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Francisco Martínez Pocaterra

El culto al líder: una enfermedad terminal

Como esperábamos, la gente en Venezuela no votó. La convocatoria del régimen y los argumentos de los defensores (a ciegas) del sufragio terminó siendo solo ruido, alharaca de loros. Según el Observatorio Venezolano contra el Fraude, más del 80 % se abstuvo de votar, y, de acuerdo al gobierno, votó el 31 %. La verdad parece estar más cerca de aquellos que de este. Imagino que mañana saldrán las viudas, con sus sayos y mantos, a plañir, a criticar porque «desperdiciamos una oportunidad», como ya lo hizo, Henry Falcón. Como antes, no faltarán dirigentes – porque líderes, no son – que regañarán a la ciudadanía. Craso error.

Su ego, por lo demás grotesco, ciclópeo, les anima a exponer con una soberbia imperdonable su dogmatismo. Contrario a la primera regla de Descartes, no concluyen en función de una evidencia incuestionable, y se dejan llevar por sus deseos. Quieren creer que, en efecto, unas elecciones, sean como sean estas, aun el circo del pasado 6 de diciembre, llevarán a una solución eficiente, cuando, sin dudas, la evidencia ya nos ha demostrado lo contrario demasiadas veces.

Se sabía de antemano que esta bufonada no sería reconocida por alrededor de medio centenar de gobiernos, incluidos algunos «amigos» (como lo son el de España y el de Ecuador), y por ello, dudo que las aspiraciones del régimen sean satisfechas, más allá de la falsa sensación de venganza por la paliza del 2015. Los medios recogen las reacciones, y el Grupo de Lima y otras naciones latinoamericanas, así como Estados Unidos, Alemania y el Reino Unido ya se han pronunciado, rechazando la farsa electoral.

La mayoría no votó, se abstuvo. Viene al caso, sin embargo, ver por qué lo hizo. Para una oposición miope, la lectura es su triunfo, pero eso no es necesariamente cierto. Por lo contrario, otras cosas nos inducen a conclusiones diferentes, un tanto más trágicas. No, no fue la abstención un éxito de la oposición. Se trató de un descontento general hacia un régimen desconectado de la realidad. No ganó Guaidó… perdió Maduro. Y no, no es lo mismo. Para que se traduzca en un triunfo opositor, la consulta popular debe ser exitosa… realmente exitosa…

Si se trata solo de una derrota de Maduro, resulta insuficiente. La inercia le mantiene en el poder. No basta pues, que Maduro sea detestado por las mayorías, como ocurre, ciertamente. Se requiere de un liderazgo capaz de reunir a las fuerzas en un solo frente unitario. No lo hay, y no lo hay porque para los dirigentes – no merecen llamarse líderes – la unidad pivota alrededor de sus ideas personales, y de su muy limitada capacidad política. No existe unidad en el seno opositor porque ellos, tanto como los jefes del orden revolucionario, adolecen de ese mal endémico venezolano: el caudillismo.

La política supone diálogo y consenso, conversaciones y concesiones recíprocas. Chávez, artífice de la antipolítica (y, por ende, de un orden oclocrático), rechazaba los diálogos, las concesiones, e influenciado por idearios autoritarios, sostenía que él y solo él conocía las soluciones a los problemas, sobre todo, cuando, se sabe, tal cosa es un absurdo, un sinsentido, el maná que nutre el autoritarismo y el totalitarismo. Al parecer, ese mal inoculó a muchos.

Esa política de altura, cierta y desdichadamente, no ocurre en Venezuela. Ocurre lo que Chávez despertó: fantasmas del pasado asolando la institucionalidad con cultos personalistas, alharacas de hombres a caballo y promesas delirantes. Esa sumisión al jefe, sin importar su nombre, y no lo que debería ser (y, ciertamente, no es), la construcción de un orden alrededor de ideas, de planteamientos, de verdaderas negociaciones para resolver problemas, para ofrecer soluciones.

Chávez o Guaidó, poco importa el nombre si se trata de un culto y no de una oferta política.

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