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“El apóstata”. El anticlericalismo como evasión (II)

El hecho de que el protagonista de El apóstata se explaye ante su pequeño alumno, quien lógicamente no entiende lo que le lee, ahonda en el desatinado comportamiento, agudizando la crisis de fe; algo que le preocupa aunque no lo atormenta excesivamente, a la vista de la ligereza con que se toma los consejos de las mujeres de la familia y descarta ejecutar algún tipo de acción contra la resolución del tribunal eclesiástico, cuando este rechaza su solicitud de cancelación de registro del bautismo. “Todas las puertas se me cierran padre, qué puedo hacer”, interrogará, en otro diálogo con el obispo Jorge. “Hay cuestiones que no se resuelven sino dejándolas sin solución”, apuntará críptico este, cerrando el círculo del kafkiano proceso.

La imposibilidad de apostatar dada la complejidad de los laberintos de la burocracia institucional tendrá, paradójicamente para el protagonista, un efecto liberador pues lo deslastrará del peso existencial que lo mantenía en una situación de infantilizada dependencia, impidiéndole asumir sus responsabilidades ante la vida; un peso, del cual orinarse en la cama mientras dormía, tras la discusión con la madre, fue la prueba de haber tocado fondo.

A partir de aquí, el film se centrará en la recuperación del joven para las cosas del mundo, una vez se haya desencantado de aquella improbable tarea, no solo en su caso particular sino en los de muchos interesados. “Como el mío todos los procesos han quedado en la mismísima nada. Algunas agrupaciones van a intentar que los excomulguen promoviendo el ateísmo. Yo paso de sumarme a esa masa, porque ser ateo, ¡vaya esnobismo!”, le escribirá a Javi, un amigo de infancia y quien ha sido su interlocutor mudo hasta entonces, como una manera de justificarse en este nuevo fracaso.

La intolerancia de la Iglesia, se muestra aquí desde el celo puesto en evitar reconocer la existencia de feligreses quienes, como muchos sacerdotes, quieren colgar los hábitos, es decir, renunciar a ella y quedar, además, eliminados de sus registros. La negativa de la Institución a aceptar esta realidad es, no obstante, predecible dado el control ejercido sobre sus ovejas, especialmente las consideradas descarriadas, cual es el caso de Gonzalo. Una estrategia que acaba ridiculizándola, pese a que el director opine lo contrario, al ponerla en evidencia.

De hecho, los gestos fellinescos en las escenas entre el protagonista y la curia, donde no faltan azotamientos, caricaturizaciones y excesos grotescos, llevan al absurdo las interacciones y hacen aún más innegable la política de enmascaramiento de la Institución a fin de no reconocer errores y enmendar fallos; lo cual la acercaría mucho más a los creyentes y mitigaría las deserciones hacia otras formas de culto.

El del cuerpo, por ejemplo, tratado en la película dentro de la vertiente naturista, en la escena del sueño donde el protagonista entra a un inmueble donde se reúnen los miembros de distintos grupos insurrectos. El de los apóstatas, en el salón 106, y el de los naturistas entre las plantas de los jardines de un idílico Edén, vuelto pesadilla cuando distinga a su propia madre bañándose en un estanque. El abrupto despertar, señalará también el de sus adormecidos sentidos, agudizados una vez haya comprendido la futilidad de su empresa y logrado finalmente seducir a la vecina, entablando con ella una relación que se perfila promisoria.

“Últimamente afronto todo lo que viene con una vitalidad como hacía tiempo no tenía. Me siento más seguro de todo por más que los acontecimientos se estén acelerando. Estoy convencido de que alegres tiempos de caos se avecinan”, le escribe a modo de postdata al amigo, citando el surgimiento de focos globales de rebelión juvenil que, menos interesados en lo religioso per se, comulgan en la disrupción anárquica de las instituciones para hacer avanzar causas como el cambio climático donde lo filantrópico, lo romántico y lo práctico se aúnan para contrarrestar las intolerancias del sistema. Algo que ya filósofos como Hannah Arendt habían predicho más de medio siglo atrás, una vez que el debilitamiento del binomio estado-nación, los desplazamientos masivos a causa de las masacres en nombre de la religión, las limpiezas étnicas y la reducción de los recursos del planeta fueran realidades tangibles y permanentes, tal cual el siglo XXI ha, infelizmente, demostrado.

En tal sentido, el optimismo con que el mundo occidental inició un nuevo milenio, quedó violentamente arruinado con los ataques yihadistas en territorio norteamericano apenas un año después de su estreno, dándose inicio a la guerra global contra el terror que no tiene visos de acabarse sino se extiende, implacable, por todos los rincones del planeta desestabilizando y rompiendo todavía más el precario equilibrio de y entre los pueblos.

En este contexto, el gesto de Gonzalo de entrar subrepticiamente a la parroquia y arrancar del registro su hoja de bautismo, una vez haya entendido que la maquinaria institucional desoirá su decisión de apostatar, constituye una marca aislada de rebelión, a primera vista insustancial pero de suma importancia, pues establece un microcosmos del fermento antisistema que galvaniza a las nuevas generaciones, mediante un contagioso idealismo del cual también participan muchos activistas de la contracultura de los años sesenta. Ello, contribuye a construir un puente generacional sumamente productivo en la lucha contra las intransigencias, que comunica el caudal de experiencias de los más veteranos con las todavía informes pero novedosas formas de mirar de los más jóvenes.

Ante esta realidad, la Iglesia católica no ha actuado en bloque sino presenta una fuerte división. El Papa Francisco, por su parte, ha mostrado una importante apertura hacia temas compartidos por veteranos y jóvenes como la aceptación del divorcio y de la homosexualidad, aún entre miembros del clero. El cardenal Raymond L. Burke, uno de los líderes de los sectores conservadores, ha apuntado por otro lado la posibilidad, incluso, de pedir la resignación del Papa; especialmente por su apertura ante el reconocimiento de las relaciones homosexuales cuando, según él, son la causa de los abusos dentro de la Institución.

La posición de inamovible intransigencia, que la Iglesia ha mantenido a lo largo de su existencia, goza de amplio eco en este milenio, dominado por fuerzas conservadoras, patriarcales y machistas que desconocen, sancionan y erosionan los derechos del otro. Esta actitud obstaculiza cualquier posibilidad de diálogo y favorece una cultura de la ignorancia donde se desestima, sin conocer a fondo, a quienes no comparten los mismos valores, pues se desconocen las propias limitaciones; una realidad, que distorsiona la percepción del otro, achacándole el caudal de prejuicios propios y prestados a través de los cuales se juzga y se condena impunemente.

El secuestro de los principios democráticos en la mayor parte del mundo, exige de la Iglesia una defensa activa que vaya más allá de los discursos mediáticos y las recomendaciones tibias; si bien su reticencia a asumir un compromiso más rotundo con las libertades individuales y colectivas le impide posicionarse abiertamente a favor de quienes más lo necesitan. Una contradicción de la cual el Papa Francisco es consciente, pero la resistencia de los críticos a mostrar una actitud inclusiva y comprensiva sabotea sus logros.

Ello blinda la Institución contra los cambios y desarrollos externos, encerrándola en un “formalismo sacramental” que atenta contra la libertad moral, dificultando la sinceración institucional y entorpeciendo las investigaciones contra sacerdotes acusados de abusos. Una dinámica, que El apóstata llevó a la irrisión dentro de un entorno menos traumático, pero igualmente categórico a la hora de mostrar las intransigencias de la Iglesia para actuar de manera justa ante la feligresía, tal cual su negativa a darle un curso positivo a la solicitud de apostatar del protagonista ilustró.

El fanatismo religioso, en el contexto del enfrentamiento entre grupos de creencias y culturas tan opuestas como, por ejemplo, Roma y el Islam, puede también ser considerado como una forma de racismo, lo cual añade una capa más de sentido al catálogo de intransigencias de la Iglesia, cuya negación a reconocer sus debilidades traspasa los límites de lo permisible. Un racismo, transversal dentro de la sociedad y estimulado por los creyentes mismos, quienes deforman a su gusto los dictados de la Institución para adecuarlos a sus propios fines y justificar lo turbio de sus acciones.

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