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Francisco Martínez Pocaterra

El cheque en blanco

No culpemos al mono que, revólver en mano, dispara impensadamente,
sino al que se lo dio
.

Venezuela eligió este desatinado proyecto. No, no se imagine el lector que el gobierno revolucionario es una suerte de peste bíblica como las diez que azotaron a Egipto en tiempos de Ramsés II. Nos duela o no, nos guste o no, este desatinado proyecto fue, y ha sido, una decisión de los ciudadanos, que, reducidos a la infame condición de pueblo, aupó a un felón que, como todos los populistas, prometió lo que bien sabía no iba a cumplir. Basta echar una mirada al excelente libro de Mirtha Rivero «La rebelión de los náufragos» para advertir como nuestra sociedad decidió echarse cuesta abajo por un barranco. Uno que no tiene fondo.

El periodista Rafael Poleo alegaba recientemente en la red Twitter que Carlos Andrés Pérez fue quien traicionó a Acción Democrática y no al revés, y, si uno indaga en la conducta de los líderes, sobre todo del expresidente Jaime Lusinchi y del llamado caudillo, Luís Alfaro Ucero, destaca el choque entre Pérez y su partido por la forma como cada uno entendía el ejercicio del gobierno y el rol del Estado. Debo decirlo, nunca he sido adeco, y del apodado partido del pueblo, con toda la carga demagógica que ello supone, tengo serias reservas que ni viene al caso explicar ni tengo por qué hacerlo; y, por ello, y pese a las críticas que sobre la forma como se aplicaron las reformas económicas entonces, influenciadas por el Consenso de Washington (predominantemente fondomonetarista), sostengo que fue justamente su propio partido, prostituido y apartado del que en la década de los ’30 del siglo pasado fundaran Rómulo Betancourt y su maestro, don Rómulo Gallegos (y con ellos, venezolanos valiosos, como el expresidente Raúl Leoni), el primero en hacerle una férrea oposición a él y a la modernización que en su segundo mandato proponía.

A este descarnado linchamiento se sumaron los empresarios, que, como lo refiere Mirtha Rivero en su libro, aplaudían públicamente el ingreso de Venezuela al GATT, hoy la OMC, y tras corrales llamaban a la entonces ministra de la Secretaría de la Presidencia Beatrice Rangel para que les excluyeran del acuerdo, porque, debe decirse, no tenían ellos cómo ni con qué competir en los mercados internacionales. Y aun ese grupo de intelectuales de primer orden que bautizaron «los notables» participaron en ese tumulto despiadado y torpe contra el hombre que en la década de los ’70 saltaba charcos y nos envenenó con su nuevorriquismo y su forma fachosa de dirigir un gobierno. Esos mismos náufragos que en la década de los ’90 se le rebelaron en su segundo mandato, en el primero le reían las bufonadas que inspiraron la película de Daniel Oropeza sobre la corrupción de su gobierno y el grotesco libertinaje de Cipriano Castro, cuya lujuria exacerbada le ganó el apodo de «mono lúbrico del Caribe».

Sé que el liderazgo político se ganó el descrédito de una sociedad que, en aquellos carnavales tras el fallido golpe de Estado del 4 de febrero de 1992, disfrazó a sus hijos con los ropajes de los comandantes sediciosos. Acción Democrática se aisló, se desconectó del pueblo, y sus dirigentes, distinto de la visión de país que inspiró a sus fundadores, hicieron del ejercicio del gobierno su propio negocio; y la dirigencia de los otros partidos, animada por aquél que, sin dudas, dominó el escenario político entre 1958 y 1998, se sumó a aquella verbena de politiqueros y bribones.

Caldera lo vio, y, sin pudor alguno, se apartó de su propio partido, montó tienda aparte y en 1993, ganó su anhelado segundo mandato, que, como el primero, más que a su carisma y popularidad, se debió a la fractura del electorado. Él arrimó el hombro para enterrar la democracia que había ayudado a instituir tras el 23 de enero de 1958, no porque liberara a los felones del 4 de febrero y del 27 de noviembre de 1992, que, de no haberlo hecho, esos otros náufragos en los cuarteles, quienes ya lo habían intentado antes, como lo refiere Thays Peñalver en su libro «La conspiración de los 12 golpes», le habrían derrocado, sino por su discurso demagogo y su inacabable rencor hacia una sociedad ilustrada que prefería a los adecos y no a él. Caldera bien pudo ser ese náufrago que dio el tiro de gracia a un orden político degenerado y estertóreo.

En 1998, los medios, infinidad de intelectuales – los reales y los postizos -, los empresarios, los gremios, las ONG y la sociedad corrieron para llevar en hombros a un felón que salvo prometer lo que no iba a cumplir, tan solo nos condujo a este callejón sucio y ruinoso en el que ahora estamos. Chávez ganó holgadamente con el 56 % de los votos, y una marejada chavista parecía infestar a Venezuela como la Peste Negra con sus bubones espantosos a los europeos en el siglo XIV, y, por ello, la extinta Corte Suprema de Justicia le allanó el camino para que satisficiera su malhadado capricho constituyente y, redactada de antemano, no lo dudo, después de un manotazo elocuente del nuevo mandamás, aprobara el texto de 1999, quizás uno de los más deficientes de las veintitantas constituciones que hemos tenido.

Ciegos, sordos, como los necios, los venezolanos otorgaron un cheque en blanco a Chávez, un hombre carismático, pero incompetente para el importante reto que aquel mandato (1999-2004) le imponía: reconducir a Venezuela hacia la modernización de sus instituciones y dogmas. El supuesto jefe del alzamiento del 4 de febrero de 1992 (según lo sugiere Thays Pañalver en su libro, resulta cuando menos dudosa esa jefatura), secuestrado por Fidel Castro, que de ese chafarote sin una formación robusta y por ello, presa fácil de sus encantamientos, nos condujo no solo al atraso en el que viven los cubanos desde hace más de seis décadas, sino, además, a la transformación de nuestra república en un protectorado cubano, y a él, en su vicario.

Chávez murió. Dejó como legatario, suerte de emperador designado por él ante su inminente deceso, a Maduro, y, fieles a las patrañas de un ignorante indigestado con lecturas panfletarias, siguieron el manual. Hoy por hoy, como lo refiere Moisés Naím en su más reciente trabajo «La revancha de los poderosos», revelada como la autocracia iliberal populista que es, se comporta como una logia negada a ceder la más nimia cuota de poder a sus adversarios. Superar esta crisis, seguramente una de las más graves de cuantas hayamos padecido, no será ni fácil ni incruento. No olvidemos, empero, que no llegó este infeliz proyecto en una nave extraterrestre, sino que fuimos nosotros, los venezolanos, quienes otorgamos el cheque en blanco a la revolución.

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