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El cine desde Nueva York

La cartelera neoyorkina, nos ofrece una amplia variedad de películas que, pese al avance de los multiplexes y la desaparición de las grandes salas de cine —de las cuales el Paris, frente al Hotel Plaza, es el único sobreviviente— sigue atrayendo un público dispuesto a dejar en taquilla un monto muy similar al que podría invertir en disfrutar de un espectáculo en vivo.

Entre ellas, las nominadas para los premios Oscar de este año, han tenido amplia resonancia en la Gran Manzana pues, si algo destacó la ceremonia de entrega, fue la visibilidad que la Academia le ha dado a las minorías, además de lanzar un claro mensaje contra el acoso masculino, que el otro poder, el de los antaño intocables como Harvey Weinstein, imaginaba impune e ilimitado. Ya al inicio de la presentación, Jimmy Kimmel comentó que la Academia le había expulsado el pasado año, entre muchos otros “grandes nominados” para ese “honor”, pero que Weinstein era quien más lo merecía.

Guillermo del Toro, quien ya en 2007 se había hecho con la preciada estatuilla a la mejor película extranjera con El laberinto del Fauno, obtuvo los Oscar por dirección y mejor película con The Shape of Water, una fantasía que espejeó algunos de los recursos y elementos de la producción de El laberinto; si bien aquí la misteriosa criatura no fue la encarnación de lo diabólico, sino una alegoría a las intolerancias de una sociedad puesta a someter impunemente a los más desasistidos.

Aquí Elisa (Sally Hawkins, nominada como mejor actriz), una joven muda, trabaja en la limpieza del laboratorio donde mantienen en observación a una criatura, inspirada en los monstruos anfibios de películas de serie B como Creature from the Black Lagoon (1954). Ella, junto a Zelda (Octavia Spencer, nominada como mejor actriz de reparto), una mujer de color quien, como tantas otras, sostiene la economía familiar y es su compañera de trabajo, y su vecino Giles (Richard Jenkins, igualmente nominado como mejor actor de reparto), un ilustrador comercial, quien mantiene oculta su homosexualidad, ayudarán a Elisa a liberar a la criatura de la cual se ha enamorado.

Todo un cuadro de personajes otros, entonces, muy efectivo en su labor de exponer el sexismo, racismo y homofobia de colectivos que con Donald Trump en la Casa Blanca, se han sentido validados en sus odios e intransigencias. De hecho, la politización de la Academia, ha traído una disminución en el número de espectadores de la América profunda, incómodos ante el modo como el cine comercial muestra, cada año con mayor fuerza, sus más recónditas miserias.

En la dirección de Guillermo del Toro, lo inesperado, lo mágico y lo cruel se aunaron para mostrarnos un film lleno de reminiscencias a épocas pretéritas del Séptimo Arte y de la sociedad norteamericana, mediante una producción que privilegió los espacios cerrados y el hiperreal en la fotografía y la puesta en escena. Los años de la Guerra Fría, el conservadurismo y el fantasma de la Guerra de Vietnam, se imbricaron a los males contemporáneos, muy similares a los de entonces, si bien hoy día las voces otras están mejor representadas institucionalmente que en los sesenta. En palabras del director: “Esta es una película donde hablo de lo que me preocupa actualmente. Hablo sobre la confianza, la otredad, el sexo, el amor y hacia dónde nos dirigimos como sociedad”.

Una serie de preocupaciones, también mostradas abiertamente por Una mujer fantástica, película chilena dirigida por Sebastián Lelio que ganó el Oscar al mejor film extranjero. Aquí Marina (Daniela Vega), transexual en la pantalla y en la vida real, luchará contra las convenciones de una sociedad conservadora y cerrada, aún traumatizada por la violencia dictatorial del pinochetismo. La muerte de su amante y el rechazo que la familia del mismo siente hacia ella, serán el motor puesto a movilizar la diégesis, al tiempo que trazan un recorrido por la intimidad de las casas de la clase media chilena y los dramas ocultos tras esas paredes.

El uso de la cámara subjetiva y los encuadres cerrados, permitieron al espectador penetrar en aquellos espacios, además de resaltar la energía con que Marina se sobrepone a los sectarismos de los otros y a sus propios fantasmas, a fin de emerger de esa crisis más fuerte y decidida a desafiar a quienes se atrevan a humillarla, especialmente dentro de la sociedad hispánica. En tal sentido la actriz sostiene que “Latinoamérica no es tan diferente al resto del mundo. Algunos de nosotros hemos estado intentando trasladarnos de los márgenes al centro, pero somos pocos todavía. El mundo aún es muy reacio a comprender la diversidad de la naturaleza humana”.

Call Me by Your Name, nominada como mejor película, y escrita por James Ivory y dirigida por Luca Guadagnino, igualmente se abocó a resaltar la diferencia, desde la historia de amor entre Elio (Timothée Hal Chalamet, nominado como mejor actor), un adolescente judío-americano, quien vive con sus padres en un pueblo del norte de Italia, y Oliver (Armie Hammer), un estudiante de arqueología quien es invitado a pasar el verano con la familia y ayudar al padre de Elio en sus investigaciones.

Ambientada a principios de los años ochenta, la película discurre placenteramente por la campiña italiana, lo sedado de los paseos en bicicleta, chapuzones en los lagos y la buena mesa. Una vida muy alejada de la crisis que empezaba entonces a cernirse sobre la comunidad homosexual, pronto diezmada por el virus del sida. Con lo cual el film de Guadadagdino se constituye en el canto del cisne de una manera mucho más abierta de vivir. De hecho, los padres del muchacho, aun siendo menor de edad, no lo censuran por haberse enamorado de un hombre, además varios años mayor que él, sino que lo confortan cuando el romance veraniego llega a su fin. Una actitud difícilmente aceptable por la sociedad del nuevo milenio, mucho más pacata y moralmente intransigente.

Quizás lo más interesante del film sea el hecho que la relación discurre de manera natural, tal cual sucedía en películas de aquella década como Making Love (1982), My Beautiful Laundrette (1985)  y La ley del deseo (1986). De este modo la película contribuye a la normalización de la diferencia, si bien la homofobia de una gran parte de la sociedad, impide que todavía hoy se acepte esa diversidad de la cual hablaba Daniela Vega. Ecos de Maurice (1987), dirigida por el propio Ivory, se observan en la cuidada mise-en-scène y las amplias panorámicas de los entornos naturales, donde los jóvenes viven sus encuentros amorosos lejos de las miradas y las críticas sociales, creando con ello un universo cerrado e idealizado, cónsono con el ritmo pausado de la diégesis.

Otra de las nominadas en la categoría de mejor película fue Phantom Thread, escrita y dirigida por Paul Thomas Anderson. Esta producción también aborda un universo cerrado, el concerniente a la vida privada de un gran modisto. Inspirado en Balenciaga y Dior, el film se devuelve a los años cincuenta, cuando la alta costura dominaba la moda antes de la comercialización y los “celebrity shows” actuales. La figura de Reynolds Woodcock, meticulosamente interpretada por Daniel Day-Lewis, nominado como mejor actor, condensa el savoir faire y el profesionalismo de aquellos artistas, para quienes la pieza bien hecha era una religión más que un cheque en blanco.

El frecuente uso de los primeros planos y un montaje que privilegió la acentuación del detalle, contribuyeron a embastar la obra puntada a puntada, como cada uno de los elegantes vestidos, dentro de los cuales la mujer se sentía armada para afrontar cualquier batalla. De hecho serán las tensiones entre la amante y la hermana del modisto, lo que dará su acabado a la película, exponiendo simultáneamente las costuras por donde puede rasgarse, lo cual contribuyó al estado perenne de ensoñación, que Anderson buscaba. En sus palabras: “Pienso que el mundo de la moda es increíblemente cinemático. Lo intrincado y secreto de ese mundo me parece fascinante, especialmente lo detallado de acciones como tomar las medidas. Eso fue lo que me enamoró al momento de escribir el guion”.

Darkest Hour y Dunkirk, sobre la Segunda Guerra Mundial, fueron igualmente nominadas en la categoría de mejor película. Ambas producciones destacaron la importancia de la resiliencia a fin de lograr el objetivo último, derrotar al nazismo y construir un mundo más seguro para la democracia. Si bien, en el nuevo milenio, los heroísmos de aquella generación no funcionan como parámetros de las guerras actuales, mucho más complejas, largas y difíciles de pelear, pues el enemigo pareciera estar en todas partes y en ninguna.

De ahí que en Darkest Hour, la figura de Winston Churchill, verazmente interpretada por Gary Oldman, quien ganó el Oscar como mejor actor, pueda parecer a simple vista anacrónica, ya que no responde al modelo contemporáneo del estadista. En la dirección de Joe Wright, nominado como mejor director, Churchill se convierte, sin embargo, en el líder que justamente necesitamos hoy; porque de su insistencia en desentrañar la verdad, su inquebrantable optimismo, visión de futuro y compasión por los más débiles, podrían aprender muchos de quienes controlan ahora el mundo. “Nos ganamos la vida con lo que adquirimos pero vivimos en la medida de lo que damos”, apuntó agudamente el gran estadista inglés. Una verdad olvidada hoy bajo el falso brillo de los inflados egos y la belicosidad gratuita, esgrimidos por algunos de los mal llamados líderes de las grandes potencias.

El ascenso de Churchill a primer ministro en los inicios de la Segunda Guerra Mundial y su inspiradora manera de energizar al pueblo inglés, cuando la nación se había quedado sola luchando contra Hitler, constituyeron el nudo de la diégesis. El tour de force de Oldman para mostrar la metamorfosis del estadista, desde sus inseguridades cuando alcanza el poder, hasta su afirmación como líder, tras orquestar el rescate de las tropas aliadas varadas en las playas de Dunkirk, atraparon la atención del espectador, magnetizado por la fuerza de atracción del personaje.

El actor pasó 200 horas bajo la mano de los maquilladores a lo largo de la producción y muchas más mimetizando gestos, giros del lenguaje, expresiones y tics propios de Churchill, a fin de entrar en la piel del hombre y el político. “En la actuación me interesa especialmente salir de mí mismo y entrar en el comportamiento y las características intrínsecas del personaje que represento. Ello es para mí motivo de diversión y un gran reto”, apuntó Oldman, a propósito de esta caracterización, para nada novedosa en la filmografía del actor, quien se ha distinguido por representar a caracteres complejos y controversiales; desde el asesino del presidente John Fitzgerald Kennedy en JFK (1991) de Oliver Stone, pasando por el conde Drácula en Bram Stoker’s Dracula (1992) de Francis Ford Coppola, hasta Sirius Black en la serie sobre Harry Potter.

Y si Darkest Hour se concentró en la retaguardia de la guerra, Dunkirk, dirigida por Christopher Noland, igualmente nominado como mejor director, recreó el escenario de la contienda misma, en la hazaña que levantó la moral inglesa y fue clave para empezar a cambiar la dirección de la ofensiva: el rescate durante diez días de casi 340.000 soldados por una flota compuesta por buques, yates de recreo, botes y otras pequeña embarcaciones cruzando varias veces el Canal de la Mancha bajo el fuego de la Luftwaffe.

En la dirección de Noland, el diálogo se redujo a su mínima expresión siendo la producción la verdadera protagonista. De hecho, el montaje, edición y mezcla de sonido se hicieron con la estatuilla, ambientados por una dinámica banda sonora, también nominada, y una ajustada fotografía, igualmente nominada, que reprodujo fielmente la atmósfera de la proeza. La escena final en ambas películas, citando el famoso discurso de Winston Churchill ante el Parlamento, el 4 de junio de 1940, se constituyó en la nota nostálgica, a la vista de la mediocre actuación de nuestros líderes actuales.

Su “lucharemos por tierra, mar y aire” fue, pues, el motto de la película, mostrando con gran veracidad los enfrentamientos entre la aviación inglesa y la alemana, los combates entre la infantería aliada y la enemiga y el despliegue marítimo de noveles y experimentados navegantes, unidos por su voluntad de rescatar a los soldados. El uso del montaje fragmentario, los planos picados y las tomas aéreas imantó la atención del público, inmerso en una de las gestas más recordadas de aquella contienda.

The Post, Three Billboards Outside Ebbing, Missouri, Get Out y Lady Bird fueron los otros films nominados. Todos ellos recreando temas propios de la vida norteamericana; desde la odisea de Katharine Graham, la dueña del Washington Post, para publicar documentos políticamente comprometedores durante la guerra de Vietnam, hasta la inadecuación social de una conflictiva adolescente apodada Lady Bird, pasando por el racismo de los estados sureños, y la violencia contra la mujer y la población de color.

Películas, ciertamente perfectas para azuzar el odio de muchos, pero también estandarte que enarbolar dentro de un país cada vez más militante. Otros desafíos, otras pugnas, quizás menos sangrientas pero tan destructoras del tejido social como las guerras mismas, ocupan hoy las horas de la población estadounidense, debatiéndose entre el personalismo de un presidente que combina lo peor de esta nación, y el trabajo silencioso de miles de individuos políticamente concientizados, en su lucha por hacer de los Estados Unidos una tierra más inclusiva. Algo que el cine seguirá mostrando, la Academia Cinematográfica de Artes y Ciencias continuará reconociendo con los premios Oscar en futuras entregas, y el siempre crítico espectador neoyorkino analizará exhaustivamente al dejar la oscuridad de la sala.

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