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El confort americano

Visten con zapatos mas cómodos que bellos. Se abrigan cuando hace frío como si fuera posible andar entre cojines por las calles, con el hogar a cuestas. Son consentidos, no se instalan si no hay café americano. Adivina, adivinador, ¿quién será?

Los norteamericanos fuera de USA se reconocen a la distancia porque siguen siendo entrañablemente norteamericanos a toda costa. Incluso si permanecen por mucho lejos de su país. Porque los que salen de Estados Unidos y se quedan en otro sitio, aunque son los que no se creen mejores y quieren saber de los demás y aprender otras maneras, no por ello sacrifican sus hot dogs, donnuts, ni scrambled eggs! No, se las arreglan para tener un Starbucks a la mano, un DHL, la margarita como la preparan en NYC, para así poder entregarse a vivir lo exótico y ejercer su curiosidad con comodidad y sintiéndose protegidos.

Pero no es esa la remarcable singularidad de su manera de estar lejos de donde son: lo que los hace tan especiales es que se relacionan con gente diversa, sin complejos de ningún tipo. No son mas ni menos. Van con los días atajando las palabras del otro idioma como mejor pueden y se esfuerzan por decir simpatías, no importa si mal pronunciadas porque las dicen entre sonrisas. El halago se les da fácil, “bonita”, o “chiquita”, si a lo que viene es un Chihuahua. Su alegre desenfado tal vez provenga de la seguridad que les otorga haber nacido en el imperio. Siendo así, que lo que ostenten sea desenfado y no soberbia, se celebra.

De esta suerte andan por San Miguel de Allende, en bermudas y con sombrero, habitando el pleno corazón de México, transitando con sus perros por las calles donde se fraguó la historia libertaria de ese país, disfrutando de la magia de un acervo vuelto cotidianidad, una colonia de “gringos” que impresiona por su número y talante. Conviven con los locales, de distintas clases sociales y niveles educativos, en una armonía que pareciera perfecta. Ostensiblemente agradecidos de que los mexicanos los dejen vivir una vida mas auténtica, mas verdadera.

No importa que su español no les alcance mas allá de los buenos días, ni que no crean en Dios ni en la serpiente emplumada. El gringo apuesta a una pertenencia telúrica a ese lugar que les abre las puertas y les da tierra, fiestas, tradición y colores, artesanías y picardía, y se instalan y hacen hogar. Se integran en una día a día pleno de contenidos simbólicos que mal entienden, pero que disfrutan desde la mística del respeto. Porque lo que viven en San Miguel de Allende no se compara con la asepsia de la desolación de las casas del suburbio americano, donde aunque todos sí hablan el mismo idioma, difícilmente llegan a conocerse a pesar de que son vecinos después de años.

Por eso son muchos norteamericanos para los que la vida queda en San Miguel de Allende, por lo menos seis meses al año, lejos del frío y de la casa de la periferia fantasmal, en la soledad que le quita todo sentido a todo.

Para los primeros que llegaron, el esfuerzo consistió en garantizar el confort americano, y en eso trabajaron junto a los mexicanos. Restaurantes de alta gastronomía, boutiques exquisitas, galerías de arte y artesanía muy bien curadas, seguridad, limpieza, alumbrado… el resultado es una calidad de vida que se aúna a las cualidades naturales y arquitectónicas, patrimoniales del lugar, al espléndido espesor de la cultura mexicana, a la digna simpatía de los lugareños, de manera que se ha vuelto uno de los destinos turísticos mas preciados. No hay mexicana que no se quiera casar en San Miguel de Allende.

Esta convivencia entre norteamericanos y mexicanos en este lugar, es simplemente conmovedora. Nunca había presenciado nada semejante. Todos sentados en la misma plaza, disfrutando de los niños que corren y ríen después del colegio, comiendo helado o maíz en mazorca, mientras se escucha a lo lejos el mariachi que anima al turista que está de paso, entre muñecas de trapo y sombreros de paja… El gringo vive aquí la ilusión de pertenecer, de ser pueblo, de importarle a otros y de que otros le importan.

Es una colonia numerosa, muchos han comprado casas grandes, otros pequeñas, en el centro histórico, más lejos, bellas y no tanto, hippies o intelectuales, bien vestidos o en sudadera… Y pienso que esta vez, el trasvase es al revés. Y de este lado los reciben tan bien… tanto que se han adueñado del lugar, haciéndose de sus espacios.

Aunque nadie dice nada, es fácil sacar la cuenta e intuir que en el perímetro de la ciudad habita el resentimiento del desplazado. Ese que nunca había visto tanto billete junto y que vendió su casa de siempre por poco. Ese que no alcanzó a sospechar que después con ese dinero no iba a poder vivir mejor. Que el dinero de la venta no alcanzaba ni para vivir como vivía. Ciertamente muchos murieron de cirrosis. Otros viven en muy malas condiciones, en las inmediaciones, a las afueras de su propia tierra que ahora miran de lejos, mientras los gringos ocupan sus casas restauradas, hermosas y ahora muy costosas.

Sin embargo, esos habitantes originales de San Miguel de Allende, siguen acudiendo a su ciudad de siempre, porque aunque vendieron sus casas no abandonan sus plazas ni sus templos ni la posibilidad de vender lo que hacen al extranjero, o de entonar Si Adelita se fuera con otro, que si es con violines, trompetas y traje, no baja de 200 pesos la canción.

Nadie habla del disgusto ante la invasión de rubios cansados, ni se siente maltrato alguno de parte de los que por el contrario garantizan el confort del visitante que se queda. No logré percibir rasgo alguno de rencor.

¡Que noble enseñanza para los norteamericanos, cómo los reciben los mexicanos en San Miguel de Allende! Con tal gentileza y educación, maneras y grandeza, que tendría que ser referencia obligada a la hora en que los norteamericanos reciben a los mexicanos en el norte. Los mexicanos que limpian los pisos de sus centros comerciales, los que arreglan sus muebles, instalan sus cocinas, pintan sus casas y arreglan el cortocircuito y la gotera… Esos que garantizan el mejor servicio, sirven el agua y traen el pan… Esos que no se ven, responsables de la alquimia de los fogones en las cocinas de los mas sofisticados restaurantes, no importa si francés o italiano en NYC… Esos que no reciben propina pues no son ellos los que toman la orden, se verían demasiado mexicanos en un restaurante japonés… Me refiero a los mexicanos emigrados que trabajan para el confort de los norteamericanos que mal podrían dar las gracias pues se benefician de un servicio sin rostro… y sin papeles de inmigración. 

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