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El blanco de la paz hacia el que apuntamos

No hay camino para la paz, la paz es el camino.

Gandhi

Esta palabra de fonética paradójicamente explosiva, contundente y sagaz, se ha convertido, desde su primera designación como Pax en la Roma Imperial, como una de las más pronunciadas en los discursos de las Ciencias humanas. Ha estado asociada estrechamente con el concepto político, sin desconocer las asociaciones con la filosofía, la espiritualidad y la religión. Es la palabra que aromatiza las retóricas y las logorreas de los politiqueros, sobre todo en países donde es más álgido el conflicto… como el mío, Colombia. Bajo esta observación, se entiende que su significado denotativo expuesto por la RAE: «Situación y relación mutua de quienes no están en guerra» exige un tópico individual y social.

Es ahí cuando emerge el primer conflicto, porque, en nuestro carácter de sujetos pensantes y políticos —querámoslo o no—, nos es cada vez más complejo establecer una concepción común que sea favorable a todas las partes de la sociedad. Esto se debe a que, desde la definición en el diccionario, la paz se define, específicamente, desde la noción de la guerra. En esta medida, se estima que es imposible que haya paz si antes no hubo guerra. Ahora trato de entender la situación conceptual de los diálogos de paz con las FARC en La Habana y me pregunto ¿cuál es la acepción común de paz a la que quisieron llegar?; ¿será lo suficientemente incluyente, como para darle participación, inclusive, a los opositores?; y, más aún: ¿será una paz meramente sustentable y efímera, o, en realidad, se piensa en una paz sostenible? Algunos tratamos de sostenernos en la buena fe e ir de rodillas al Señor Caído de Girardota para que así sea, aunque no sabemos qué tan problemático sea el engranaje social en el posconflicto… por lo visto, ahora, resulta mayor el deslustre de la credibilidad en los diálogos, cuando sigue habiendo acciones bélicas por parte de otros grupos armados y el discurso de la paz resulta cada vez más enredado en su ejecución sostenible.

Es complicado responder esos interrogantes, pero lo más preocupante es que no hubo ni hay una acuciosa pedagogía para comprender el acuerdo de paz al que se quiso llegar, máxime cuando tenemos incrustado genealógicamente el enfisema de la guerra y no hay una sola generación viva en nuestro país que haya vivido una verdadera situación social que merezca llamarse paz y nos pueda ilustrar con la debida pertinencia. Infortunadamente, muchos medios de comunicación, con su retórica del entretenimiento y en su improcedente defensa de un discurso político personalizado, toman partido voraz de este asunto y, con muchas de sus telenovelas, series y noticias, nos privan de una didáctica seria que nos acerque a la paz que queremos abrazar y nos quedamos corriendo desesperada e inoficiosamente sobre el lodo.

Muchas doctrinas orientales estiman que la liberación del espíritu sugiere un camino desde el interior hasta el exterior, y no al contrario, como nos lo ha enseñado Occidente. Aquí hay un primer eje que reconoce que todos los interesados en la paz de Colombia, particularmente, debemos trabajar desde la individualidad y tener la apertura para estimar que no hay concepto de paz absoluto, pero sí puede haber puntos de convergencia donde todos podamos aceptarnos. El gran problema es que nos acostumbraron a extrapolar las ideas, nos pintaron el blanco y el negro, porque no puede haber grises ni transparencias. También se comprende, asimismo, que es más complicado sostener la paz, cuando esta misma nos pone vulnerables ante los violentos.

No es necesario ser religioso, para entender el planteamiento de la revolución espiritual que sugerían Chucho, Gandhi, Mandela y otros tantos, quienes ligaban este concepto con el perdón, y es ahí cuando más fallamos, cuando el ego nos distrae de la plenitud y nos aislamos de la utopía. Y qué gran utopía es esta, cuando buscamos enlazar un acuerdo entre 48 millones de pacientes en un panorama de inequidad, un sistema de salud que violenta el derecho a la vida, esa miserable discordancia entre impuestos, inflación y salario; el triste reflejo de las masacres —que parecen no dar tregua en la actualidad—, la extrapolación de los bienes y la dependencia económica, siendo nosotros los de los recursos.

Tal vez este análisis no resuelva algo contundente, pero puede invitar a que reflexionemos acerca de lo que deseamos y que las conclusiones se vean reflejadas en actos personales que manifiesten una seria voluntad y, así como la violencia es contagiosa, quizá un gesto aportante también lo sea. Los artistas son fundamentales en esta consigna. Para complementar este acercamiento, vale la pena enlazar el epígrafe citado: «no hay camino para la paz, la paz es el camino», y para que el camino no sea muy tedioso, recordar a Facundo: «El trayecto suele ser más emocionante que la llegada»… aunque es indignante recordar que ambos personajes fueron asesinados.

Por lo pronto, desde el exterior y con el amor intacto por el terruño, sigo esperando noticias satisfactorias en estos temas. Por ahora, el panorama es desalentador y turbio. Mientras tanto, me consuelo con la nostalgia mágica de aquella paz que nunca hemos respirado.

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