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El cine de Choroní (Parte II)

El cine de Choroní (Parte I)


Eres muy buen espía. Lo único que necesitas es una buena causa

Un espía perfectoJohn Le Carré       

En Choroní, después de escuchar dieciséis testimonios de personas distintas que dicen haberlo conocido, sólo obtuvimos datos confusos y contradictorios. “Nadie querrá dejar de agregar su aporte fantasioso”, le decía a Helwin. Pero quedamos prendados de la clave que nos proporcionó uno que no lo conoció personalmente, David Muñoz Tébar. Dimos con él por casualidad, pues estaba alojándose con el padre jesuita Ignacio Castillo en casa de este en el Henri Pittier. David venía de una situación difícil: se había divorciado y había perdido una importante suma de dinero en transacciones financieras de alto riesgo. Terminó en una honda depresión y, aconsejado por un ex convicto amigo de la primaria, decidió refugiarse en el Henri Pittier una semana. El padre Castillo lo acogió de buena gana, exigiendo a cambio ayuda en las labores del terruño de “Agua fuerte”. El hecho es que fuimos a ver al padre Castillo para ver qué información podía tener él sobre Garbo, o qué había escuchado. Helwin sabía de la afición de este sacerdote por la lectura y la escritura y sospechaba que sabría bastante sobre Garbo. Es decir, nadie sabe nada de Garbo y eso ya lo habíamos asumido. Sólo queríamos conocer “las versiones”. Lo que nos contó el padre Castillo fue breve y mucha de esa información era un poco más de lo mismo. Pero mientras bebíamos unas cervezas artesanales y conversábamos con gusto sobre Garbo, irrumpió David, que venía de darse un baño en la playa. Destapando una cerveza dijo: “mi padre conoció a dos hijos de Garbo”. Helwin y yo nos miramos incrédulos. El menor de los hijos de Garbo había sido socio de un vecino del padre de David. Ambos habían vivido en La Trinidad, en Caracas. Los datos empezaron a coincidir, Helwin y yo nos entregamos a un placentero silencio, como preludio a esto que nos caía del cielo. Carlos, el hijo mayor de Garbo, había contado cosas a una señora llamada Desirée, que era oriunda de Choroní. Esta mujer tenía información sobre el padre, porque alguna vez Juan Carlos, el hijo menor, se lo había oído decir a Carlos. “Es cuestión de preguntar por esa mujer en el pueblo, porque trabajó con Carlos en el cine de Choroní, que por cierto lo fundó Garbo”. No hizo falta ningún gesto, como si nos hubiesen llamado de emergencia, nos levantamos Helwin y yo, agradecidos, y nos despedimos sin mirar atrás.

Al llegar al pueblo, nuestra intención inicial era clara, preguntar por parientes de una tal señora Desirée que había trabajado en el cine. En la primera casa, frente a la Iglesia, ya nos habían dado la seña exacta: “Sí, cómo no. Desirée vive en la calle Piedad. La casa se llama Rosario, es blanca y tiene puertas y ventanas verdes. Con seguridad estará allí”. En efecto, nos abrió la propia señora Desirée con una parsimonia y una mirada sosegada que sólo puede verse en los pueblos. “Pasen” dijo, con un tono seco que daba a entender que nos estaba esperando. Podía tener tranquilamente 85 años, pero aparentaba fácilmente diez menos. Morena, ágil y de rasgos marcados, parecía tener un carácter fuerte, decidido: “¿Y entonces? Quieren saber algo de Juan, ¿no?”, Helwin me dio un codazo y dijo: “exactamente, Juan Pujol García, JPG, el espía español, conocido también como Garbo”.  Con displicencia, la señora se levantó lentamente y dijo que buscaría café. Pero mientras lo hacía siguió hablando: “Acá nadie sabe quién es Garbo, acá se llamaba Juan y punto”. Luego demoró unos minutos y entró en la sala con unos pocillos que contenían guayoyo con azúcar y un papel. “Miren, Juan me dijo que algún día vendría alguien a pedirme información sobre él y preparó una nota. No puedo decir más que lo que está escrito allí. Que recuerde, han venido más de diez personas. Todos eran ingleses, menos uno que era español. Por primera vez me toca la puerta gente venezolana que quiere saber sobre Juan. Eso es un avance. ¿Están interesados en la historia? ¿o están aburridos ya de tanta fantasía?”. Esta vez Helwin optó por callar y me tocó a mí pedirle que nos la leyera de todos modos. La señora Desirée me alcanzó la carta: “Lea usté mijo”. En un tono incómodo empecé una lectura lenta:

“Juan no fue un espía tan grandioso como todos piensan. Juan era un hombre astuto que sólo quería un contexto más armónico. Cuando entendió que eso no era posible, optó por luchar en la sombra para que la guerra no acabara con todo, y mucho menos con él mismo. Juan era un superviviente que no tenía ideología. Se decepcionó rápidamente de todas las militancias. Los alemanes siempre supieron lo que hacía, pero gente del alto mando militar quería salir de Hitler, entonces desactivaron los filtros e hicieron creer que Juan era confiable. A su vez, los ingleses sabían que los alemanes sabían. Así que fue una pieza clave para que grupos de élite de ambos bandos siguieran con sus intenciones, un poco paralelas a la guerra propiamente. De ese juego un poco riesgoso, Juan sólo quería obtener dos cosas: el fin de la guerra y mucho dinero. Hoy se puede decir que lo logró. Desde niño se obsesionó con Venezuela cuando estudiaba el mapa mundi. Le parecía que debía tener el paisaje más armónico y el clima más agradable del mundo. Seguramente unas bellas playas tropicales y, sobre todo, mucha paz y mucho dinero. Por eso la incluyó tanto en sus informes. Siempre había relación con Venezuela: nombres como Bolívar, Orinoco, Paria y Cubagua eran códigos cifrados que usaban sus agentes inventados. Cuando la guerra acabó, volvió a España para preparar su huida. Su destino final siempre estuvo claro: Venezuela. Allí no encontraría guerras, ni disputas, ni violencia, ni caos. Allí no habría fascismo, ni comunismo, ni anarquismo, sino ingentes posibilidades que propiciaba esa descomunal renta petrolera. Pero para poder llegar a ese destino, primero debía morir. Llegó a Madagascar con Araceli, su primera mujer. Luego pasó a Angola, donde ideó su muerte. Luego, despareció. Algunos dijeron que Argentina y otros que Paraguay. Juan decía que en realidad estuvo en muchos lugares en los que había nazis porque tuvo la tentación de continuar contribuyendo a capturarlos desde la sombra. Nunca se sabrá (decía él mismo). Llegó a Venezuela en septiembre de 1945, pocos meses antes del derrocamiento de Medina Angarita. Decía que él había participado en ese golpe de Estado, indirectamente. Desde entonces se estableció en Valencia, donde montó una granja de pollos. Pero ese negocio no funcionó y gracias a un conocido británico que trabajaba en la Schell en Lagunillas, fue contratado para dar clases de español a ingleses y holandeses. Mintió diciendo que podía dar clases de inglés a los venezolanos, aprovechando conocimientos muy elementales. Pero Venezuela en ese entonces era tan rural y tan pasmosamente ingenua que nadie se dio cuenta de sus limitaciones. En Lagunillas, montó una tienda, “La casa del regalo”. Viajaba a Caracas con frecuencia y allí conoció a su nueva esposa, Carmen Álvarez. Ya Araceli y sus primeros tres hijos habían vuelto a España. No les gustó Venezuela. Juan en cambio prefirió anteponer Venezuela a su familia. Nadie podía comprender lo que significaba “Venezuela” para él. Era la antítesis del horror, y muchos piensan que vivió el horror de la Segunda Guerra Mundial, pero no, durante esos años, él estuvo cómodo leyendo a Pessoa y a Cesario Verde en Lisboa, mientras escribía cartas sin parar; el verdadero horror lo experimentó en la Guerra Civil Española, y supo que nunca podría recuperarse del todo. Por eso, se arriesgó tanto con alemanes e ingleses después. O creyó que se arriesgó. Con Carmen tuvo tres hijos: Carlos, Juan Carlos y María Elena. Como ella era oriunda de Choroní, iban a ese pueblo con frecuencia. Allí él fue feliz. Allí montó un cine, que no prosperó. Allí veía él vuelta paisaje su idea de lo que era la tolerancia, conocer los matices, estar en zapatos de otro, ser alemán, ser inglés, ser republicano, ser franquista, ser lisboeta, morirse, escapar, disolverse y volver a reunirse a sí mismo en Choroní. Darle un cine a Choroní. Una ventana ficticia al paraíso, que también la necesita, quizás con mayor razón. Y allí pidió que sepultasen sus restos.”

Terminé de leer  y Helwin preguntó: “¿quién escribió esto? ¿está segura que fue el mismo Juan?” La señora Desirée se levantó, me arrancó la carta y dijo: “yo no sé, tengo que enseñarla a todo el que pregunte por él, así me lo pidió. Ahora ya pueden irse a hacer sus reportajes y sus cosas”. Nos levantamos, y mientras caminábamos, Helwin se atrevió a preguntar: “¿usted tuvo una relación cercana con él? ¿digamos, más íntima?” La señora Desirée sonrió y dijo: “ese era un pan, yo trabajé en el cine, con su hijo Carlos, y lo que le puedo decir es que este pueblo fue otro en ese tiempo, no sé cómo decirlo, éramos todos felices, estábamos como contentos, o así me acuerdo yo que era”. Dimos las gracias con reverencias incluidas y nos fuimos.

Helwin quiso llamar a Sonia y yo a Amanda para avisarles que ya era hora de regresar. Porque sentíamos que ya esta historia estaba cerrada. O mejor dicho, que no había forma de darle cierre a algo así. Helwin volvería a Madrid y yo a Lisboa a retomar cada quien su rutina, por así decir. En el último día que nos quedaba en Choroní, resolvimos tomar un peñero y llegar hasta Cepe. En el trayecto, Helwin, con unas cervezas encima, empezó a recitar versos de la Odisea, gritándole a Escila y Caribdis que amenazaban con sus fauces en la costa. “Es un Odiseo” me dijo, ya más calmado, “Garbo es un Odiseo”. “Más bien un Aquiles”, le dije yo “ese Aquiles muerto que en el inframundo desea ser un campesino, un jornalero anónimo, casi nadie, pero seguir vivo, abandonar el temple heroico, para vivir”. Llegamos a Cepe, un poco ebrios nos sentamos a la orilla del mar y especulamos todavía más: “¿Y si está vivo? ¿y si estaba en la habitación contigua en la casa de Desirée?”,  después de un largo silencio, Helwin preguntó: “¿Y entonces? ¿Quién escribirá esta vaina?”. Yo permanecí en silencio. Helwin agregó: “El problema es que si la escribes tú, van a creen que todo esto es ficción”.

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