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El camino más largo

Cuando los gobiernos temen a la gente, hay libertad. Cuando la gente teme al gobierno, hay tiranía

(Thomas Jefferson)

Nadie dijo que sería fácil. Nadie aseguró que en Venezuela sería indoloro, que sería una romería festiva como aquellas celebradas por los adecos en la Plaza Altamira. Sabíamos que esta lucha por la justicia y la libertad sería un derrotero amargo, pleno de sinsabores, de lágrimas, de llantos y de sacrificios.

Esta lucha nuestra no lleva meses, sino años. Ha sido dura y si bien en estos últimos tiempos se ha vuelto más cruenta que antes, la Muerte ya había enlutado hogares, ¿o acaso ya olvidamos a Juan David Querales, a Jorge Tortoza y Josefina Rengifo; a Josefina Inciarte, Keyla Guerra y Jaime Giraud Rodríguez? No, no son únicamente los muertos y los torturados por Maduro, ya Chávez cargaba los suyos. Y aún más, no son solo los caídos en marchas, los presos y torturados en las mazmorras revolucionarias, sino los que han muerto por la desidia de un régimen oprobioso que prima su ideología fallida por encima de los ciudadanos.

La ciudadanía está agobiada y por qué negarlo, exhausta. Ha enterrado sus muertos. Les recuerda a diario. Los llora. Y aun así, cuando lo ha creído justo, se ha remangado su duelo, y con coraje, se ha echado a las calles, sin armas, sin otra cosa que su denuedo y su anhelo de recuperar la libertad. Mal puede pedírsele que renuncien a ese sueño, que se dejen mangonear, porque supondría esputar gargajos sobre las tumbas de sus seres queridos. Mal puede pisotearse su brío, y desde luego, sus deseos.

No son meses, ¡son lustros! Y honra a la justicia ofrecerle a esa sociedad maltrecha algo más que promesas falsas, quimeras que no van enaltecer a sus muertos, ni van a llevar medicina al enfermo ni comida a millones de hambrientos. Cada día que aplazan ese diálogo ineludible con quienes ambicionan reconstruir la democracia en nuestro país tanto como cualquiera otro, conducen a más ciudadanos al cadalso. La soberbia de unos sepulta las esperanzas de muchos.

La unidad – una genuina y eficiente, interesada realmente en el rescate de la democracia y del Estado de derecho – es una deuda de todos los dirigentes opositores con las víctimas de una revolución ominosa que nunca debió triunfar, cuyos líderes, perdonados no por un hombre sino por una nación idiotizada, no pensaron jamás en los ciudadanos y sí en un modelo históricamente rechazado por la mayoría de los venezolanos y, sin dudas, fallido en todas las sociedades que lo ensayaron.

Nadie ha creído que será fácil e incruento. Justamente por ello, la unidad opositora debe asumir con coraje que habrá sacrificios, no solo de los ciudadanos, que ya lo han dado todo pero que, no lo dudo, estarían dispuestos a dar más, sino de los líderes, que tal vez vean sus carreras devastadas. Debe hablar honestamente, sin importar que tan crudo resulte para los ciudadanos, porque ningún problema se soluciona si no se reconoce antes la realidad.

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