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El caimán de la biblioteca

Le tengo pavor a los relojes analógicos muertos. No hay máquina que parezca tan viva porque tiene un pulso tan constante como el que mueve nuestra sangre en las cavidades más perdidas del cuerpo. Ni el carro, que vino a reemplazar al caballo, muere de forma tan orgánica como el reloj de aguja.

No se desmaya ni cae de lado, pero es espantoso. Y lo es, porque hace algo peor que caerse: marca la hora en que dejó de andar. Cuando un reloj muere, queda empotrado y vacío sobre la pared, causando tanta impresión como un cóndor embalsamado en la sala o encontrar pinturas rupestres en un sótano.

Y la comparación no es para menos. Pensar, por ejemplo, que alguien destripó a ese emperador draconiano de los pájaros, lo hundió en formalina, curtidos y decapante en un laboratorio de taxidermia no puede dejar a nadie en la resolana de la tranquilidad.

Recuerdo un caimán disecado en la biblioteca de mi escuela, que ahora es un centro cristiano de iluminación, o por lo menos eso promete su nombre. Era quizás más largo y delgado de lo que fue cuando se deslizaba entre tallos y juncos tumefactos de algún pantano, así que cabía a la perfección en el estante superior del librero con las fauces entreabiertas y la mirada imitando el instante antes de hundirse en el agua o tal vez como si estuviera viendo jazmines.

Los doctos en asuntos mortuorios saben alejar la imagen de la muerte de lo que en verdad es: ese cultivo de hongos y larvas que regresa los componentes primarios como el nitrógeno a la tierra. Convierten a los muertos en un tercer estado imposible, como ese caimán que no era un esqueleto ni un caimán de agua dulce.

Pero ese adorno macabro no es lo mismo que un reloj muerto. Ni aunque tuviera tatuado en ceniza de cuaresma la fecha en que su verdugo lo atrapó, o todavía más cruel, cuando lo disecaron. No, para compararlo al espanto del reloj detenido habría que estar solo en la biblioteca, que por las persianas americanas apenas se filtrara lo último del crepúsculo y se escucharan las hojas secas movidas por la brisa afuera. Habría que haber pasado el día ordenando los libros, los de Geografía por allá y Hans Christian Anderson por acá, de repente agarrar el caimán polvoriento y sentirle un latido vivo.

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