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El “Ayatollah” mexicano

La falta de ideas y ejes conceptuales claros en sus discursos e intervenciones, es un lugar común y una constante en el presidente de la República de México, López Obrador.

Frecuentemente no tiene tema: no halla qué decir ni cómo decirlo, y es entonces cuando sobrevienen el ataque rencoroso a sus críticos, el “dequeísmo”, la muletilla verbal, la gracejada de mal gusto, la cortina de humo, el distractor, para que la opinión pública no se ocupe de lo importante y concentre su atención en lo anecdótico y frívolo.

Sin embargo, cuando abordar los asuntos públicos que atañen a un gobernante no le reditúa, le resulta contraproducente o lo mete en berenjenales de dificultad, acude con urgencia y desparpajo al uso político de la religión, para que las “redes sociales golpeadoras” pagadas con recursos de los contribuyentes lo saquen de apuros y le devuelvan el aura de “intocable”.

Es grotesco ver a un usuario del poder presidencial, en una República democrática, conducirse a capricho como “Yo, el supremo”. No le queda. No le va.

También es divertido e hilarante, fuera de que sea un atropello a la constitución, ver al presidente de una República Laica comportarse como el predicador de una secta vindicativa, el gurú de una teocracia venida a menos o el redentor de “los alejados de la mano de Dios” (porque de ellos será el reino de la Cuarta Transformación).

A la opinión pública le preocupan muchas cosas del estilo personalista de gobernar de Andrés López, como puede constatarse en ciertas encuestas y en comentarios atinados de la crítica especializada, pero lo que más preocupa del presidente es la faceta de delirio, de artificial y artificioso endiosamiento personal, que lo lleva a trastocar categorías de la religión y a montarse en una de las burbujas del “cristianismo sociológico”, para presentarse ante tirios y troyanos como el Sumo Salvador de la Patria, el puro e iluminado, la divina encarnación de toda Bondad y todo Bien. Está escrito en el Libro de los Salmos: “Entre una visión de éxtasis y un pecador no hay mucha distancia”.

Fuera del hecho de anclar las siglas de Morena a los resortes psicológicos y a las resonancias subliminales del guadalupanismo mexicano, es conocida la identificación del primer mandatario con figuras como Morelos, Juárez, Madero, Cárdenas y otros, cuya respectiva biografía destaca “la cita imperiosa” con el destino, la “urgencia de alterar para bien” el rumbo de la nación, el “llamado interior” de alguien predestinado a cumplir “tareas colosales”, las “impaciencias del corazón” y, en cualquier caso, el tono de “apresurados de Dios” que rige su temple y desempeño en la circunstancia histórica que les tocó vivir.

Morelos y Juárez, pese a haber sido sacerdote el primero y seminarista el segundo, más que ser personajes confesionales son personajes dialécticos y liberales, tanto porque encarnan épocas distintas de nuestra historia como porque justifica e inspira su acción el hombre concreto, el prójimo de carne y hueso del piso social.

No obstante, el denominador común a todos ellos fue algo que no tiene Andrés López: más que refugiarse en las redes de la fantasía ideológica y en los andamios de la necedad política, los personajes que hicieron nuestra historia aceptaron la interpelación de la realidad, tuvieron la capacidad de insertarse en ella para transformarla y, cuando no pudieron vencer ciertos obstáculos, fueron humildes en grado de grandeza para reconocer los desafíos que les planteó la historia. Cosa distinta ocurre con el que hoy está llamado a gobernar y tiene en las manos un país en descomposición.

Rechazar la realidad, empeñarse en sustituirla por la ficción, la demagogia y la propaganda, parece ser la característica central en el gobierno de López Obrador. Y si la realidad no cede, no se somete o no acepta la potestad de un decreto o un memorándum de escritorio, peor para ella.

Por esto último, el gobierno de Morena podría llegar a reeditar, en México, lo que se dice que ocurrió en los estados de Sergipe y Bahía, en Brasil, a fines del siglo XIX, donde tuvo lugar una sublevación campesina liderada por un carismático predicador, el apóstol Ibiapina, contra el sistema métrico decimal.

Los rebeldes, apodados los “quiebrakilos” y los “vagunzos”, asaltaban las tiendas y almacenes y destrozaban los nuevos pesos y medidas -las balanzas, los kilos y los metros- adoptados por la Monarquía para homologar el sistema brasileño al predominante en Occidente y facilitar, de este modo, las transacciones comerciales del país con el resto del mundo. Este intento de modernización pareció blasfemo y sacrílego al padre Ibiapina, y muchos de sus seguidores, tanto del área rural como del trópico, mataron y murieron tratando de impedirlo.

La guerra de Canudos, que estalló pocos años después en el interior de Bahía, en contra del establecimiento de la República brasileña, fue también un heroico, trágico y absurdo empeño por detener la rueda del tiempo sembrando cadáveres en su camino.

Las rebeliones de los quiebraquilos y de los vagunzos, además de pintorescas e inusitadas, tienen un poderoso contenido simbólico. Ambas forman parte de una robusta tradición que, en vez de desaparecer, se acentuó en nuestro continente tras la emancipación: el rechazo de lo real y lo posible en nombre de la fantasía y lo imaginario.

El poeta peruano Augusto Lunel definió esta índole particular de oscurantismo, esta especie sui géneris de conservadurismo ideológico, en las primeras líneas de su Manifiesto: “Estamos contra todas las leyes, empezando por la ley de gravedad”.

Pisapapeles

Al que se la vive descalificando a los que no piensan como él, conviene recordarle la Primera Epístola de Juan: “El que dice que está en la luz, y aborrece a su hermano, está aún en tinieblas”.

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