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Francisco Martínez Pocaterra

El descenso al tártaro

Pronto habrá fiestas en Venezuela. Como quien escupe contra el viento, los jerarcas revolucionarios celebrarán esa tosca y sangrienta asonada militar del 4 de febrero de 1992. A fines de mes, otra festividad les hará ver como lo que a mi juicio es falso, protagonistas decisivos en eventos tan trágicos como los del Caracazo. El próximo 2 brindarán por el vigésimo tercer aniversario de su ascenso al poder (gracias a unas instituciones que sí respetaban los resultados electorales). Sin embargo, los venezolanos no tenemos nada que elogiarle a este desatinado despropósito. Por lo contrario, sí mucho qué reclamarle.

En estas dos décadas, hemos transitado un extenso viacrucis, y hoy, de aquel país próspero solo resta un terreno yermo, donde las moscas zumbonas revolotean sobre la carroña putrefacta de sueños y esperanzas. No voy a enunciar todas las miserias que una utopía delirante devenida en una aberrante satrapía de felones ha causado en estos veintitantos años. Desde la innegable pérdida del territorio en manos de grupos irregulares y sin autoridad legítima – como lo hemos visto varias veces en Apure y, recientemente, en Barrancas del Orinoco – hasta el colapso de la infraestructura nacional y las instituciones dibujan claramente un «Estado fallido».

Depauperados y miserables, los ciudadanos dudan. Al igual que ocurrió en 1998, año del desdichado triunfo de un felón impenitente, la gente dejó de creer en los líderes, a los que culpa de todas sus desgracias. Escamados, rechazan por igual a los dirigentes revolucionarios como a los opositores. Justo o no, los ciudadanos no creen en los jefes políticos. Máxime ahora que la narrativa dominante – tanto en boca de los líderes como de los analistas – parece apuntalar una cohabitación inaceptable con la élite responsable de esta crisis, la más grave de cuantas hayamos padecido en los últimos cien años.

No sé si los revolucionarios hicieron «ingeniería social» en Venezuela y, con un discurso goebbeliano, impusieron la narrativa que hoy parece haber desvanecido el criterio y el buen juicio del liderazgo, y que ha reducido una lucha titánica al circo que del Estado de derecho y de los principios democráticos ha hecho la revolución. Sin embargo, salvo participar en elecciones menores y lograr escasos triunfos (los que tenga a bien permitir la élite), repiten el mismo estribillo cansino mientras los ciudadanos seguimos andando sobre la arena áspera y ardiente del desierto, camino al tártaro.

Presos de esa narrativa superficial – que promete magia de herramientas que requieren el concurso de instituciones y contrapesos reales para cumplir su cometido -, no dejan de andar en círculos, de vagar como espantos en tierras estériles. Mientras, su marasmo acrecenta las penas de los ciudadanos. La ruina del país sigue su curso, como el lodo que al inicio de este desdichado régimen revolucionario, asoló al Estado Vargas. Y como las moscas, las ratas y los zamuros en los lodazales plagados de muertos, asechan los oportunistas y, por qué dudarlo, otras facciones menos melindrosas… o cabría preguntarse, ¿más tenaces?

Superficiales y soberbios, no advierten el hedor de los chacales que en las sombras asechan para atestar su zarpazo. Bien dice el refranero popular que el diablo no duerme… Pero ciegos, no ven las celadas de quienes, como las hienas, no solo podrían hincar sus dientes en un orden moribundo, sino que, sin dudas, serían llevados en hombros hasta Miraflores por una muchedumbre ávida de cambios. No sería inédito, ciertamente.

Otro proverbio popular – ¿o la primera Ley de Murphy? – nos recuerda que nada está tan mal como para no poder empeorar…

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