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El cine de Eloy de la Iglesia: La persistencia del deseo

La indiferencia, la minimización, los epítetos derogatorios con que algunos críticos y periodistas españoles califican aún hoy el cine de Eloy de la Iglesia, se debe posiblemente a la homofobia de muchos intelectuales quienes ven con incomodidad cómo este cineasta abordó abiertamente y con un lenguaje deslastrado de formalismos, realidades que hubieran preferido mantener ocultas dentro del armario. Esto es: la homosexualidad lumpen, la sacralización ―muy en la línea de Jean Genet― de la delincuencia juvenil y la droga dura, y la profanación del ideal separatista vasco.

Refiriéndome a la homosexualidad lumpen, esta se caracteriza por el hecho de que el juego de poder no ocurre entre iguales, sino expone y dispone dos estratos sociales opuestos: el del profesional de mediana edad con un entorno sólido, fascinado por el joven con poca educación formal y sin una estructura familiar bien constituida. Opuestos atraídos por lo que el otro no tiene, y puestos a movilizar la acción de sus films durante la transición democrática ―Los placeres ocultos (1977) y El diputado (1978) ― así como su última película Los novios búlgaros (2003), realizada tres años antes de fallecer.

Estas producciones coinciden con dos momentos clave en la evolución de la identidad gay española. Los placeres ocultos y El diputado aparecen en medio de un proceso que se había iniciado como respuesta a la Ley de Peligrosidad y Rehabilitación Social de 1970, que criminalizaba los actos homosexuales, dándole carta blanca a la policía para arrestar a cualquier hombre ―no se incluye a la mujer― sospechoso de homosexualidad, dada la amenaza que representaba para la sociedad bienpensante; especialmente para los jóvenes quienes, según esta legislación, al entrar en contacto con un homosexual adulto podían fácilmente llegar a corromperse.

Dos catalanes, Armand de Fluvià y Francesc Francino, fundan en 1971 la Agrupación Homófila para la Igualdad Sexual que desde 1972 comenzó a editar el boletín del mismo nombre, donde se incluían artículos jurídicos sobre el tema e información cultural, tomando como modelo las publicaciones norteamericanas surgidas con la revuelta neoyorkina de Stonewall en 1969.

“Preparábamos la revista clandestinamente en Barcelona, corriendo muchos riesgos; llevábamos los clisés a Perpiñán ocultos en el coche, pasando pánico porque en la frontera te registraban siempre el vehículo. Desde ahí, un contacto nuestro los mandaba a París, donde se recogían e imprimían y a continuación se enviaban por correo al centenar aproximado de suscriptores que teníamos en España”, nos dicen los editores. Se retoma con este periplo el germen del movimiento homosexual en España anterior a la Guerra Civil y el franquismo, pues fue la Federación Anarquista Ibérica (FAI) la que en 1933 organizó la primera marcha gay en España. Tendrían sin embargo que pasar otros 44 años para que el colectivo pudiera volver a desfilar por las Ramblas de Barcelona.

Con la muerte del dictador en 1975 se extiende el movimiento hacia el resto de la península, creándose en rápida sucesión el Front d’Alliberament Homosexual del País Valencià, el de las Islas Baleares, el Frente Homosexual de Acción Revolucionaria en Madrid del cual formaba parte Eloy de la Iglesia, el Euskal Erico Gay Askapen Mugimendua en Bilbao, el Movimiento Homosexual Aragonés en Zaragoza, el Frente de Liberación Homosexual Galego en Santiago de Compostela, y la Coordinadora de Frentes de Liberación del Estado Español que agrupaba colectivos de otras zonas de España.

Eslóganes como “El forat del cul és revolucionari” (“El ano es revolucionario”) y “Liberad vuestros esfínteres”, cual reacción contra el mito del macho ibérico que comedias como Vente a Alemania, Pepe (1971) de Pedro Lazaga y Lo verde empieza en los Pirineos (1973) de Vicente Escrivà llevaron a la irrisión durante aquellos mismos años, se mezclaron con las consignas políticas de la transición. No es de extrañar entonces que, cuando el 26 de junio de 1977 el activismo gay, once días después de las primeras elecciones libres en 41 años, desafiara al Estado marchando por las Ramblas de Barcelona, grupos pertenecientes al partido comunista, socialista y nacionalista, y asociaciones obreras y feministas se aunaran al colectivo homosexual buscando sus propias reivindicaciones.

Este desplazamiento de los márgenes al centro del sistema, que la vanguardia europea y norteamericana habían llevado al cine diez años antes, empieza a cobrar literalmente cuerpo en películas como El desencanto (1976) de Jaime Chavarri, sobre el resentimiento hacia el régimen dictatorial, por su destrucción de los valores familiares, de la viuda y los hijos del poeta franquista Leopoldo Panero, y Camada negra (1977) de Manuel Gutiérrez Aragón sobre los extremos más brutales del fascismo.

Películas hechas con la intención de exorcizar fantasmas y ajustar cuentas con la historia, a la vez que focalizaban las voces hasta entonces relegadas al cuarto trasero: la mujer, el homosexual, el travesti y el drogadicto, percibidos ya no como objetos, sino como “puntos de articulación de las formaciones ideológicas”, en palabras de Teresa de Lauretis, que pasaban a un sitio relevante llevados por la urgencia del momento, a fin de lograr esa “normalización” que la dictadura les había hurtado. Es pues en esta encrucijada, donde podemos posicionar a Eloy de la Iglesia con Los placeres ocultos y El diputado.

En El diputado, si bien los encuentros iniciales entre Roberto, dirigente socialista, y Juanito, muchacho de los arrabales urbanos, ocurren en un apartamento clandestino, pronto pasarán a la casa familiar y a la luz del día, con el consentimiento y participación activa de Carmen, la esposa de Roberto, dentro de la relación. Otro triángulo también sostenido sobre una precariedad emocional, obliterada por la violencia de la transición política que intentaba mantener en las habitaciones traseras lo irrepresentable.

Eloy de la Iglesia articulará ese silencio utilizando el flash-back y el montaje discontinuo, a fin de enfatizar la fragmentación del universo diegético constituido por el entorno político-social, donde confluye la acción que subvierte el melodrama tradicional; no solo por el hecho de presentarnos a una familia alternativa, sino porque no se produce la colisión emocional propia del género, más allá de la puesta en escena que incluye una iluminación cálida con disolvencias en algunos de los encuentros eróticos.

El diputado presenta más bien una madurez afectiva y política donde el homosexual llevará a cabo la “educación sentimental” y política del objeto amado y del espectador, contando con la complicidad de la mujer. Sin embargo, tal complicidad no salva a Roberto “de ser toda la vida un marginado”, como él mismo se confiesa.

Al educar a Juanito dentro de estos parámetros, Roberto queda encuadrado por la imagen del “buen homosexual”, como lo califica Paul Julian Smith siguiendo, quizás, la apreciación de Richard Dyer en torno a la representación positiva del hombre gay destruida por la “represión social”, y hecha a propósito de esta y otras películas afines dentro del contexto europeo. Una imagen que, por demasiado transparente, estereotipa el comportamiento del protagonista, al de la Iglesia no profundizar en la psicología y las emociones del homosexual, tal cual quería el colectivo gay español en medio de aquella coyuntura histórica.

Dos películas de temática similar, A un dios desconocido (1977) de Jaime Chavarri y La muerte de Mikel (1984) de Imanol Uribe, se adentrarán más claramente en el yo homosexual; aunque también atormentado, culpabilizado y condenado a morir por su propia mano, o a manos de los otros o lo otro ―violencia o sobredosis― como ocurrió en la realidad con José Luís Manzano, actor fetiche y amante de De la Iglesia, José Luis Fernández Eguia “El Pirri” y Antonio Flores, el único hijo varón de Lola Flores. Todos, actores en la filmografía de este director y quienes tampoco escaparon a las adicciones.

Este destino no era compartido entonces por buena parte de la comunidad gay española; de ahí que muchos homosexuales no pudieran identificarse con el cine de Eloy de la Iglesia, pues este privilegiaba justamente aspectos de los cuales ellos buscaban distanciarse: la figura del homosexual en el closet, las visitas al prostíbulo clandestino, la seducción de jóvenes provenientes de las zonas marginales dentro de una estética de la sordidez, muy alejada por ejemplo del kitsch y la mirada camp de publicaciones como Anarcoma, Sábado, sabadote, Party, y El Víbora. Esta última donde ilustraban Nazario Luque y José Pérez Ocaña, a quien Ventura Pons documentaría en su film Ocaña, retrat intermitent (1978) cual exponente del nuevo hedonismo que preconizaba el colectivo.

Ello cual preámbulo al cine de Pedro Almodóvar, para entonces celebridad del underground madrileño con sus cortometrajes y crónicas en la revista La luna, y quien comenzaba así a modular el lenguaje de su primera etapa filmográfica, donde el desangelado calzoncillo franquista que privilegiaba Eloy de la Iglesia, se convertiría en el moderno slip democrático de Laberinto de pasiones (1982) y La ley del deseo (1987).

Con 21 films en 20 años, Eloy de la Iglesia dejó de dirigir el año en que Almodóvar con La ley del deseo sorprendía al mundo, trayendo a la pantalla un triángulo afectivo muy distinto al de El diputado. De la Iglesia no retomaría su lugar tras la cámara por última vez, hasta 2003 con Los novios búlgaros.

“Mi adicción a la droga es poca cosa comparada con mi adicción al cine”, comentó entonces, en un momento cuando la sociedad española había cambiado, al punto de que el año del estreno de esta película, en la Ley de Derecho Social se incluyó como objetivo “la ausencia de toda discriminación directa o indirecta por razón del origen social o étnico, la religión o convicciones, la discapacidad, la edad o la orientación sexual de una persona”. Y dos años después, en el Código Civil se extendería al colectivo gay el derecho a contraer matrimonio con las mismas atribuciones de las parejas heterosexuales; lo cual coincidía con el sentir popular, pues el 66% de la población apoyaba abiertamente esta medida. España se convertía así, en el país más avanzado del mundo en materia jurídica para las parejas del mismo sexo.

Un largo camino había recorrido el país desde los semiclandestinos locales del Pasaje de la Begoña en Torremolinos a fines de los sesenta, hasta los bares de diseño en el Ensanche barcelonés (Gaisanche), y el barrio madrileño de Chueca donde empieza la acción de Los novios búlgaros, basada en la novela homónima de Eduardo Mendicutti.

La cuidada cinematografía, el uso de efectos especiales y un ágil trabajo de cámara nos revelan a Eloy de la Iglesia en pleno control del medio; como si ese largo silencio lo hubiera afinado, permitiéndole atraer al frente, con agudeza, ingenio y un humor inexistente en su filmografía anterior, temas característicos de sus películas ―el triángulo afectivo y la educación del joven marginado por parte del profesional maduro― con los que ocupan hoy la actualidad española: la inmigración de quienes huyen de la violencia en sus lugares de origen y el terrorismo producto de los fanatismos religiosos.

“Había cambiado el milenio. Había que renovarse”, nos recuerda la voz en off del narrador y protagonista Daniel, poco antes de encantarse con Kyril, el muchacho búlgaro a quien protegerá, celará y apoyará en su urgencia por adquirir un estatus social cónsono con la España comunitaria y poder así casarse con Kalina, su novia del país dejado atrás.

“Todo deseo erotizado (masculino o femenino) por el otro es una manía de gozar de un semejante bajo el espejismo de un superior”, nos recuerda Julia Kristeva refiriéndose a Eros. Y como él, también Daniel se las ingeniará para conseguir a su objeto, exponiéndose y exponiéndolo, tensando y aflojando las riendas de una pasión, solo correspondida en la medida que ello le permite a Kyril alcanzar sus objetivos.

“He sido víctima de mi propia ceguera apasionada”, se confiesa y nos confiesa, al romperse el espejismo, en primer plano; ese close-up del deseo o la desesperación, cual recurso técnico característico del cine de Eloy de la Iglesia. El director establece así con el espectador una complicidad que busca justificar sus actos, ya no desde el ideal político, del cual tanto Daniel como el propio cineasta se han desencantado, sino desde la legitimación de las transacciones sexuales, sociales y económicas, justificadas en un mundo que “estalla hecho pedazos y no podemos arreglar con alcohol”.

Una realidad que, como en otras de sus películas, De la Iglesia valida también aquí, aunque ya no desde la marginación local sino global. “¿Qué tiene de malo que ellos quieran acabar con un paraíso que les es hostil?”, se pregunta el protagonista, poco antes de encontrarse con el primo de Kyril en un cuarto oscuro de Chueca, a donde ha ido para resarcirse de la pérdida de aquel amor.

“Con cuerpo de perdida y dignidad de caballero”, Daniel se lo llevará igualmente a casa a fin de abocarse, como tantas veces hizo el propio Eloy de la Iglesia, a la educación sentimental del joven marginado, ahora proveniente no de las barriadas locales, sino de países pertenecientes a una Europa donde la homosexualidad, como las libertades individuales, sigue estando perseguida.

No otro director español ha logrado, ni antes ni después de Eloy de la Iglesia, retratar con tanta profundidad la psicología de los desclasados, para darles voz y articular simultáneamente con su filmografía, una identidad segregada aún hoy en muchos sectores de la sociedad española, pese a los avances logrados en años recientes. Algo que nos mueve a reflexionar, sobre las intolerancias dentro de la sociedad hispana, que desafortunadamente se agudizan de manera dramática cuando trasladamos el enfoque hacia Latinoamérica.

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