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Graciela Matrajt

El cuaderno 

“…una carta de amor puede enviarse
desde un altozano o desde una mazmorra
desde la exaltación o desde el duelo
pero no hay caso / siempre
será tan sólo un calco
una copia frugal del sentimiento…”

Mario Benedetti, en “Sobre cartas de amor”

Pasó frente a la terraza del café donde yo estaba sentada tomando un té y disfrutando del sol de la tarde. Llevaba un morral, de lo que parecía ser cuero, cruzado sobre el pecho y el hombro izquierdo. Caminaba sin prisa, pero con pasos grandes y decididos, hacia un banco que se hallaba a unos metros de donde yo me encontraba. El viento movía su oscura cabellera larga, ondulada y espesa que caía sobre su frente y bloqueaba la mitad de su cara. A pesar de que el banco se ubicaba sobre el malecón frente al mar, la vista resultaba poco inspiradora: el tiempo era gris, melancólico, triste.

Yo lo seguí con la mirada y me sorprendió ver que, después de sentarse, extrajo de su morral un cuaderno en vez de un celular. En efecto, en estos días donde la tecnología ha reemplazado hasta a los amigos, un cuaderno se ha vuelto un objeto de museo y quienes lo usan son en general personas del siglo pasado, esas que ya empiezan a tener canas. Como él se veía joven, en definitiva menor que yo, pensé que acaso era un artista que venía a pintar. Y fue ahí cuando me sorprendió de nuevo, porque, contrariamente a mis conjeturas, este hombre no se puso a dibujar. No, había sacado un bolígrafo y empezaba a escribir.

Por un largo rato no hizo más que eso. Su pluma se deslizaba rápidamente sobre las hojas del cuaderno y plasmaba decenas de palabras. Y yo, mientras lo observaba y sorbía despacio mi té, me preguntaba sobre qué estaría escribiendo, o a quién. 

Mi elucubración me arrastraba a los rincones más recónditos de mi imaginación. Empecé a especular si sería una carta de amor o de despedida. Un cuento o un poema. Una canción o un guion. La curiosidad se había apoderado de mí; sin embargo, no encontraba el valor, ni la excusa, para ir a sentarme junto a él y entablar una conversación para averiguarlo.

Seguí contemplándolo desde mi silla, imaginando cosas sobre su vida, su personalidad, lo que tendríamos en común. Porque, como él, yo también poseo un bolso de cuero, que siempre llevo al hombro cruzado sobre el pecho y donde guardo un cuaderno en el que escribo cuando me topo con algo que me inspira. Y como él, mi cabello también es largo, negro y rizado, aunque con algunas canas porque yo sí nací en el siglo pasado, no lo niego.

Escribir en un cuaderno estos días es tan arcaico como usar máquina de escribir. Si él hubiera sacado una de esas, todo el mundo se habría volteado a ver quién hacía tan extraño ruido con las teclas; pero como el movimiento de la pluma sobre el cuaderno era inaudible, nadie le puso atención; salvo yo.

Casi espiándolo, comencé a teorizar sobre el contenido de sus líneas. Si se trataba de una carta, ¿sería de amor? Estará enamorado, pensé. Quizás escribe una carta nostálgica para un amor esfumado, una relación rota que dejó de existir. 

Solo podía verlo de perfil y no alcanzaba a distinguir la expresión en su rostro, algo que me permitiera deducir su estado de ánimo. Además, su barba tupida cubría mucho de su semblante y no me dejaba ver si su boca dibujaba alguna expresión de alegría o dolor.

Más que una epístola de amor, podría ser de reconciliación, para enmendar una reciente pelea con su pareja, teoricé. O una misiva amistosa para un amigo o un familiar lejano con poco acceso a la tecnología o que, sencillamente, ignora cómo usarla. Alguien del siglo pasado que creció usando papel para dar noticias. ¿Su madre? ¿Su abuelo? No. Mi escritor no parecía tan joven; tendría unos cuarenta años. Probablemente carecía de abuelos.

La especulación tomó rienda suelta de nuevo en mi cabeza. ¿Será casado, soltero, divorciado? Tal vez se esté separando y la carta sea un intento de rescatar la relación. Me pregunté si no sería una misiva para recuperar una amistad perdida en el olvido del tiempo. O para reparar un malentendido que dio lugar a un alejamiento.

¿Estará triste, deprimido, desilusionado? En ese caso, quizá no es por un amor perdido, sino más bien por el amor aún no encontrado. Podría ser que se siente afligido por estar solo, a la búsqueda de su alma gemela.

A lo mejor sale de una larga y conflictiva relación y se siente aliviado y dispuesto a disfrutar toda esa libertad que tiene por delante. Pero entonces, ¿lo angustiará envejecer en soledad, sin alguien con quien compartir la segunda parte de su vida? No. No parece preocupado. Se ve tranquilo, incluso sonriente. Sí, ahora que ha hecho una pausa y ha levantado la cabeza, puedo vislumbrar a través de los mechones de su pelo una sonrisa que tímidamente se dibuja entre la comisura de sus labios, en ese rostro que momentos antes parecía tan concentrado sobre el cuaderno. 

¿Tendrá hijos? ¿Querrá tenerlos? Si los tuvo siendo muy joven, entonces ya son grandes y tal vez le escribe a alguno de ellos. ¿Y si no fuera una epístola? Me pregunto cuál será su profesión. A lo mejor es escritor y está escribiendo un poema, un cuento, una novela o un guion.

Permanecí un rato largo bajo el sol espiando a mi escritor, imaginando su historia. De repente advertí que, al tiempo que se levantaba, sobre su faz aparecía, ahora claramente, abriéndose paso entre los mechones de cabello, una bella sonrisa enmarcada en la espesa barba que rodeaba su boca. Y, metiendo el cuaderno en su morral, se alejó sobre el malecón hacia el lado opuesto de donde yo estaba sentada.

Ese hombre alto y delgado como una espiga, cuya cara nunca logré ver del todo, y del que no sabía realmente nada, se esfumaba de mi vista sin saber que se llevaba consigo la chispa de mi imaginación, la que él, sin saberlo, había echado a volar en la última hora de mi vida.

Y para retener permanentemente esa fugaz fantasía, extraje mi cuaderno de mi bolso: espiarlo me había inspirado a escribir un cuento sobre él. Pero, al abrirlo, descubrí perpleja un mensaje escrito con una letra que no era la mía. Desconcertada, lo leí:

“Hola:

Soy el hombre barbudo, alto y con el cabello largo y ondulado que se halla sentado en el banco sobre el malecón, frente al café desde donde tú me has estado observando. Soy el que escribe en un cuaderno, al que no te atreves a acercarte a conocer. Sé que tienes curiosidad sobre lo que escribo; quién y cómo soy. Te preguntas si estoy enamorado, si tengo nostalgia o miedo a estar solo; si me angustia no haber encontrado mi alma gemela. Ahora soy parte de tu historia, la que querías escribir. Vamos a encontrarnos y escribirla juntos. Tomemos un café; conozcámonos. ¿Qué te parece mañana, en la misma mesa donde te encuentras sentada en este instante con vista al malecón?”

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