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Montserrat Vendrell

El arte reparador del Kintsugi

Cuenta la leyenda japonesa que al Shogun Ahikaga Yoshimasa, en pleno siglo XV, se le rompió su taza de té favorita. Entristecido, pidió a los artesanos que hicieran lo posible para repararla y para que la pudiera volver a utilizar, pero a la vez que continuara siendo digna de su rango. Estos artistas se pusieron en marcha y mezclaron la laca Urushi con polvo de oro y reconstruyeron la taza con un aspecto magnífico y sobretodo diferente. Nace así la técnica de la cerámica reparada con el arte del kintsugi (reparación con oro). A esta técnica también se le llama kintsukuroi y refleja en sí misma una filosofía muy utilizada en psicología basada en la idea de que los conflictos crean mejores equipos, estableciendo vínculos de complicidad y relaciones beneficios para todos.

Resulta fascinante observar cómo las piezas de cerámica restauradas con esta técnica milenaria   japonesa se conviertan en obras de arte irrepetibles y de gran valor. Nunca se puede romper una vasija, plato o taza, sea la que sea, de la misma manera. Allí está la singularidad.

Esta técnica, que algunos llaman «el arte de aceptar el daño» nos habla de las heridas y sus cicatrices. De la necesidad de no ocultarlas, sino de realzarlas, darles una nueva energía y vigor. La ruptura no significa el final del objeto, sino al contrario, sus fracturas pueden llegar a ser fortificantes una vez reparadas, y transformarse en un nuevo inicio.

En este mundo en plena fractura social en gran parte de los países occidentales, agravada por el virus del Covid-19, no estaría nada mal poder coser nuestras heridas y cerrar bien las cicatrices con ese barniz rociado de oro para poder seguir adelante, de forma unida, o al menos cooperando con proyectos de interés mutuo, ya sea a nivel nacional, regional o multipolar. Un nuevo mapa de cooperación, en donde la confrontación y el daño que provoca se conviertan en hermosas cicatrices de oro, y que se dejen atrás las emociones identitarias que amenazan con populismos y radicalismos de todo tipo tomando equivocadamente referencias históricas como el fascismo o el comunismo para atemorizar a la población.

Sí, ese arte kintsugi aplicado a la sociedad para que se vuelva a abrazar lo racional y acepte creencias y planteamientos que tal vez no comparta, pero no por eso convierten a su interlocutor como el enemigo a derrotar. El saber escuchar para poder dialogar, entablar debates y construir propuestas para solventar los problemas políticos, económicos y sociales.

El sectarismo está irrumpiendo en nuestras vidas, aupados por las redes sociales que saben bien lo que piensas y tus gustos, y que contribuyen a la intolerancia hacia las opiniones disidentes y los puntos de vista distintos sobre los asuntos que preocupan a todos. La polarización que azota a las sociedades occidentales nos vuelve tribales, impide que se consensuen políticas y que sellen acuerdos.

Ayudados por la digitalización de la vida, nos mantiene en un espacio de narcisismo y egocentrismo, incapaces de construir o reconstruir, como si fuéramos una pieza suelta de la cerámica japonesa rota. Hay demasiados rotos para recomponer. Demasiados descosidos para zurcir. Deberíamos obligar a los políticos a que asuman su papel y tomen las riendas de los problemas sociales y económicos. Se supone que están formados para ello y que asumen sus cargos con buenas intenciones para mejorar la vida de los ciudadanos. Deberían abandonar sus diatribas emocionales irreparables y actuar con racionalidad, con un frente común para solucionar los problemas.

Los ciudadanos de aquí, de allá y de más allá están cansados de tanta tensión, de tanto desaliento, de tanta desinformación, de tanta penuria económica, de tanto retroceso en los derechos fundamentales.

Los ciudadanos necesitan soluciones para este futuro digitalizado e individualizado tan borroso que se nos presenta, que está drenando lo esencial y social de la naturaleza humana, a base de big data, gamificaciones y todo tipo de clasificaciones y taxonomías. No podemos dar a la tecnología y a la ciencia el rango de deidad, y desentendernos. Debemos venerar su utilidad, pero siempre que no nos engulla de tal manera que acabe socavando las bases de la democracia, con sus violaciones a la privacidad, sus noticias falsas, sus comandos bots, sus hackers, y demás.

Saber adaptarse y aprovechar las sinergias como fuerzas integradoras debería ser uno de los objetivos de los políticos actuales, que han perdido el respeto de los ciudadanos por no haber estado a la altura de las circunstancias. Al menos si no pueden que lo intenten, de emprender iniciativas que sean favorables para el 100 por cien de la humanidad, no para una casta de elegidos. Que tengan un listón mediano, que permita la integración de todo el mundo. No una homogeneización por lo bajo, a lo mínimo común denominador, mientras que una élite rige las normas. Sí, pedimos a los políticos algo más, al menos por los sueldos que cobran, tanto en el ámbito nacional que internacional, que sean artesanos del kintsugui y que reconstruyan las sociedades y el mundo para que sean más habitables e inclusivas.

Claro que es una utopía, pero las utopías son los motores de arranque para crear un debate y reflexión sobre el futuro, cuya única salida no debería ser el sálvese quien pueda dentro de burbujas ensimismadas y sectarias, sino la cooperación entre gobiernos, organizaciones regionales, grupos económicos, etc.

Como dijo el poeta persa del misticismo sufi Rumi, allá en la época de la Anatolia romana, que cautivó a Madonna y a la banda Coldplay, entre otros muchos:

«Al final, el pueblo de la unión
es el lugar para el corazón.

¿Por qué retienes
este corazón desconcertado
en el pueblo de la desintegración?»

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