en el que una joven venezolana radicada en la ciudad de Miami lloraba: majadería infantil ante la realidad poco satisfactoria, dirían algunos. ¿Por qué llora?

La muchacha explicaba entre sollozos pero con gran determinación y claridad la causa de su aflicción: asistió a una concentración convocada por venezolanos residenciados en la ciudad estadounidense para “protestar” por la situación que vive el país del que provienen, que no puede calificarse sino de terminal, como la medicina adjetiva los males que conllevan muerte. Y lloraba la jovencita por el dolor causado por una honda, auténtica decepción: “Aquello parecía una fiesta”, reprochaba al lente de su smart tal vez, ella sola caminando por una de esas avenidas que como ríos ampulosos traman la ciudad floridense. Según su relato, la reunión de venezolanos tuvo lugar en la llamada Torre de la Libertad y según se deduce, aquello fue la habitual multitud aderezada de los signos tricolores que es anuncio de compatriotas descontentos en Caracas, Valencia, Barquisimeto, Maracaibo, Guayana, San Cristóbal, Mérida y cualquier parte del mundo donde los haya nacidos en la Tierra de Gracia de Colón.

“Una señora pidió a la gente que hiciéramos una ola”, continuaba el relato de la acongojada venezolana. Y aquí viene a cuento la semiótica social, cómo la masa manifiesta un sentimiento de reprobación, en el caso, tan grave como el dolor de un enfermo agónico.

La ola, como la llaman, es ritual kinésico de los acontecimientos deportivos; concordia mimética de la masa reconocida en la aprobación de un equipo enfrentado en torneo, generalmente parte de la simbología épica del fútbol. Es señal, signo en el que concurre una multitud para manifestar su unión en torno a la enseña de un club futbolístico: signo inequívoco de júbilo de los que se sienten más.

La protesta social ante un gobierno nefando que por estos días moviliza miles y miles de ciudadanos dentro y fuera de Venezuela no consiste en hacer bulla por la bulla, para dejar constancia ante el aparato global de las comunicaciones y solo eso. Una manifestación de carácter político debe saberse susceptible de equívocos si su semiótica no es dirigida con criterio simbólico; lo demás es desorden y destrozo con desenlace anti climático.

Se sabe, un símbolo no se crea en un laboratorio de estrategias comunicacionales. Un símbolo para que adquiera significado ha de recorrer una historia y un proceso de socialización a través de asociaciones significantes.

El joven que recién se despojó de sus ropas en medio de la calle y ante un ominoso vehículo de los cuerpos estatales de seguridad, creó un símbolo instantáneo, tal vez sin mucha consciencia del impacto en la opinión que suscitara, al mostrar su cuerpo desnudo y llagado por los perdigones de la represión bestial. El inconsciente colectivo hizo el resto del trabajo: acudió el imaginario cristológico, la humanidad lacerada del Salvador; hubo quienes con vocación por la juntura de imágenes establecieron la simetría con la foto memorable de una niña vietnamita que desnuda huye del corrosivo napalm en medio de la guerra espantosa del sudeste asiático.

En fin el joven que se desvistió ardido por los daños de un enjambre de balas de goma –y del que el rollizo habitante del palacio de gobierno hizo procaces burlas, como suele ante cualquier acontecimiento doloroso—pronto fue reconocido como un símbolo, con un valor que podría devenir como el que tuvo un anónimo tunecino que en un arrebato se inmoló y dio inicio a la Primavera Árabe, sin enterarse. El desnudo de Caracas significaba la misma, indiscutible soledad del hombre común ante el poder despiadado, simbolizado por el artefacto automotor, tanqueta o “ballena”, destinado a barrer multitudes inermes. También la imagen del solitario individuo ante un contingente de tanques en la hora de Tiananmen sería invocada.

A todo riesgo, la ciudadanía ha ensayado formas extremas de expresión de la ira ante el poder despiadado. Pero, una ola humana en Miami, ¿cuál efecto puede causar en la sensibilidad mundial?; digamos, una ola como las que tienen ocasión en los estadios de la fiesta deportiva. La idea, infeliz, da lugar al equívoco, refrenda la falsa creencia de que la nación venezolana distingue por alegre, cuando no puede serlo. No hay oportunidad ya para pelar los dientes a menos que sea para hacer de la desgracia, un ridículo.

“Por eso no nos toman en serio”, se queja finalmente la solitaria joven que grabó su llanto en medio de una avenida miamense, mientras volvía al desconsuelo de que en su país, muera gente bajo las balas del régimen dictatorial, cuando no de mengua en el vacío del olvido, en un pasillo de hospital desprovisto, desnudo como el muchacho ante la tanqueta.

Hey you,
¿nos brindas un café?