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El baile de los necios

Resiliencia y hábito, sumisión y servilismo. En estos veinte años, como si se tratara de una obra de Orwell – su maravilloso análisis del totalitarismo, «1984» se tratara – al venezolano se le han ido inculcando valores que no lo son e ideas ajenas a su identidad. Una horrenda neolengua surge del ideario burocrático gubernamental para criminalizar, para desdeñar, para segregar, porque en su lucha de clases, en su guerra contra los necesarios enemigos imaginarios, todo aquel que no concilie su visión del universo, es un enemigo a vencer, y al enemigo, bien sabemos, ¡ni agua! En estas dos décadas, vicios, defectos, debilidades humanas, aun las más enojosas, se han elevado a los altares de la Revolución; las virtudes, las bondades, la sapiencia y el buen juicio, en cambio, se susurran sigilosamente al oído del confesor.

Inmersos en una comodidad regalada por nuestros padres y abuelos, apoltronados en un confort por el cual no pagamos, confundimos conceptos, erramos nociones. Confundimos la pasiva aceptación de la adversidad con la resiliencia. Con excusas, alabando una forzosa inventiva para sobrevivir, encontramos bondades en la pésima calidad de vida que nos ha impuesto la dictadura militar de chavistas devenidos en maduristas (y puede que luego, en otro «istas»), y celebramos que ante la falta de comodidades mínimas para vivir decentemente, así como de esas bondades que el mundo moderno nos ofrece, llevemos una vida espartana que ni merecemos ni queremos.

Dóciles por costumbre, por esa confianza en un sistema que no pudo soportar los embates virulentos de una sociedad mimada y acaso, sobreprotegida, perdimos la democracia y hoy, víctimas de un modelo criminal, no sabemos cómo liberarnos. ¡He ahí el enorme fracaso de la democracia venezolana! No construyó demócratas, ¡solo produjo malcriados!

En este juego sucio, en esta charca fétida plagada de moscas, la roña nos recubre y nos impregna con su fetidez. Creemos que hacer arepas de yuca o quién sabe qué, que comer sardinas aunque aborrezcamos su sabor, es una bendición que nos acerca a la «perfección estoica de nuestros aborígenes», y no lo que realmente es, la muestra descarnada de la pérdida de nuestra calidad de vida y de cosas materiales a las que todos aspiramos, tanto el ciudadano del primer mundo como es el de estas tierras acomplejadas, que en su terco frenesí por demostrarse mejores, yerran una y otra vez como los necios, como los majaderos.

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