Somos una revista independiente que sobrevive gracias a tu apoyo. ¿Quieres ser parte de este proyecto? ¡Bríndanos un café al mes!

El cuarto poder

Heredamos vicios y adquirimos otros. En este trágico tiempo que lleva la Revolución al mando en Venezuela, no solo acrecentamos nuestros tradicionales malos hábitos, sino que compramos otros. Las tendencias izquierdistas de la mayoría de nuestra intelectualidad (que en muchos casos no alcanza la profundidad de Carlos Rangel o Arturo Uslar Pietri) nos han envenenado con un caudal de fábulas que, sin lugar a dudas, explican en gran medida por qué hemos fracasado en la construcción de un orden republicano y democrático. Hay en ellos un odio visceral hacia el liberalismo y lo que este representa: la libertad del individuo, la libertad responsable de cada persona.

No hay trampa mayor que la «información veraz y oportuna». Es, si se quiere, un eufemismo para censurar las noticias incómodas para el régimen revolucionario. Todos la compraron porque, como todas las sandeces socialistas, se visten con frases bonitas, hechas para cazar bobos. Tanto la veracidad como la oportunidad de una información son subjetivas y dependen de quien las juzga. Por eso, esa responsabilidad no puede recaer sobre el Estado (o lo que es lo mismo, sobre aquellos que lo administran), sino en la gente. Arrogarse esa responsabilidad es consecuencia inequívoca de la vocación de «padrecito» que desde siempre ha inspirado al oficio político. «Déjeme decidir por Usted», parece colegirse del modo como hemos entendido la política en estas tierras.

La obligatoriedad de «equilibrar» la información atenta contra la libertad de los ciudadanos de elegir qué cree y qué no; de asumir, de acuerdo a su criterio, a cuáles opiniones les concede crédito y cuáles, no. Sin embargo, en una charca sin profundidad suficiente, esas frases resuenan angelicales. Pero no olvidemos que Satán era bello. Que era Luzbel uno de los ángeles más hermosos. Los medios no tienen por qué renunciar a su postura ideológica ni por qué dar cabida a ideas que no comparte. No debe confundirse esto, obviamente, con la prohibición expresa de difamar e injuriar.

Qué problema pues, para el gobierno de facto, que sus pasquines no se vendan y que sean usados, mayormente, para limpiar orine de perro. La prensa establecida – que según decía mi abuelo, uno de los fundadores del periodismo en Venezuela – la había gobiernera (como El Universal) y rebelde (como El Nacional), y no significaba aquello que uno mintiera y el otro plantease verdades. Se trataba solo de sus líneas editoriales. Qué problema para los periodistas chavistas, que sus programas los escuche una minoría cegada por el afán de que finalmente, la utopía sea posible.

La información veraz y oportuna es solo un disfraz para ocultar la censura que todo orden revolucionario (y por ende, autoritario y no pocas veces totalitario) necesita para ocultar sus errores, sus trapisondas, sus inmundicias. El censor debe ser el ciudadano, que elige, según su criterio, qué lee, qué ve, qué escucha. Endilgarle esa responsabilidad al Estado (o, como ya dije, al gobernante de turno) supone un peligro enorme para la debida salubridad del orden democrático. No es casual pues, que a los medios se les llame «el cuarto poder».

Hey you,
¿nos brindas un café?